Esta semana tuve que repetir el ejercicio de inspeccionar una vieja cava para establecer si las bebidas guardadas allí todavía mantenían algún soplo de vida.
Normalmente esto ocurre cuando el dueño ha fallecido y sus herederos quieren establecer si las piezas acumuladas durante años poseen algún valor.
Siempre surgen buenas y malas sorpresas. Lo habitual es que, con excepción de los destilados, muchas botellas ―especialmente las de vino― ya han dejado atrás su mejor momento o, simplemente, se han filtrado y oxidado.
Dejo por fuera de esta nota a los coleccionistas consagrados, quienes, para asegurar la protección de su patrimonio, mantienen sus bodegas con temperatura y humedad controladas, baja o nula iluminación, y en ubicaciones alejadas del ruido callejero y de aquellas paredes expuestas al sol de la tarde. De plano, muchos cuentan con cavas refrigeradas, tasadas a precios de refrigeradores de lujo. Y todo esto porque entienden que el calor, la luz y las vibraciones son mortales enemigas de estos productos.
Aquellos aficionados menos exigentes no llegan tan lejos, pero tratan, en lo posible, de reducir los riesgos, destinando un bar, clóset o despensa para poner sus botellas preferidas.
En tercer lugar vienen los consumidores ocasionales, quienes simplemente no toman ninguna precaución y terminan almacenando sus vinos y licores en cualquier lugar, exponiéndose a su pérdida parcial más temprano que tarde.
Para unos y otros, quizás lo más importante es saber cuál es la vida útil esperada de sus bebidas favoritas.
Si su afición es por los destilados o los licores de sobremesa, despreocúpese. La cantidad de alcohol y/o de azúcar presentes en los contenidos actúa como escudos de defensa contra los microbios y el oxígeno.
Por lo general, las botellas tapadas tienen una vigencia indefinida. Pero si el envase está abierto, sólo cerciórese de que permanezca bien tapado y alejado de fuentes de luz o de calor. Caben aquí whiskies, rones, coñacs, brandis, ginebras, vodkas, piscos, tequilas, mezcales, aguardientes, mistelas y licores tipo Grand Marnier o Drambuie, por ejemplo. Todo lo que pase de 20 grados de alcohol corre poco peligro.
En segundo lugar figuran ciertos vinos licorosos, como el Jerez, el Oporto y algunos de podredumbre noble o de cosecha tardía. Si los vinos de Jerez y Oporto pertenecen a las categorías de Manzanilla, Fino o Ruby, su longevidad es corta y deben consumirse poco después de haberse comprado.
Sin embargo, aquellos vinos de Jerez y Oporto sometidos a procesos previos de oxidación, mediante añejamiento en barricas de roble o sistemas de solera, tienen una vigencia bastante más larga.
En el caso del Jerez, la vida útil de un Amontillado, Oloroso o Pedro Ximénez es mayor debido a su más alto contenido alcohólico y azucarado. Y en el caso de los vinos de Oporto, los Tawny, Vintage, Single Vintage y Colheita pueden durar desde varios años hasta varias décadas.
Con el vino seco sí es obligatorio observar estrictos estándares de mantenimiento, pues en casi todos los casos son bebidas de corta vida debido a su baja cantidad de alcohol y a su sensibilidad al oxígeno y a los cambios de temperatura. Aquí vale la pena tomar conciencia de que el 99 por ciento de los vinos elaborados en el mundo han sido pensados para un consumo fresco y rápido. Sólo el uno por ciento restante se concibe para una larga guarda (de ahí su precio). Entre los primeros tenemos la mayoría de los vinos de alta rotación producidos tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo. Y en el segundo, los más complejos y densos, considerados los estandartes de las casas productoras.
Para evitarse, entonces, todos estos enredos, déjese llevar por el popular adagio de que si no espera que su cava termine en manos de un extraño o la disfruten los amigos de sus hijos y los novios y esposos de sus hijas, haga uso de ella mientras tenga bienestar y salud.
Hugo Sabogal | Elespectador.com
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