En una reciente cata ciega de rodaballos de distintas procedencias celebrada en el activo y siempre on fire asador donostiarra Aratz con independencia del resultado, que tiene por supuesto su interés, hay que resaltar la disparidad relativa de criterios entre los miembros del jurado. Tal vez no haya sido algo habitual someter a este egregio pescado plano a catas de este estilo conformándonos con relamernos de gusto con el papeo de sus gelatinosas pieles y sutiles carnes, por lo general siempre oficiados a la parrilla según nuestra tradición (no tan antigua).
Uno de los rodaballos de la cata ya hecho a la parrilla. Foto: Igor Cubillo
En cuanto a la cata en sí, el rodaballo más valorado resultó el francés, seguido del danés, el holandés y, finalmente, el de piscifactoría. En cualquier caso, los cuatro resultaron de bastante nivel para los asistentes. Opiniones muy autorizadas del jurado señalaron al efecto puntos (al margen de la puntuación) de mucho interés. Entre ellos, podemos destacar que los franceses trabajan el pescado como nadie, lo que repercute en su calidad y lo hace, lógicamente, más caro. A eso hay que sumarle que el rodaballo francés se pesca en la zona en la que se unen los mares del Norte y el Atlántico, lo que hace que en la zona haya grandes corrientes que influyen en la adecuada textura de la carne.
En cuanto al holandés y el danés, se los calificó como dos pescados similares, con la diferencia de que en Dinamarca abunda más, lo que hace que, además de estar disponible casi siempre, su precio sea más asequible. Y el hecho de ser pescados en el mar del Norte, mar de aguas frías y movidas, da carácter a estos tres pescados. Alguien cargado de razones habló del pescado de
piscifactoría alabando bastante su calidad y destacando como gran ventaja el hecho de que la cría en cautividad permite una regularidad en precio, de manera que en este producto no se dan las grandes oscilaciones que también se registran en el resto de pescados.
Y es que además, en el reciente pasado, criar el rodaballo era un proceso complicado, bastante deficiente. Hoy en día las nuevas técnicas de laboratorio han permitido que su cría sea un proceso más sencillo, además de que se invierte mucho en I+D para ir mejorando las especies y, por ello, la calidad del producto. Aunque eso es presente, conviene repasar un poco la historia y aspectos más desconocidos del tema. Se ha dicho en innumerables ocasiones que el rodaballo es el pez más piropeado de la historia de la gastronomía. Este camaleón marino, que se mimetiza con las arenas del fondo oceánico, fue símbolo del lujo y el monarca de los pescados planos de la Roma antigua, hasta el punto que un rotundo ejemplar de este delicioso pescado superaba, según parece, el precio de un novillo. Ya antes, en la Grecia clásica, se le llamó pez lira (por su forma) y fue consagrado a Apolo, dios de la poesía. Sin ir tan lejos, en Galicia fue objeto de grandes discusiones teológicas entre los monjes benedictinos. En ese sentido, Álvaro Cunqueiro señalaba que “los monjes de Samos se dice que consultaban a los de Poyo si era posible comerlo en tiempo de Cuaresma, tan graso no fuese carne” y por ello un pescado inapropiado para consumirse en días de abstinencia. De ahí deriva su curioso apodo de Rey de las cuaresmas. Por cierto, menos prejuicios que los monjes de la antigua Galicia debió tener el cardenal Lorenzo Campegio cuando en abril de 1536, en pleno ayuno cuaresmal, ofreció al tragaldabas del emperador Carlos V un suntuoso banquete en el que figuraba en lugar preminente “sopa de rodaballo a la veneciana”. Asimismo, no le pareció impropio de las privaciones cuaresmales otra de las golosinas ofrecidas, como fueron unas singulares truchas de lago azucaradas. Sin duda su fama no es inmerecida y en un tratado sobre pescados del siglo XVII se refiere al rodaballo de la siguiente forma: “Todos los entendidos alaban mucho la carne de este pescado, diciendo que es muy sana y útil, muy buena para comer, que su gusto es exquisito, que se digiere fácilmente, alimenta mucho, fortalece a
los enfermos y no contiene jugos perjudiciales”.
Hoy día, la fama de sus virtudes es tan prolija como la de sus preparaciones que únicamente exigen la suavidad, la sutileza, por respeto a sus prietas, blancas y delicadas carnes, pletóricas de un intenso sabor a crustáceos, de los que se alimenta el rodaballo. Entre las más clásicas de estas elaboraciones (hoy algo olvidada), de una sencillez apabullante está la de oficiarlo simplemente hervido en un caldo corto. Para ello, es totalmente preciso un recipiente especial, de forma similar al pez, es decir, romboidal, que no es otro que la turbotera, cuyo nombre procede de la palabra francesa turbot que significa, por supuesto, rodaballo.
En los últimos tiempos (desde los años 70 del pasado siglo) ha cobrado una fuerza enorme en los asadores de nuestras costas, hecho a la parrilla, en entero y por supuesto siempre con su piel. Los romanos llamaban a este pez, según nos dice Teodoro Bardají, en su reconocida obra Índice Culinario, Phasianos Aqualitis, es decir, faisán acuático, queriendo expresar con este nombre la elegancia, la suma belleza de sus formas y al mismo tiempo la bondad de sus carnes.
Cuenta además que el emperador Domiciano convocó al Senado para dilucidar cómo cocer un rodaballo gigantesco y además con qué salsa se podía servir. Tras sesudas deliberaciones de los prohombres romanos, acordaron en relación a la primera de las dudas encargar urgentemente a unos alfareros para que elaboraran una cazuela, lo suficientemente grande, para contener y poder cocer el tremebundo bicho. El Senado asignó además al emperador, a partir de ese momento, un equipo de alfareros para evitar en adelante complicaciones de este tipo con el adorado pez en cuestión. La segunda de las preguntas, formuladas por Domiciano, tuvo al parecer una respuesta chocante: “El Senado votó caso importante y al rodaballo dio salsa picante”. Estos versos ripiosos, por supuesto, no corresponden a la antigüedad sino a Joseph Berchoux, autor de uno de los libros más singulares que se conocen en el tema gastronómico, un largo poema titulado La gastronomie
ou l’homme des champs a la table (1801). En esta obra, por cierto, la palabra gastronomía con el significado que le damos hoy apareció por primera vez. Pero la afirmación de poner picante en la salsa del rodaballo hay que ponerla totalmente en cuarentena ya que es prácticamente imposible que los romanos, tan refinados ellos, destrozaran este delicado pescado con una salsa punzante y abrasiva.
Por ello, volviendo al presente, además de los rodaballos oficiados a la parrilla he podido encontrar en nuestro entorno más cercano una receta que le va de perlas. Se trata de la ofrecida por el restaurante del hotel Dolarea de Beasain creación de Héctor Cabello, compleja, auténtica y perfeccionista, como es su cocina. Se trata del taco de rodaballo salvaje (con su espina y sabrosa piel), asado con finísima y cítrica salsa Meunier (que se ha utilizado históricamente mucho más para ese otro gran pescado plano: el lenguado), además de alcachofa también asada, caviar cítrico, matices de ajo negro, lechugas, bruma de mar y berberechos al vapor.
Autor: Mikel Corcuera-Crítico Gastronómico, Premio Euskadi de Gastronomía a la Mejor Labor Periodística 1998; Premio Nacional de Gastronomía en 1999-.
Fuente: Academia Vasca de Gastronomia
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