No han sido pocas las invitaciones que he recibido durante esta larga cuarentena para participar en tardes y noches virtuales con queso, pan y vino.
Es la opción más expedita para evitar dos escenarios: las complejas y demoradas cocinadas en grupo o pedir demorados domicilios. O sea, nada que les robe minutos preciosos a tantas conversaciones e historias picantes que han quedado truncas por culpa del COVID-19.
Cortesía.
Brindis va y bocado viene, mientras el nudo de conversaciones se intensifica y el tono se pone animado. Y ahí es cuando percibo la ausencia de vinos blancos en las mesas. “Abran paso”, les digo. “¿Alguien se imagina lo malo que la pasarán esos quesos con tantos tintos servidos en las copas?”.
“¿De qué diablos habla usted?”.
“Si me dan unos minutos para explicarles, quizá muchos me lo abonarán con creces en el próximo encuentro”.
Lo cierto es que son muy pocos los vinos tintos que hacen buena armonía con los quesos, y muy pocos los quesos que se prestan para ello.
Quizás un Nebbiolo del Piamonte italiano con un trozo de Parmigiano-Reggiano. O un Oporto con Stilton. Pero no es precisamente el Oporto, en su condición de tinto, el que potencia dicha experiencia antológica. No. Es que los quesos azules, como el Stilton o el Rocquefort, con sus sabores ácidos y salinos, empalman con cualquier vino licoroso o dulce. Por ejemplo, con blancos como el Sauternes, del suroeste francés, el Tokaji, de Hungría, el Icewine, de Alemania y Canadá, o los blancos de cosechas tardías.
Si optamos por ser más incluyentes, podríamos pensar que algunos quesos duros y semiduros —como el Gouda curado, el Manchego añejo y el Pecorino— pueden hacer buena pareja con tintos como Syrah, Merlot, Cabernet Sauvignon e incluso Sangiovese y Tempranillo. Más allá de estos casos, los tintos se quedan cortos o se pasan de la raya, arruinando la experiencia de acompañar quesos con vinos, que es, en el fondo, lo que también nos debiera convocar en encuentros remotos o presenciales.
¿De dónde viene este hábito de combinar quesos y vinos tintos, excluyendo los blancos?
Algunos cronistas atribuyen la costumbre a la Inglaterra victoriana, cuando era usual que, terminada la cena, las mujeres se marcharan a la sala y los hombres se quedaran sentados alrededor de la mesa dando buena cuenta de las tablas de queso y los tintos que habían sobrado, sin prestarles atención a los acoples ni a los desencuentros en el paladar. A partir de ese momento se consideró que tomar tintos con quesos, por encima de todo, era un asunto masculino, y el hábito se extendió rápidamente por el mundo.
Los que han estudiado el asunto pregonan, sin descanso, que las mejores armonías entre quesos y vinos se obtienen con los blancos.
¿Quién cuestiona la magia producida al mezclar queso de cabra con Sauvignon Blanc, Chardonnay con Gruyère, Riesling con riccota, Prosecco con parmesano, Pinot Grigio con mozzarella espumoso Brut con Brie, Moscato de Asti con gorgonzola, o Chardonnay con Brie?
Los blancos, con su acidez y características frutales, resaltan la cremosidad de varios quesos y equilibran los sabores agrios y salinos de muchos otros. Así es que, en la próxima velada virtual, deberíamos jugar un poco más con la elección de quesos y vinos, rompiendo ese infundado hábito de que los quesos solo van con tintos. En la mayoría de los casos es al revés. Créanme.
Hugo Sabogal
Fuente: El Espectador
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