Dentro del nuevo afán por comer sano, las ensaladas han pasado a convertirse en una elección de rigor en el momento de almorzar o de cenar fuera o dentro de casa.
Dentro del nuevo afán por comer sano, las ensaladas han pasado a convertirse en una elección de rigor en el momento de almorzar o de cenar fuera o dentro de casa.
Pero la tendencia a cuidar lo que comemos también ha empezado a generar otros desequilibrios cuando optamos por acompañar nuestras ensaladas favoritas con una copa de vino. Porque está bien que le demos a nuestro organismo una buena dosis de alimentos benéficos, pero sin atentar contra la bebida que, milenariamente, ha sido considerada otro alimento saludable en la mesa, siempre y cuando la tomemos en la justa medida.
Debe reconocerse que la correcta armonía del vino con las verduras y otras plantas no siempre llega a buen término. Todo depende, por ejemplo, del tipo de vegetal elegido; o de los ingredientes complementarios, fundamentalmente los de tipo protéico; pero también del aderezo utilizado para ungir el conjunto.
Por la naturaleza ligera de un plato de ensalada, la clave está en entender que no podemos elegir vinos de mucha complejidad (tintos ni blancos). Si lo hacemos, por capricho o por desconocimiento, vamos a encontrar que la bebida se lleva por delante los encantos de la preparación, llegando incluso a arruinarla.
Pero quizás el mayor desafío lo vamos a encontrar con aderezos de naturaleza fuerte como el vinagre y los aceites balsámicos. Por lo general, y casi sin excepción, estos producen una especie de cortocircuito con el vino. La primera recomendación es evitar los vinagres vínicos y elegir los que se elaboran con cidra o arroz, mucho más bajos en intensidad. El vinagre contiene un alto porcentaje de ácido acético, característica que puede atentar contra el natural equilibrio de los vinos.
Algunas recomendaciones apuntan a que si el uso de vinagres y balsámicos es inevitable, la inclusión de una pequeña cantidad de crema de leche ayuda a bajar la potencia y, de paso, facilita el acompañamiento del vino. Otra es elegir como edecán un vino de Jerez. Su condición oxidativa encara muy bien el ataque del vinagre. Igualmente, la alta acidez de un Riesling alemán convierte este tipo de vino en otro buen aliado.
Volviendo al tema de los ingredientes complementarios, la sugerencia es elegir el vino en función de la proteína y no de las hojas o verduras. Es el caso de las ensaladas que incluyen una generosa cantidad de carnes rojas o blancas, o también pescados y mariscos. Incluso, carnes ahumadas o adosadas previamente con salsas tipo barbacoa.
Si predominan las carnes rojas, siempre vendrá bien un Merlot ligero o de mediana intensidad. Para ensaladas con carnes blancas, sobre todo aquellas que han sido previamente pasadas por una plancha o parrilla, un Chardonnay o Viognier, con un paso moderado por barricas de roble, encajará como anillo al dedo.
Si optamos por ensaladas marineras, que incluyan atún o salmón fresco, un rosado o un tinto ligero como el Pinot Noir harán los honores sin ninguna dificultad.
Ah, y cuando estemos ante ensaladas de frutas, conviene elegir vinos frescos y frutados, con acidez moderada, como un Chardonnay sin madera o un rosado del Nuevo Mundo.
Otro ingrediente que suele estar presente de manera acentuada en las ensalada es el tomate. Su alta acidez siempre pone a prueba la elección del vino acompañante. Aquí lo recomendable es elegir vinos italianos tipo Valpolicella, caracterizados por un alto nivel de acidez natural y que, por lo tanto, contrarrestan los efectos del tomate fresco.
El yogur –especialmente el griego– es hoy un aderezo de rigor en muchas ensaladas. Como se trata de un lácteo cremoso pero ligeramente amargo, un rosado chileno, argentino o, incluso, español hará bien la tarea, lo mismo que algunos blancos neutros como el Pinot Grigio.
Las ensaladas con aderezos orientales piden a gritos vinos blancos con buena acidez, pero con una definida carga aromática. Pensemos, por ejemplo, en un Torrontés argentino.
Hablando de lácteos, los quesos en las ensaladas ponen sus propias barreras. Son los casos del queso de cabra y del queso azul. El primero arrasa con lo que encuentre a su paso. Por eso es preferible tener a la mano un Sauvignon Blanc, seco y ácido. Ahora, si la presencia de queso azul es protagónica, convendría elegir un blanco ligeramente dulce, servido a una temperatura más baja.
Las ensaladas de pasta son menos desafiantes. Como por lo general se mezclan con mayonesas, la clave está en escoger un vino blanco suave como un Chardonnay sin madera o un Chenin Blanc.
Y si la opción de ensaladas es aún mayor, no hay que devanarse los sesos. Disponga de un Sauvignon Blanc o de un rosé muy afrutado.
Por tanto, no se deje vencer por aquellos que piensan que, como las ensaladas son difíciles de armonizar con los vinos, mejor evitarlos.
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