El Gourmet Urbano: Extremadura, tierra adentro: tan natural, tan sabrosa

domingo, 30 de agosto de 2015

Extremadura, tierra adentro: tan natural, tan sabrosa

A veces no hace falta irse lejos para encontrar territorios preciosos, por su paisaje y por la cantidad de placeres gastronómicos que producen. Así ocurre con Extremadura, cuna de algunos de nuestros productos más suculentos.

“El cerdo ibérico es completamente diferente al blanco”. Distinto por su color, por su manejo, por su calidad. Una de las diferencias más importantes es que, por regla general, el cerdo ibérico se cría al aire libre de la dehesa, come todos los productos naturales que ésta da, y en el momento del cebo, entre noviembre y marzo, se engorda y ultima para el sacrificio con la bellota, el fruto de la encina.



De esta raza, de ese sistema de crianza y engorde, resulta el jamón de cerdo ibérico de bellota, uno de los alimentos de más alta calidad en su clase y que solo se da en España, producto de un cerdo que también existe solo en la Península Ibérica”.

Son palabras de Alberto Oliart que durante 18 años presidió ACERIBER, la Asociación de Criadores de Ganado Porcino Selecto Ibérico Puro y Tronco Ibérico. Palabras de su artículo El cerdo ibérico publicado el 26-12-88 en el diario ABC. En el mismo artículo lamentaba la actitud de las autoridades sanitarias y ganaderas hacia los criadores de esta raza única, amenazada con desaparecer tras la peste porcina africana, además de las posteriores restricciones de movimiento no solo de animales, sino también de productos. Sin duda, mucho le debe la dehesa, ese mar de encinas que, llegado el otoño, alimenta con la montanera las piaras de cochinos. No, no podemos imaginar la dehesa y el sector del porcino ibérico sin el esfuerzo de aquel niño que aprendió los oficios de la misma de la mano de su abuelo Juan en la Hacienda San Rafael. “Mi abuelo Juan era un dominus amante de la inteligencia y de la verdad; él me acercó a los libros y a la tierra. Desde entonces, siempre me han acompañado éstos y la pasión por esta tierra”, nos dijo un día. La tierra, los libros, los amigos, Jaime Gil de Biedma, Alfonso Costafreda, Juan García Hortelano o Carlos Barral quien, tras verlo con una americana de pana negra, al día siguiente apareció con una de pana marrón bajo los claustros de la Universidad Central de Barcelona donde estudiaban. A Oliart, ese Oliart al que un día Adolfo Suárez quiso tener a su lado, le debemos, junto a otros, el disfrute de llevarnos a la boca un manjar de intenso color rojo, veteado de finísimas grasas, con potentes y penetrantes aromas y que nunca faltó en la mesa del Gran Carolo. Sí, nunca faltaron los perniles en la mesa del emperador, como tampoco faltaron en las bodegas del Monasterio de Guadalupe, donde en el Libro de los oficios se habla de la matanza y del tratamiento de las chacinas.

Hoy, pasados los días oscuros, se puede decir que el camino conduce a la esperanza, una esperanza construida desde la exigencia en todos los procesos y con un seguimiento de trazabilidad único, que va desde el campo, cuando la paridera, hasta la certificación final. Éstas últimas, dependiendo de la montanera, pueden alcanzar las 120.000 anuales entre jamones y paletas, lo que supone un negocio entorno a los 35 millones de euros, de los cuales un 3% proceden de la exportación a países como Francia, Reino Unido, Italia, Portugal, Japón o Méjico.

Tras los aromas del jamón, tras los paisajes de encinas, tras los del aceite de Monterrubio, llegamos a los paisajes del vino y sus ciclos vitales, en Tierra de Barros. Ahí, en medio de las enormes llanuras, encontramos la retorcida desnudez de las vides en el invierno; también la fertilidad de los racimos arropados por lujuriosos tonos verdes y, ya llegado el otoño, los púrpuras que todo lo incendian. De estos paisajes, y desde antiguo, el vino. Ahí está el kylix de Medellín, la copa con la que griegos y tartesos bebían el vino. También vemos referencias al vino en el mosaico de la Casa del Anfiteatro de Augusta Emérita, fechado en el siglo III, donde podemos ver en su parte central a tres hombres que pisan la uva entre zarcillos.

