El Gourmet Urbano: Los lenguajes del rosé

miércoles, 8 de agosto de 2018

Los lenguajes del rosé

Los rosados clásicos suelen ser secos y pálidos, y grandes cómplices de la gastronomía. Provienen, por lo general, del este de España y el sur de Francia, aunque la mayoría de los países vitivinícolas genera versiones ajustadas a su clima y tipo de suelo.

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El clima seco y los cielos despejados parecen finalmente estar de vuelta.


En el centro y el norte del país, donde los veraneantes nacionales suelen programar sus días de descanso, el consumo de comidas ligeras y bebidas refrescantes está a la orden del día. Entre jugos y limonadas, cervezas y refajos, los vinos rosados vuelven a repuntar.

Son varias las razones.


Una, son aliados ideales para pasar gratas horas de esparcimiento al lado de la piscina o frente al mar; otra, agradan a hombres y mujeres, y acompañan, como ningún otro, ensaladas veraniegas y platos livianos como pescados, pastas, arroces y pizzas; finalmente, ofrecen una interesante variedad de estilos, desde semidulces hasta muy secos, lo mismo que pálidos, intensos y espumosos.

Gustan, y cada vez más —principalmente a los millennials—, porque transmiten sensaciones de frutas rojas frescas, como fresas, frambuesas, cerezas, naranjas, moras, mandarinas, y, en el caso de los más complejos, pimentón rojo, menta y hojas de tomate. Nada de chocolate negro, caja de puros, tierra húmeda ni taninos fuertes.

Los rosados clásicos suelen ser secos y pálidos, y grandes cómplices de la gastronomía. Provienen, por lo general, del este de España y el sur de Francia, aunque la mayoría de los países vitivinícolas genera versiones ajustadas a su clima y tipo de suelo.

Los españoles y franceses muestran tonalidades asalmonadas o de piel de cebolla, tanto por el tipo de variedades tintas incorporadas como por los métodos de elaboración utilizados. En particular, los rosados españoles y franceses se preparan con una variedad o una mezcla de uvas regionales como Grenache o Garnacha, Mourvèdre o Monastrell, Carignan o Cariñena, Syrah, Cinsault y Pinot Noir. Países del Nuevo Mundo, como Australia, Nueva Zelanda, Estados Unidos, Argentina y Chile, entre otros, utilizan Merlot, Malbec o Cabernet Sauvignon.

En cuanto a métodos de elaboración, las opciones son variadas.


Está el proceso de maceración, es decir, dejar las pieles de las uvas tintas en contacto con sus jugos por un período específico de tiempo. Luego, el mosto teñido se fermenta como un blanco, o sea, sin presencia de sus partes sólidas. Un contacto breve arroja un rosado pálido; un contacto prolongado, un vino más intenso.

En segundo lugar está la técnica del “vino gris” (Vin Gris, en francés), un recurso similar al anterior, pero por un período más corto.

Otro sistema es el de sangrado, consistente en retirar un cierto porcentaje del jugo de uva antes o durante la fermentación de un vino tinto. El procedimiento, por un lado, acentúa la concentración y el color del vino en ciernes, y, por otro, sirve de base para hacer un vino rosado. Los rosados de sangrado se caracterizan por ser oscuros y longevos.

En tiempos recientes, numerosos productores han decidido inclinarse por los pálidos, pues, el parecer, los consumidores (muchos de ellos jóvenes y mujeres) los encuentran elegantes y estilizados. Eso es cierto, pero, a menos que la elaboración esté en manos de enólogos experimentados, estos rosados pálidos pueden resultar simples y faltos de gracia. En cambio, los rosados intensos entregan concentración y gran complejidad.

Quizás el referente más admirado es el rosado de Bandol, confeccionado con Mourvèdre, Grenache y Cinsault. Es pálido y seco, y transmite una mágica frescura en su juventud, y, con la edad, una cascada de aromas y sabores excepcionales.

Los rosados se toman rápido, es cierto. Pero, en su mayoría, brindan una excelente relación calidad-precio, que no lastima el bolsillo.

Hugo Sabogal

Fuente: El Espectador

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