Es esencial dar mucho la turra con tus fotos. MARCO VERCH (FLICKR)
Hay que aprovechar las crisis para resurgir cual ave fénix entre los pájaros vulgares. Hay que atravesar los desiertos para admirar la poesía anímica de Paulo Coelho, que nace de las cenizas de hierbas extrañas y florece en el interior de los seres de luz, como tú.
Estos tiempos inciertos de mascarillas y distancias de
seguridad que poco a poco vamos abandonando pueden servirte para planificar tu
futuro, para posicionarte en tu vida, para que germine el talento que tu jefe
o tu madre han sido incapaces de ver y que durante años has contemplado
desparramado en tu sofá entre migas de Cheetos, pijamas astrosos, un moco y
notificaciones de Whatsapp titilando en tu soledad.
Así que despega las manos de las ingles, sacúdete la panza y levántate: es hora de reinventarte, ese verbo tan proactivo, tan transversal como los bocatas de mayonesa y salchichón que te atizaste durante el confinamiento sintiéndote inmundo. Abofetéate delante del espejo y recuérdate que no eres así, #thebeautyisinside. A ti te gusta la buena vida, la comida linda, las ensaladas versallescas, los cócteles en copas salomónicas, los restaurantes decorados con lámparas de filamento y los brindis en la playa arropados en lino. Tú sueñas con pulseras en llamas más allá de Cancún. ¿Te imaginas convertir esa afición difusa en un negocio, en una Story Interminable, y encima ser adorado por miles de avatares, como cantaban The Stone Roses? ¿Quieres convertirte en influencer gastronómico y epatar a las masas con tu elegancia cuidadosamente despeinada? Pues coge el boli del Señor Maravilloso que te regalaron los compañeros de la oficina en el amigo invisible de Navidad -esa noche que acabaste vomitando en la Puerta de Tannhäusser-, porque te vamos a apañar un curso rápido para convertirte en un pavo real de la gastronomía. No te va a conocer ni la tortilla que te parió.
“¿Qué es un influencer?”, dices mientras clavas en mi corazón vacío el ventrículo rojo de tu like. Pues un personaje virtual que provoca envidia. Un ser de luz al que puedes modularle el brillo. Un arquetipo dionisíaco al que, con solo verlo o verla zanganeando en la pantalla, te entran unas ganas arrebatadoras de imitar, de apropiarte de su encanto y de su outfit y de sus nalgas y de su agenda y de sus amigos y amigas, siempre regocijados de existir. Un influencer es un sueño de ocio, a ser posible con los dientes blanqueados y un fondo turquesa. Si encima es gastronómico, se convierte en un sibarita de fantasía que salta de fiesta en fiesta y de cama en cama como aquel dandy del extrarradio que inmortalizaron Sidonie.
Es decir, que para ser influencer, tu vida actual no sirve. Tienes que programar otra, una donde te quejes de los lunes pero cuqui. El objetivo: resultar tan encantador que las marcas del sector, desde supermercados a fabricantes de granolas, latas de atún, vaciadores de kiwis o cacerolas premium paguen por asociarse a tu reputación, a tu paladar rosa salmón, a tu estilazo.
Tu nueva ocupación solo requiere una actividad: hacer fotos y subirlas a Instagram. Algunos influencers fotografían platos que ellos mismos cocinan, una habilidad trasnochada que ocupa tiempo de scroll y que además es innecesaria para influenciar a la gente anónima, que solo quiere felicidad, no picar ni escaldar. Tú te diriges a gente de la que solo te interesa su pulgar. Así que nada de cazos, lo que nos urge es una buena app como Foodie, Yummy Effect o Food Bud, capaz de hermosear cualquier lasaña precocinada o batido industrial con un buen plano cenital. Siempre cenital, #always. Porque la influencia se proyecta siempre desde arriba, para que los followers te sigan por abajo. En el entorno virtual, la vida se ordena en vertical, recuerda.
