El Gourmet Urbano: O es pecado… o engorda: Una mirada curiosa sobre el mundo de la gastronomía. Sólo o en compañía

domingo, 22 de junio de 2014

O es pecado… o engorda: Una mirada curiosa sobre el mundo de la gastronomía. Sólo o en compañía

Una de las escenas más inquietantes de “El fantasma de la libertad”, la película de Buñuel que escandalizó a una época, era aquella en la que los invitados se reunían para defecar juntos mientras charlaban. Pero se retiraban a comer en privado y de forma oculta. Por razones obvias, los convencionalismos sociales se decantaron claramente por lo contrario y la civilización ha construido todo un mundo de relaciones alrededor del acto –tan inevitable- de comer.

 

cañete

 

Hasta el gran referente de la filosofía universal surge de un “Banquete”, el de Platón, donde se come y se bebe y se crea un entorno propicio al diálogo filosófico. A lo largo de la historia se ha hecho del banquete, del comer en grupo, una fundamental forma de relación que ha llegado hasta ahora: comidas que constituyen protocolarios encuentros diplomáticos; comidas de trabajo pagadas con la Visa Oro de la empresa de la precrisis; comidas, cenas o meriendas con las que se celebra cualquier acontecimiento familiar, incluso el duelo por la muerte.

Pero eso de comer diariamente a horas determinadas y de distribuir la comida diaria entre desayuno, almuerzo y cena es, sobre todo, un invento occidental y relativamente reciente. Un invento que, visto nuestro ritmo de vida, está en vías de desaparecer merced a la comida rápida y a las dificultades para conciliar horarios.

 

En Oriente y en África es mucho más natural responder rápidamente a las necesidades del estómago a cualquier hora y en plena calle. Ello obliga a que el viandante coma sólo en cualquier puesto ambulante. Aunque la comida callejera puede generar cierta socialización aunque sólo sea con el ocasional vecino de mesa en los tenderetes a pie de calle. En general, a la gente le gusta más comer en compañía. Lo contrario se hace por necesidad, casi siempre, de tiempo.

 

Pues curiosamente comer sólo históricamente era un signo de poder, de autoridad. Comía sólo el emperador Carlomagno, comían solos los reyes y los príncipes y, hasta que Juan XXIII eliminó esta costumbre en el Vaticano, comían solos los papas.

 

En el caso de los monarcas franceses podía haber otros invitados -y era todo un privilegio- pero nunca comían en la misma mesa. En la Francia prerrevolucionaria se consideraba un honor servir la mesa del Rey Sol. De hecho, eran gentilhombres los que protagonizaban un verdadero cortejo desde las cocinas, presidido por el Gran Panetero, el Gran Copero y el Gran Escudero Trinchante, elegidos todos ellos entre los grandes títulos nobiliarios. Ellos catarán también los manjares para evitar el envenenamiento. Un almuerzo para Luis XIV acaba convirtiéndose en todo un espectáculo para sus súbditos: en la estancia palaciega, las puertas estaban abiertas de par de par y los cortesanos se apiñaban hasta llegar casi al borde de la mesa para ver comer al rey un banquete monumental. Luego se extrañarán de que aquello desembocara en la mayor revolución política de todos los tiempos.

 

Lo cierto es que ahora mismo es muy difícil ver comer a los reyes o a los políticos o a los obispos. Ni siquiera en los brindis protocolarios llegamos a verlos siquiera posando los labios en la copa. Los periodistas lo sabemos de sobra: se permite presenciar y grabar las mesas, la llegada al cocktail … pero nada más. Lo otro se consideraría un ataque directo a la intimidad. Excepción hecha de Arias Cañete, al que tantas veces hemos visto con las manos en la masa o con la croqueta en el buche que el propio Cayo Lara le reprochaba que, en la campaña electoral de las europeas, fuera más “de comida en comida” que de mítines.

 

Así que lo que comen y como comen nuestros dirigentes acaba convirtiéndose en un elemento de curiosidad y hasta de morbo. Si no que se lo digan a Julio González de Buitrago, autor de “La cocina de la Moncloa”, y protagonista de un buen número de entrevistas en las que descubre las pequeñas manías, debilidades y miserias de los presidentes del gobierno desde Calvo Sotelo. Sabemos así que Aznar y señora eran los más caprichosos: él hacía remover Roma con Santiago para conseguir su helado de café Häagen Dazs y ambos tenían cierta debilidad por los percebes y las centollas. Y que, al pobre Zapatero, su señora le sometía a estrictas dietas para que, sobre todo sus hijas, no engordaran. Que la familia González Márquez aprendió a comer “fino” en la Moncloa. Que Suarez comía muy poco. Y que los Calvo Sotelo aplicaron a la cocina la misma amabilidad y sencillez que a su vida diaria.

 

Seguro que mucho de lo que cuenta el jefe de cocina de la Moncloa no nos pilla de sorpresa y es acorde a lo que conocemos o intuimos de estos personajes. Dime qué y cómo comes y te diré cómo eres y viceversa. Se descubre mucho de nuestra personalidad ante un mantel y una mesa porque, en realidad, hay algo muy íntimo en el hecho de comer y en lo que envuelve nuestra relación con la gastronomía. De hecho, se sabe mucho más de alguien en una primera cita en un restaurante que dando un romántico paseo por un parque o yendo al cine. Creedme.

 

Fuente: blogs.publico.es

 

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