A propósito de la eterna discusión entre descriptores rocambolescos y sensatos, un lector me recordó esta nota que publicara hace unos siete años. Hoy incluso tiene la misma vigencia que antes (creo). Pasen y lean.
Lo que más sorprende a los viejos bebedores de vino es que ellos llevan años –sino décadas- dale que dale a la degustación y jamás encontraron un solo fruto rojo, ni mucho menos algún berrie. Suelen mirar desconfiados cuando el sommelier de ocasión, haciendo gala de lenguaje, les suelta como pétalos un puñado de aromas y sabores de los que apenas de oídas conocen: arándanos, regaliz, leechy (muy maduro).
El consumidor inveterado, en cambio, en su noble inocencia queda maravillado con la buena sanata, de la que apenas pescó algo, pero que con sólo repetirla, piensa, conseguirá el éxito y el aplauso, cuando no el mismo efecto mágico que obró sobre él.Como un as bajo la manga, lo guarda para una hipotética conquista.
Uno beberá recordando los viejos tiempos, en que el vino era vino y si era con “yelo” mejor por lo fresco; el otro beberá convencido de haber abierto la caja de pandora y encontrado todo el glamour al que aspira.
Nótese que hasta aquí sólo se ha hablado de personas y no del vino. Y es que en rigor de verdad, el único que puede decir o sentir algo es el consumidor. Suena tonto, pero no tanto si se mira mejor la cuestión.
De los aromas y sabores que hay en un vino, a sus descripciones, se juega todo un universo de sentidos que, por más trompo que se haga con la copa, no saldrá nunca del vino sino del degustador. Como todo lo que en vida es experiencia, el vino resulta irremediablemente autobiográfico. Esto es algo simple: si jamás se ha probado ni castañas ni arándanos, vaya uno a encontrarlos en el diccionario porque en el vino será–y es consejo– imposible.
Y entonces por qué esa porfiada insistencia de parte de bodegas, periodistas y sommeliers, en describir los vinos con un lenguaje que, de poético, resulta más un cóctel de frutas, que una sensata copa de buena compañía. Hipótesis sobran. Aunque quizás la más franca de todas sea entender que el vino, como bebida, no es mucho más que eso: un brebaje que causa placer y relajación, que estimula los sentidos igual que la vida, pero que en vez de ser a cuerpo entero viene dosificado por copas. Como juego social, en cambio, se ha ido a la estratosfera del sinsentido.
Todo, porque entre los alimentos es el más complejo y variable. También, porque entre los bienes de consumo es, rigurosa verdad, uno de los que mayor dispersión de precio tiene: del tetrabrik a la alta gama, todo es vino. De manera que entre esos extremos, entre la amplitud descriptiva y la realidad de los precios, como diría Les Luthier, solemos razonar fuera del recipiente.
Para no hacerlo, lo más sencillo es recrear lo que el vino tiene de autobiográfico. Es imposible hablar de él si no hablamos de nosotros. Y recordarlo, de paso, es más fácil sise lo asocia con situaciones de consumo antes que con el producto en sí. Por ejemplo, difícilmente se recuerde el verde acerado de un Sauvignon Blanc, mientras que unos ojos verdes que miren acerados sobre una copa resultarán imborrables. Lo mismo con las frutas: es preferible, siempre, evocar un Malbec por una cena cálida y atenta, que por sus aromas de ciruelas madura.
Aunque para ser justos con la profesión de degustador y el trabajo de las bodegas, el verdadero problema de comunicarle al consumidor una experiencia, reside en cuáles son las cosas que se comparten. Valga como ejemplo el aroma de montura que puede aparecer en un Pinot Noir. Inútil en el smog de la ciudad, es perfecto para quienes montan.
De ahí que con practicidad americana, la moda empezó por poner descriptores que fueran más o menos universales y que, en efecto, están en el vino, ya que son los mismos compuestos naturalmente obtenidos por la vid, los que generan el aroma de ciruelas, arándanos, mango y pera. Ese es otro de los misterios del vino. Lo que no es misterio, es que bebido en buena compañía todos los vinos son pardos.
Fuente: PlanetaJoy
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