Necesitarás, eso sí, un menaje embriagadoramente pop: platos, copas, manteles y hasta palillos cuquis (palillos japoneses, por supuesto, no mondadientes, gañán). ¿Una tabla de cortar con la Union Jack impresa, aunque tóxica? Moooola. ¿Un delantal con la cara cejijunta de Frida Kahlo bostezando? ¡Genial! El arte moderno es un juego de fachadas. Fíjate en Bansky, que pinta cucamonas en cualquier lado: ¿idiota? No, millonario. Tus contenidos, pues, solo tienen que ser bonitos, no requieren un trasfondo ni mucho menos pensamiento. Haz fotos blanquísimas, tan saturadas que te ardan los ojos y desquicien los colores, donde salgas tú sonriendo como si no pudieras retener la orina un segundo más. Acompáñalas de un texto brevísimo sacado del azucarillo de un cortado, de una taza motivacional o directamente copiado de los titulares de las revistas de tendencias. Celebra con entusiasmo cada aparente mamarrachada que se te ocurra, porque revelará que eres #espontáneo, #intenso, #freedomdforjoy. Y remata el post con una lista de hashtags que agote los 2.200 caracteres máximos de Instagram. Cualquier disparate se convierte en epigrama cuando le plantas delante una buena almohadilla: #gastrofashion, #foodieheart, #gastromonguer, #impeeing, #whatever. El hashtag es un currículum de sentimientos en trenecito, una definición en morse de tu atractivo, el ovillo de Teseo para enredar a tus fans.
Y ahora, al grano, que llamarás semilla: estos son los dos tipos de contenidos que deberás alternar en tus post, con sus correspondientes consejos.
El influencer indoor es sencillo de teatralizar. Preparas por ejemplo unos macarrones infames incluso para un piso de estudiantes, o los compras precocinados con la salsa de sobre en la máquina de vending del barrio, pero los fotografías súper-de-cerca, hasta que el queso rayado se te adose a la lente y no se aprecie que están babosos y aplastados. Aplicas el filtro X-Pro II, #pastaconamor, #amolascosassencillas, clicas en publicar y lo petas en las estadísticas.
O plantas el trípode en la encimera y te retratas las manos lanzando al aire o espolvoreando algo. Al igual que en las relaciones de pareja, arrojar cosas siempre funciona en Instagram. Colocas un plato con unos huevos cocidos, unas moras, un zumo, un montoncito de pienso de desayuno y otro ítem incongruente pero ornamental, quizá un muñequito Funko de Daenerys Targaryen sosteniendo una rama de apio. Todo, en una disposición cuidadosamente simétrica (paso fundamental, porque el público virtual se marea con el desorden). Sacudes encima de semejante bodegón un tarro entero de pimentón y grabas uno segundos de vídeo a cámara lenta que muestre una nube de motas bermellonas cayendo con la misma cadencia con la que veías lloverte las collejas del cura en la clase de Religión. La mesa te quedará echa un cristo, tendrás que tirar los huevos y el alpiste y el muñeco, el plato se volverá rosa después de fregarlo, pero te hincharás a likes, que es a lo que estamos.
Más consejos. El chocolate te pirra sí o sí. Solo sabes masticar sonriendo. La tarta de zanahoria te recuerda a tu abuela, aunque en realidad te cocinara gachas. Si posas con una bebida, asoma la lengua con pícara sensualidad. Los quesos y embutidos has de fotografiarlos sobre una tabla de madera, montando un holocausto de nueces y avellanas coronado por un montón de hojas otoñales que habrás recogido mientras paseas al perro y hace caca, #tobypoopoo #jajaja. Tus manos manipulando hierbas sugieren un amor inabarcable por la naturaleza, aunque te provoquen alergia. Cómpralas clorofílicas, sea eneldo o perejil rizado, qué más da. Tampoco importa que no te guste su sabor. El caso es que pueden servirte para un combo con esta sucesión de selfies:
1. Oliendo los yerbajos tumbado o tumbada casualmente en la cama, en pijama si es de algún People’s Secret (y el estampado Disney no te marca las lorzas).
2. Cogiéndolas cual ramo de novia en el balcón que da a ese patio de luces mugriento, pero que no se verá gracias al modo retrato. Recuerda por si acaso vaciar previamente el tendal de gayumbos o bragas, porque maridan mal con tu escenario.
