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«La sumillería española ha progresado admirablemente en pocas décadas, gracias a la concienciación de no pocos empresarios del sector, que descubrieron más pronto que tarde lo rentable que termina siendo»
Un sumiller es una «persona experta en vinos y licores que, en los grandes hoteles y restaurantes, sugiere a los clientes la bebida apropiada para la ocasión», nos explica el Diccionario de la Real Academia Española.
Dicho vocablo, cuyas raíces lingüísticas se remontan al término francés sommelier, se aplicaba también, siglos atrás, a los superiores de algunas dependencias de palacio, como el sumiller de corps, que tenía entre sus obligaciones el cuidado de la cámara real. Y hasta se inventó una variante del cargo, el llamado sumiller de cortina, que era el eclesiástico encargado de asistir a sus majestades cuando iban a la capilla, ocupándose también de bendecir la mesa real en ausencia del capellán mayor. O sea que los sumilleres celtíberos de antaño no eran simples «camareros de vinos», como le gusta reivindicar a mi admirado Josep Roca.
La historia de la monarquía española, desde los Austrias hasta los Borbones, documenta al detalle quién fue el sumiller de palacio con cada rey: solía tratarse de duques o marqueses que alcanzaban un nivel de confianza casi fraternal con el detentor del trono, supongo que haciendo labores de alcahuete o facilitador. Curioso que, durante el reinado de Alfonso XII, dicha figura fuera suprimida…
¿Fueron nuestros vecinos gabachos quienes inventaron el moderno concepto de sumillería? Probablemente. Como en la corte francesa al sumiller de palacio se le llamaba chambelán real, debieron dejar reservado el papel de sommelier a otros menesteres más lúdicos y menos complejos; no en vano, el origen de la dichosa palabra se remonta al latinajo sumer-sumere, que significa «absorber un líquido o beber». Así que, desde el siglo XVII, se llamaba así al lacayo encargado del servicio de vinos en una casa noble, el cual era asimismo custodio de la llave de la bodega.
Everybody Wants A Key to My Cellar, reza el título de una vieja canción de 1919, popularizada por el gran Bert Williams, quien fue de lejos la mayor estrella de color de la música popular estadounidense en los años previos a la Prohibición. Pues bien, el acceso a la cava y el control de los stocks de vino ha sido siempre un asunto de primer orden en la intendencia de los grandes châteaux del Hexágono y, cuando la simpática revolución de 1789 envió a la mayoría de sus propietarios a la guillotina o el exilio, los chefs y maîtres d’hôtel de aquella aristocracia decreciente crearon el concepto de restaurante que ha llegado hasta nuestros días, con sus distintos rangos en cocina y sala y, por supuesto, su sumiller.
Desde hace algún tiempo, en el primer mundo se celebra cada 3 de junio el Día Internacional de Sumiller, para rendir homenaje a este digno oficio y conmemorar, de paso, la fecha en que fue creada en 1969 la Association de la Sommellerie Internationale. Siempre me enternece cómo estamos remplazando el anticuado santoral católico de nuestros mayores por un calendario laico que inventa fechas conmemorativas con el fin de luchar por los derechos de las minorías o promocionar las croquetas. Pero, como diría Prince, es el signo de los tiempos. Y además, ¿por qué no iban a tener su día señalado los sumilleres si lo tiene incluso la tarta de queso?
Yo crecí en una España en blanco y negro, donde los comedores públicos que frecuentaba mi familia no tenían esa figura entre el personal de sala. Todo lo más, el maître alargaba a mi padre una escueta lista de vinos embutida en un gastado forro de plástico y, si era día de fiesta mayor, se ordenaba una botella de Paternina Banda Azul, de Monopole o de Diamante. Así que, en los 80, cuando empecé a reservar por mi cuenta en restaurantes con cierto barniz gastronómico, el personaje del sumiller me dejó absolutamente fascinado.
