Me paralizo cada vez que oigo y observo asaltos contra el consejo de comer carnes rojas —y de contenido graso— con Malbec o Cabernet Sauvignon, y pescados marinos con Sauvignon Blanc.
Porque si existen armonías básicas que funcionen de forma equilibrada en nuestro paladar son precisamente esas.
Porque si existen armonías básicas que funcionen de forma equilibrada en nuestro paladar son precisamente esas.
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En el primer caso, el principio rector es que vinos tánicos como los dos primeros ensamblan como anillo al dedo con comidas altas en proteína (como el ojo de bife o la punta de anca), además de eliminar de las papilas gustativas los ácidos grasos. En el segundo caso, la salinidad y el yodo de la cocina de mar se neutralizan con la afilada acidez de dicha variedad blanca. De la misma manera, la suave textura de especies como el congrio, el róbalo o la lubina encuentran en la ligera estructura del Sauvignon Blanc un incomparable aliado.
En esta ocasión, sin embargo, me ocuparé de resaltar aquellos acoples que atentan contra nuestro paladar y nuestra digestión. Así que tomen nota, porque no encontrarán forma de refutarme. Primero, partamos de la base de que la consonancia perfecta entre vino y comida es aquella en la que dos componentes se mezclan para crear una sensación notable. Por el contrario: si dichos elementos chocan, los efectos desagradables no se harán esperar. Un error craso, y muy frecuente, es mezclar una copa de champán seco con un empalagoso pastel de bodas. Los banqueteros deben advertirles a sus clientes que una torta de este tipo va mejor con un espumoso dulce. De lo contrario, el dulce de la crema pastelera elevará las sensaciones amargas y ácidas del vino, y potenciará la percepción quemante del alcohol. Evite que sus invitados sufran de reflujo antes de iniciar el festejo.
Lo mismo ocurre al elegir un tinto seco y astringente para acompañar una torta de chocolate negro. Nada de abrir botellas de Cabernet Sauvignon a la hora de cantar el happy birthday. Tenga a la mano un vino de Oporto para ese momento, pues el dulzor de la bebida empalmará a la perfección con el chocolate oscuro.
Si quiere combinar platos picantes con vino, no escoja nada con alcohol elevado, a menos que le guste convertir su paladar en un horno. Vaya a la fija con una cerveza fría de bajo contenido alcohólico o un vino blanco de 10 grados de alcohol o menos, preferiblemente si posee, además, una sensación de dulzor. Cumplirán con la tarea un joven y frutado Merlot, un Moscato D’Asti italiano, un Vinho Verde portugués o un Riesling alemán. Nunca llame al mozo para quejarse si el Chardonnay que ordenó para acompañar un chorizo ni siquiera se palpa en la boca. Simplemente, el vino desaparece cuando se ingieren comidas muy picantes y grasosas. Si una de sus debilidades es la lasaña de carne, fíese de un Cabernet Sauvignon con cuerpo medio o de un Rioja con crianza. Ignore cualquier recomendación que apunte hacia un Pinot Noir, porque la elevada acidez del tomate hará trizas la bebida.
Para terminar con una nota más positiva, intente probar cualquiera de estas armonías legendarias. Las recomiendo sin vacilar. Por ejemplo, queso de cabra con Sauvignon Blanc, queso Rocquefort con Oporto, cochinillo con Ribera del Duero, espaguetis con Chianti, cordero con Rioja, pato o salmón con Pinot Noir, empanada salteña con Torrontés, cerdo o pollo al barbecue con Syrah, sushi y sashimi con Albariño y champán con caviar, si el bolsillo lo permite.
Hugo Sabogal
Fuente: El Espectador
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