3. En una imagen de primer plano mientras reclinas la cabeza hacia atrás y te ríes de oreja a oreja como si el perejil te hubiera contado algo, #lafelicidadesunaactitud #ibelieveinmiracles. También puedes tápate la cara con las manos pero dejando los ojos enfocados, y con cuidado de no meterte el tallo de cilantro en el globo ocular. Ya que estamos, cómprate una esterilla y unas mallas y simula relajantes mañanas de yoga, con cuidado nuevamente de no hacerte daño. El yoga consiste en quedarte quieto con el culo apretado, nada más. Si pones un jugo détox de remolacha al lado de la alfombra de Decathlon mientras amagas la postura Trikonasana, el yoga se convierte instantáneamente en gastroterapia. Internet es magia.
Una vez tengas en tu feed suficiente material mongolo indoor, habrás de preparar tu presentación en sociedad, tu aterrizaje en el mundillo foodie, lo cual básicamente equivale a convertirse en un macarrón adosado a todo el que atesore un mínimo de notoriedad virtual. En cierto modo el influencer se apropia del talento ajeno, se atribuye el descubrimiento de lo excepcional, se engalana haciendo de espejo y encuentra su utilidad en la alabanza desaforada, “un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo”. Para eso hay que seguir a todo quisque en redes, sea pinche stagier o crítico envarado, pero sobre todo, hay que asistir a saraos. Deberás conseguir pues que te inviten a las fiestas hosteleras de tu ciudad, acoplándote al principio si fuera necesario con ese encanto que mamá se empeña en denominar “memez”. Tú, precisamente, aspiras a perder la z de semejante palabro. You were born to be a meme, babe.
Lo más sencillo para posicionarte como celebridad de extrarradio es compartir en tus stories cualquier convocatoria de bares, restaurantes o lupanares que te encuentres navegando. Etiqueta hasta la extenuación y aplaude hasta que te ardan las teclas el motivo de la convocatoria (promocionar un licor de chirivía, inaugurar una hamburguesa de tuétano, presentar la Denominación de Origen de la Patata de Profundidad). Al final, alguien husmeará en tu cuenta, te verá enajenado entre zumos, te confundirá con un influencer asentado y te meterá en la lista de alguna promoción. Una vez en el evento, localiza al responsable de comunicación de la marca que paga la francachela y felicítale por su trabajo y su estupenda labor y “me encanta tu camisa” y “qué elegancia vuestra puesta en escena”, tagueándole a la par que le hablas con el amor que no le dedicas a tu madre desde hace tiempo. Tus padres, al fin y al cabo, nunca han creído en ti.
En este tipo de recepciones probablemente servirán comida y/o bebida. Todo cuanto te ofrezcan te sabrá riquísimo antes de probarlo, o aunque luego tengas que desaguarlo discretamente en el baño. Lo importante son las fotos que obtengas, auténticos imanes para tu frigorífico de popularidad. Fotografía platos y vinos desde todos los ángulos cual director de cine porno experimental, levantándote de la mesa si fuera necesario mientras el resto de comensales se alimenta en animada charla. No te cortes, es tu trabajo. Pídele al camarero que te libere un tramo de la barra para conseguir la mejor iluminación, incluso que te ponga un aparador para improvisar una composición con copa, botella, tu escote o tu brazo musculado y un gif de corazón palpitante. Vas a los eventos para que te vean los de afuera, recuerda. Yo te imagino y ya me dan ganas de besarte.
Como a cualquier buen arquitecto, no debe haber ángulo que se te resista. GIPHY
Después de la degustación te arrojarás a las relaciones públicas empotrándote en cualquier corrillo, sobando brazos desconocidos, haciendo como que llevas en eso toda la vida, jaja, dándole la razón a cualquiera con el que hables como un gato japonés hiperexcitado, jajaja, agarrando a incautas e incautos para sacarte selfies, jajajaja, y citándolos en tus stories junto a la palabra “crac”, “genio”, “eres un ejemplo”, “pura inspiración” y cualquier otro epíteto superlativo que denote que los conoces desde antes de ponerse un mandil, #siempreaprendiendodelosmejores. Recuerda: en el mundo digital no existe la gente normal, solo hay seres exaltados de tanta emoción como imagina su aburrimiento. Con el tiempo, le cogerás el tranquillo e irás seleccionando a tus víctimas, hasta arrimarte solo a propietarios de negocios y cocineros premium: entonces, la estrella empezarás a ser tú.
