El Gourmet Urbano: Umami, el quinto sabor: ¿veneno irresistible?

lunes, 21 de julio de 2014

Umami, el quinto sabor: ¿veneno irresistible?

Este misterioso gusto descubierto por los japoneses acumula detractores. Debe su efecto al glutamato, que se produce industrialmente y se utiliza en muchos alimentos procesados. ¿Saborizante perfecto o aditivo letal?

¿Un condimento oriental? ¿Un plato típico de la cocina nikkei? ¿La última fruta exótica de moda? Nada de eso. Umami quiere decir “sabroso” (o, más precisamente, “sabrositud”) en la lengua de los samuráis, y se trata ni más ni menos que de eso: un sabor. Pero no uno cualquiera, sino –lo avala la ciencia– uno de los cinco fundamentales que percibe el paladar humano, junto con los archiconocidos dulce, salado, ácido y amargo.



 

Con la diferencia de que el umami, la sensación apetitosa que provoca el ácido glutámico sobre ciertos receptores de las papilas gustativas, no es tan fácil de identificar como aquellos. Y está rodeado desde hace décadas por un halo de sospechas y desconfianza, culpa de un aditivo industrial con mala prensa: el glutamato monosódico (MSG, por su nombre en inglés: monosodium glutamate), una sal “mágica” y polémica basada en el mismo aminoácido detrás del umami y usada como potenciador de sabor por chefs, restaurantes y, claro, corporaciones alimenticias.
En Estados Unidos, la punta de lanza de la “umamimanía” (señalada por la revista Forbes como una de las food trends más calientes de 2014) es Umami Burger, una flamante cadena con base en Los Ángeles que se jacta de incorporar en sus hamburguesas ingredientes secretos con propiedades asociadas a este sabor. La marca no para de abrir locales nuevos y hasta lanzó una línea de aderezos propia. “Estamos orgullosos de llevar las maravillas del quinto sabor a tu cocina”, afirman en su web.

El fenómeno está lejos de circunscribirse al ámbito de la comida rápida y alcanza a la más sofisticada gastronomía de autor. Heston Blumenthal, el chef británico con tres estrellas Michelin cuyos restaurantes siempre figuran en el top ten de los mejores del mundo, no esconde su pasión por el umami y suele echar mano a los ingredientes naturales donde mejor se expresa: quesos de pasta dura (sobre todo el parmesano), tomates maduros, yema de huevo, algas marinas. “En particular me gusta trabajar con alga kombu pulverizada: su presencia es indetectable pero su impacto, innegable”, confesó algún tiempo atrás.

Heston ha llevado su cruzada pro-umami puertas afuera de su cocina: junto a científicos de la universidad de Reading protagonizó un experimento en hospitales para demostrar que los pacientes de edad avanzada, habitualmente faltos de apetito, comían más cuando se les ofrecían platos condimentados con productos ricos en umami, como salsa inglesa, salsa de soja o ketchup. A su vez, en 2011 diseñó un menú especial para British Airways cuyas propuestas no escatimaban en parmesano, anchoas, tomates, hongos y carnes curadas, todos ellos alimentos proteicos con altos niveles de glutamato. El desafío: compensar el 30% de la sensibilidad gustativa que, inexorablemente, perdemos a 10 mil metros de altura.

Se ve que en suelo británico la movida viene pisando fuerte: en las góndolas de los super hasta es posible conseguir umami en pasta. El ingenioso lanzamiento lleva el nombre “Taste #5” y el logo hace un guiño al mítico perfume Chanel Nº5.

MSG: ¿HÉROE O VILLANO?


Los orígenes de esta historia se remontan a 1908, cuando el químico japonés Kikunae Ikeda descubrió y aisló el ácido glutámico, responsable del gusto característico del kombu, pilar ancestral de la gastronomía asiática. El círculo de su descubrimiento se cerraría casi un siglo después: en 2000, investigadores estadounidenses identificaron los receptores de la lengua que reaccionan al glutamato. Así, aquello del quinto sabor dejó de ser un eslogan para muchos exagerado o inexacto y adquirió estatus de verdad científica. Para entonces, las controversias alrededor del glutamato monosódico, algo así como la versión “de laboratorio” del umami, ya estaban instaladas desde hacía más de tres décadas.

El MSG es, técnicamente, la sal sódica del ácido glutámico. Un polvo cristalino que la compañía nipona Ajinomoto –literalmente, “la esencia del gusto”; su principal productora global– patentó en 1909, meses después del hallazgo de Ikeda. El invento fue furor en la gastronomía de ese país y no tardó en llegar a las cocinas occidentales. Su crisis estalló hacia 1968 con el llamado “síndrome del restaurante chino”: al reportarse casos de entumecimiento, palpitaciones y debilidad entre comensales de esos establecimientos. Las primeras conclusiones atribuyeron los síntomas al abuso de este aditivo que parecía capaz de realzar y equilibrar el gusto de cualquier preparación, volviendo irresistible a la más insulsa.