El vino, desde ese tiempo antiguo en estas tierras. Un vino donde cada día se deja sentir más la mano del hombre, sus conocimientos, tanto en las viñas mismas como llegada la hora de la vendimia o de la elaboración en las bodegas. Sin duda, el desarrollo de una moderna enología está dando todo un impulso a la Denominación de Origen Ribera del Guadiana, un impulso que hace que los vinos acogidos a la Denominación de Origen lleguen a los consumidores de medio mundo, desde Estados Unidos a China o a Japón, pasando por la práctica totalidad de los países de la Unión Europea, siendo Dinamarca el principal consumidor. Son casi medio millón de botellas las que se dedican a la exportación, mientras que al consumo interno se certifican 2.880.000 botellas. El total de la producción alcanza un volumen de negocio de casi ocho millones de euros.

Dejando las cifras y regresando a los paisajes del vino, nos merecerá la pena recorrerlos despacio, acudiendo a sus bodegas, a sus viñedos, a la poderosa presencia de Sierra Grande, elevándose abrupta sobre la inmensidad de los viñedos, acudir a la herencia mudéjar en Zafra, en Palomas, en Llerena, también en Guadalupe, o sentir la fuerza casi telúrica de la imponente presencia del Castillo de Feria emergiendo sobre el encalado caserío donde se urden aromáticas sopas de tomate. Y siempre en las alacenas, en las bodegas, el jamón y el queso.

Viajar por Extremadura es ir encontrándose a cada paso paisajes que alimentan los aromas y los sabores de unos frutos pegados a la naturaleza. Las piaras, los rebaños de cabras, de vacas retintas van saliendo al encuentro de los viajeros, mientras en los cielos planean diferentes aves, las rapaces, los avejarucos, rabilargos, oropéndolas…

Sobrecogen los paisajes esteparios de La Serena o de Los Llanos de Cáceres donde se dejan sentir las esquilas de los rebaños de merinas, que, en los atardeceres, rumian finísimos y aromáticos pastos, y que después descubriremos en los poderosos e intensos sabores de los quesos de La Serena o en la suculenta untuosidad de las Tortas del Casar.

Desde esas altiplanicies cacereño-trujillanas hacia el norte se vislumbran las sierras de Gredos, de Tormantos, de Traslasierra, y ahí los primorosos huertos que dan vida a los pimientos. Los secaderos los irán preñando de aromas ahumados antes de la molienda, de la que surge el pimentón de La Vera.

También, en esas mismas laderas aparecen los bancales donde crecen los cerezos, su luz de cal que, en primavera, todo lo salpica, y que en los otoños, cuando se deja sentir el rugir de las gargantas, se torna rojiza como la de estos pequeños frutos. Cerezas, picotas del Jerte, las que tanto gustaban ya en el siglo XVI al médico y humanista Luis de Toro, quien dejó escrito: “(…) gozamos, como tengo dicho, de múltiples géneros de cerezas de un gusto y tamaño extraordinarios, rojas, negras y de un color intermedio parecido al vino”. Desde entonces, desde esos días lejanos de Luis de Toro, los agricultores del Valle del Jerte se han venido afanando en domesticar las abruptas laderas de las sierras, formando bancales donde cultivar los cerezos, que de mayo a julio, nos ofrecen su fruto carmesí. Alemania, Países Bajos e Inglaterra son el destino, entre otros países de la Unión Europea, de casi el 70 por ciento de la producción de las Picotas del Jerte, el resto de los más de siete millones de kilos se quedan en casa, en nuestros mercados y fruterías, y ahí, y sin saber por qué, dicen que nace la tentación de lo carmesí.

Autor: César Serrano. Imágenes: Álvaro Fernández Prieto

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