Y si no lo consigues, al menos te quedará el consuelo de habernos influenciado a todos con tu amor por la comida, la bebida y la humanidad, #jajajaja, tía.
Así que despega las manos de las ingles, sacúdete la panza y levántate: es hora de reinventarte, ese verbo tan proactivo, tan transversal como los bocatas de mayonesa y salchichón que te atizaste durante el confinamiento sintiéndote inmundo. Abofetéate delante del espejo y recuérdate que no eres así, #thebeautyisinside. A ti te gusta la buena vida, la comida linda, las ensaladas versallescas, los cócteles en copas salomónicas, los restaurantes decorados con lámparas de filamento y los brindis en la playa arropados en lino. Tú sueñas con pulseras en llamas más allá de Cancún. ¿Te imaginas convertir esa afición difusa en un negocio, en una Story Interminable, y encima ser adorado por miles de avatares, como cantaban The Stone Roses? ¿Quieres convertirte en influencer gastronómico y epatar a las masas con tu elegancia cuidadosamente despeinada? Pues coge el boli del Señor Maravilloso que te regalaron los compañeros de la oficina en el amigo invisible de Navidad -esa noche que acabaste vomitando en la Puerta de Tannhäusser-, porque te vamos a apañar un curso rápido para convertirte en un pavo real de la gastronomía. No te va a conocer ni la tortilla que te parió.
“¿Qué es un influencer?”, dices mientras clavas en mi corazón vacío el ventrículo rojo de tu like. Pues un personaje virtual que provoca envidia. Un ser de luz al que puedes modularle el brillo. Un arquetipo dionisíaco al que, con solo verlo o verla zanganeando en la pantalla, te entran unas ganas arrebatadoras de imitar, de apropiarte de su encanto y de su outfit y de sus nalgas y de su agenda y de sus amigos y amigas, siempre regocijados de existir. Un influencer es un sueño de ocio, a ser posible con los dientes blanqueados y un fondo turquesa. Si encima es gastronómico, se convierte en un sibarita de fantasía que salta de fiesta en fiesta y de cama en cama como aquel dandy del extrarradio que inmortalizaron Sidonie.
Es decir, que para ser influencer, tu vida actual no sirve. Tienes que programar otra, una donde te quejes de los lunes pero cuqui. El objetivo: resultar tan encantador que las marcas del sector, desde supermercados a fabricantes de granolas, latas de atún, vaciadores de kiwis o cacerolas premium paguen por asociarse a tu reputación, a tu paladar rosa salmón, a tu estilazo.
Tu nueva ocupación solo requiere una actividad: hacer fotos y subirlas a Instagram. Algunos influencers fotografían platos que ellos mismos cocinan, una habilidad trasnochada que ocupa tiempo de scroll y que además es innecesaria para influenciar a la gente anónima, que solo quiere felicidad, no picar ni escaldar. Tú te diriges a gente de la que solo te interesa su pulgar. Así que nada de cazos, lo que nos urge es una buena app como Foodie, Yummy Effect o Food Bud, capaz de hermosear cualquier lasaña precocinada o batido industrial con un buen plano cenital. Siempre cenital, #always. Porque la influencia se proyecta siempre desde arriba, para que los followers te sigan por abajo. En el entorno virtual, la vida se ordena en vertical, recuerda.
En
este oficio, el EPI consiste en una buena funda para el móvil. GIPHY
Necesitarás, eso sí, un menaje embriagadoramente pop: platos, copas, manteles y hasta palillos cuquis (palillos japoneses, por supuesto, no mondadientes, gañán). ¿Una tabla de cortar con la Union Jack impresa, aunque tóxica? Moooola. ¿Un delantal con la cara cejijunta de Frida Kahlo bostezando? ¡Genial! El arte moderno es un juego de fachadas. Fíjate en Bansky, que pinta cucamonas en cualquier lado: ¿idiota? No, millonario. Tus contenidos, pues, solo tienen que ser bonitos, no requieren un trasfondo ni mucho menos pensamiento. Haz fotos blanquísimas, tan saturadas que te ardan los ojos y desquicien los colores, donde salgas tú sonriendo como si no pudieras retener la orina un segundo más. Acompáñalas de un texto brevísimo sacado del azucarillo de un cortado, de una taza motivacional o directamente copiado de los titulares de las revistas de tendencias. Celebra con entusiasmo cada aparente mamarrachada que se te ocurra, porque revelará que eres #espontáneo, #intenso, #freedomdforjoy. Y remata el post con una lista de hashtags que agote los 2.200 caracteres máximos de Instagram. Cualquier disparate se convierte en epigrama cuando le plantas delante una buena almohadilla: #gastrofashion, #foodieheart, #gastromonguer, #impeeing, #whatever. El hashtag es un currículum de sentimientos en trenecito, una definición en morse de tu atractivo, el ovillo de Teseo para enredar a tus fans.