El affaire nunca quedó aclarado, pero el MSG fue tildado poco menos que de veneno, se restringió su uso y el incipiente movimiento naturista le hizo la cruz. Si bien hoy el consenso nutricional lo considera un aditivo seguro e inocuo en dosis normales, y parece haber suficientes evidencias que descartan efectos nocivos en la salud, no logra sacarse el estigma de tóxico. Ningún chef de moda quisiera ser pillado espolvoreando una cucharadita sobre sus platos, aunque es un secreto a voces que muchos lo usan. Para el mundillo gourmet, cocinar con MSG sigue siendo una herejía, un ardid de rotisería china. Casi como para un deportista competir dopado: el resultado se ve en la cancha, pero a costa de no jugar limpio.

Lo cierto es que, mientras en Japón no tienen pruritos ni prejuicios con el MSG (se lo ponen a casi todo, desde la mayonesa al ramen), Occidente lo sigue considerando un sustituto barato, sintético y hasta nocivo del genuino sabor del glutamato. La industria encontró en él a un aliado invalorable para multiplicar sus ventas: una suerte de comodín que, agregado a snacks, conservas, aderezos, fiambres, embutidos e infinidad de productos procesados, los vuelve más tentadores y adictivos, condición que le valió el mote de “nicotina alimentaria”.

Sus detractores le atribuyen una extensa lista de efectos secundarios que incluyen alergias, déficit de atención, Alzheimer, asma, autismo, trastornos del sueño y la visión, esclerosis múltiple, hipotiroidismo y epilepsia, entre otros. Y advierten que detectarlo no es tarea sencilla dado que las etiquetas lo suelen camuflar bajo el código E-621 o en denominaciones alternativas, como proteína vegetal hidrolizada.

Si te gustan las teorías conspirativas y buscas “excitoxinas: el sabor que mata” en YouTube, vas a encontrar una perturbadora conferencia del neurocirujano yanqui Rusell Blaylock –basada en su libro homónimo– que resume la hipótesis más inquietante en torno a la peligrosidad del MSG: ciertas sustancias, entre ellos el ácido glutámico y el aspartamo (cuyo mayor productor mundial es, vaya coincidencia, la japonesa Ajinomoto), sobreestimulan a los neurotransmisores hasta dañar las células cerebrales, predisponiendo a una variedad de enfermedades. “El glutamato monosódico hace estragos al nivel del sistema nervioso”, sostiene el naturópata Carlos Wimmer, uno de los gurúes locales de la medicina “extraoficial”. En la otra vereda, Mónica Katz, prestigiosa y mediática médica especialista en nutrición, juzga infundadas esas versiones, aunque reconoce que ciertas personas con mayor sensibilidad al aminoácido pueden tener manifestaciones intestinales o alérgicas, “pero son casos aislados”.

Así las cosas, mientras el MSG no termina de librarse de su mala fama, el glutamato en su estado natural es furor en el planeta foodie y los ingredientes que lo contienen cotizan en alza: desde el jamón serrano hasta la mismísima leche materna. Determinadas técnicas, como la fermentación, el curado o la deshidratación, son propensas a activar el gusto a umami, que los expertos describen como una sensación agradable, duradera y capaz de optimizar y armonizar el sabor original de las comidas. En definitiva, y discusiones al margen, sea por esta vía o por el atajo del MSG (lo conseguís en dietéticas, Barrio Chino o importadores de comestibles japoneses como www.kometo.com.ar, que trae el auténtico Ajinomoto), todos los caminos del paladar parecen conducir al umami.

EL SEXTO: LA GRASA


Ahora dicen que los sabores básicos ya no serían cinco, sino seis. Investigadores de la Washington University de St. Louis, Estados Unidos, juran haber localizado un receptor químico en las papilas gustativas de la lengua capaz de reconocer las moléculas de grasa y detectar, así, el gusto específico de los alimentos ricos en ella. La novedad radica en que no todos las captamos con igual intensidad, lo que explicaría la tendencia de algunas personas –aquellas que menos perciben el sabor “fatty”– a consumir más comidas grasosas. Las conclusiones abren la puerta al desarrollo de futuros tratamientos contra la obesidad: la idea es buscar mecanismos para incrementar o reducir la sensibilidad a los ácidos grasos en función de las necesidades nutricionales de cada individuo.

Por Ariel Duer / Ilustración: Celeste Rodríguez

Fuente: Planeta Joy





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