Y ahora, al grano, que llamarás semilla: estos son los dos tipos de contenidos que deberás alternar en tus post, con sus correspondientes consejos.
Indoor: fotos tuyas haciendo cosas bonitas de gastronomía en casa
El influencer indoor es sencillo de teatralizar. Preparas por ejemplo unos macarrones infames incluso para un piso de estudiantes, o los compras precocinados con la salsa de sobre en la máquina de vending del barrio, pero los fotografías súper-de-cerca, hasta que el queso rayado se te adose a la lente y no se aprecie que están babosos y aplastados. Aplicas el filtro X-Pro II, #pastaconamor, #amolascosassencillas, clicas en publicar y lo petas en las estadísticas.
O plantas el trípode en la encimera y te retratas las manos lanzando al aire o espolvoreando algo. Al igual que en las relaciones de pareja, arrojar cosas siempre funciona en Instagram. Colocas un plato con unos huevos cocidos, unas moras, un zumo, un montoncito de pienso de desayuno y otro ítem incongruente pero ornamental, quizá un muñequito Funko de Daenerys Targaryen sosteniendo una rama de apio. Todo, en una disposición cuidadosamente simétrica (paso fundamental, porque el público virtual se marea con el desorden). Sacudes encima de semejante bodegón un tarro entero de pimentón y grabas uno segundos de vídeo a cámara lenta que muestre una nube de motas bermellonas cayendo con la misma cadencia con la que veías lloverte las collejas del cura en la clase de Religión. La mesa te quedará echa un cristo, tendrás que tirar los huevos y el alpiste y el muñeco, el plato se volverá rosa después de fregarlo, pero te hincharás a likes, que es a lo que estamos.
La cámara lenta es la clave. Aunque los
profiteroles sean del Covirán, qué más da. GIPHY
Más consejos. El chocolate te pirra sí o sí. Solo sabes masticar sonriendo. La tarta de zanahoria te recuerda a tu abuela, aunque en realidad te cocinara gachas. Si posas con una bebida, asoma la lengua con pícara sensualidad. Los quesos y embutidos has de fotografiarlos sobre una tabla de madera, montando un holocausto de nueces y avellanas coronado por un montón de hojas otoñales que habrás recogido mientras paseas al perro y hace caca, #tobypoopoo #jajaja. Tus manos manipulando hierbas sugieren un amor inabarcable por la naturaleza, aunque te provoquen alergia. Cómpralas clorofílicas, sea eneldo o perejil rizado, qué más da. Tampoco importa que no te guste su sabor. El caso es que pueden servirte para un combo con esta sucesión de selfies:
1. Oliendo los yerbajos tumbado o tumbada casualmente en la cama, en pijama si es de algún People’s Secret (y el estampado Disney no te marca las lorzas).
2. Cogiéndolas cual ramo de novia en el balcón que da a ese patio de luces mugriento, pero que no se verá gracias al modo retrato. Recuerda por si acaso vaciar previamente el tendal de gayumbos o bragas, porque maridan mal con tu escenario.
3. En una imagen de primer plano mientras reclinas la cabeza hacia atrás y te ríes de oreja a oreja como si el perejil te hubiera contado algo, #lafelicidadesunaactitud #ibelieveinmiracles. También puedes tápate la cara con las manos pero dejando los ojos enfocados, y con cuidado de no meterte el tallo de cilantro en el globo ocular. Ya que estamos, cómprate una esterilla y unas mallas y simula relajantes mañanas de yoga, con cuidado nuevamente de no hacerte daño. El yoga consiste en quedarte quieto con el culo apretado, nada más. Si pones un jugo détox de remolacha al lado de la alfombra de Decathlon mientras amagas la postura Trikonasana, el yoga se convierte instantáneamente en gastroterapia. Internet es magia.
Outdoor: Fotos tuyas haciendo cosas bonitas de gastronomía en saraos
Una vez tengas en tu feed suficiente material mongolo indoor, habrás de preparar tu presentación en sociedad, tu aterrizaje en el mundillo foodie, lo cual básicamente equivale a convertirse en un macarrón adosado a todo el que atesore un mínimo de notoriedad virtual. En cierto modo el influencer se apropia del talento ajeno, se atribuye el descubrimiento de lo excepcional, se engalana haciendo de espejo y encuentra su utilidad en la alabanza desaforada, “un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo”. Para eso hay que seguir a todo quisque en redes, sea pinche stagier o crítico envarado, pero sobre todo, hay que asistir a saraos. Deberás conseguir pues que te inviten a las fiestas hosteleras de tu ciudad, acoplándote al principio si fuera necesario con ese encanto que mamá se empeña en denominar “memez”. Tú, precisamente, aspiras a perder la z de semejante palabro. You were born to be a meme, babe.
Lo más sencillo para posicionarte como celebridad de extrarradio es compartir en tus stories cualquier convocatoria de bares, restaurantes o lupanares que te encuentres navegando. Etiqueta hasta la extenuación y aplaude hasta que te ardan las teclas el motivo de la convocatoria (promocionar un licor de chirivía, inaugurar una hamburguesa de tuétano, presentar la Denominación de Origen de la Patata de Profundidad). Al final, alguien husmeará en tu cuenta, te verá enajenado entre zumos, te confundirá con un influencer asentado y te meterá en la lista de alguna promoción. Una vez en el evento, localiza al responsable de comunicación de la marca que paga la francachela y felicítale por su trabajo y su estupenda labor y “me encanta tu camisa” y “qué elegancia vuestra puesta en escena”, tagueándole a la par que le hablas con el amor que no le dedicas a tu madre desde hace tiempo. Tus padres, al fin y al cabo, nunca han creído en ti.
En este tipo de recepciones probablemente servirán comida y/o bebida. Todo cuanto te ofrezcan te sabrá riquísimo antes de probarlo, o aunque luego tengas que desaguarlo discretamente en el baño. Lo importante son las fotos que obtengas, auténticos imanes para tu frigorífico de popularidad. Fotografía platos y vinos desde todos los ángulos cual director de cine porno experimental, levantándote de la mesa si fuera necesario mientras el resto de comensales se alimenta en animada charla. No te cortes, es tu trabajo. Pídele al camarero que te libere un tramo de la barra para conseguir la mejor iluminación, incluso que te ponga un aparador para improvisar una composición con copa, botella, tu escote o tu brazo musculado y un gif de corazón palpitante. Vas a los eventos para que te vean los de afuera, recuerda. Yo te imagino y ya me dan ganas de besarte.
Como a cualquier buen arquitecto, no debe haber ángulo que se te resista. GIPHY
Después de la degustación te arrojarás a las relaciones públicas empotrándote en cualquier corrillo, sobando brazos desconocidos, haciendo como que llevas en eso toda la vida, jaja, dándole la razón a cualquiera con el que hables como un gato japonés hiperexcitado, jajaja, agarrando a incautas e incautos para sacarte selfies, jajajaja, y citándolos en tus stories junto a la palabra “crac”, “genio”, “eres un ejemplo”, “pura inspiración” y cualquier otro epíteto superlativo que denote que los conoces desde antes de ponerse un mandil, #siempreaprendiendodelosmejores. Recuerda: en el mundo digital no existe la gente normal, solo hay seres exaltados de tanta emoción como imagina su aburrimiento. Con el tiempo, le cogerás el tranquillo e irás seleccionando a tus víctimas, hasta arrimarte solo a propietarios de negocios y cocineros premium: entonces, la estrella empezarás a ser tú.
Y si no lo consigues, al menos te quedará el consuelo de habernos influenciado a todos con tu amor por la comida, la bebida y la humanidad, #jajajaja, tía.
DAVID REMARTÍNEZ
Fuente: El Comidista - El País
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