Para empezar, llevaba un mandil de cuero negro que le debía dar un tremendo calor. ¿Por qué? Supongo que por el polvo que debía emanar de los viejísimos grandes reservas de Rioja atesorados a buen recaudo en inaccesibles bodegas subterráneas y, sobre todo, para marcar distancias con los jefes de rango o comis. Además, lucía con orgullo, colgado del cuello con una gruesa cadena, un taste-vin plateado: utensilio bastante ortopédico con forma de cenicero, que sirve teóricamente para catar el caldo –entonces se decía así, sin que se ofendiera nadie– antes de servírselo al comensal.
Eran tipos de mirada circunspecta con tendencia al mostachón que no solo administraban la bodega del establecimiento, sino que entre sus funciones figuraba la de asesorar al caballero –las damas no elegían el vino y apenas bebían en público– sobre la botella más adecuada para acompañar la vaca a la moda o la langosta en salsa americana. ¡Y a ver quien era el guapo que ponía en duda su docto criterio!
Aquella generación de sumilleres pioneros no sabía nada de certificados profesionales como los de The Court of Master Sommeliers (CMS) o The Wine & Spirit Education Trust (WSET), que hoy embelesan a cualquier debutante en el oficio. Pero suplían el hecho de no haber pisado viñedos icónicos ni haber probado numerosos vinos de leyenda con una sicología innata del público que habría cautivado a un psicoanalista vienés e incluso a un entrenador de fútbol argentino.
Recuerdo los nombres de algunos de esos precursores con los que tuve la suerte de interactuar y que luego se convirtieron en amigos: Custodio López Zamarra, Jesús Flores o Luis Miguel Martín en Madrid; Agustí Peris, Manel Pla, Juan Muñoz o Joan Carles Ibáñez en Cataluña… Y tantos otros en distintos lugares de la piel de toro, desde José María Ruiz en Segovia hasta Mariano Rodríguez en San Sebastián.
«Cada uno con su estilo, con su personalidad, sin ellos no estaríamos donde estamos. Lo más destacable, sin duda, es la pasión que nos transmitieron por el servicio y el vino», señala Ferran Centelles, ex sumiller de elBulli y responsable de los libros sobre vino de la Bullipedia, quien destaca asimismo como la única Biblia para los profesionales del sacacorchos el Manuale del sommelier. Il Vino a Tavola (1976) del italiano Guiseppe Vaccarini.
«En solo 20 años las cosas han cambiado y mucho. Quién nos iba a decir que la sumillería sería una actividad tan reconocida y popular», explica, para luego advertir que «un sumiller no puede seleccionar el mejor vino si no conoce regiones o no sabe catar» y que prefiere «un sumiller que sepa atenderme con perspicacia y cariño, que me ofrezca una sonrisa sincera y que tenga empatía, a uno que sepa todos los Grand Crus de la Borgoña».
Efectivamente, la sumillería española ha progresado admirablemente en pocas décadas, gracias a la aparición de cursos de capacitación impartidos por las cámaras de comercio y a la concienciación de no pocos empresarios del sector, que descubrieron más pronto que tarde lo rentable que termina siendo, para la cuenta de resultados, tener un buen sumiller en nómina. Pero el problema del éxito social suele ser siempre el mismo: la suficiencia, cuando no la chulería o, como denunciaba Joseph Puig en un artículo, incurrir en «un vocabulario distante e inútil, pero sobre todo sectario, frustrante y cruel».
«Tengo la sensación de que, en el mundo del vino, al igual que en el de los negocios, cuanto menos se entienda y más raro sea, más dinero se consigue», apunta otra ex elBulli, David Seijas. «A muchos sumilleres súper preparados les falta esa parte de humildad y de interpretación de cada cliente. A menudo dan conferencias a los comensales o les suelen corregir sus elecciones… Un gran maestro de hacer feliz al comensal era mi añorado y querido Juli Soler. Siempre recordaré sus consejos a la hora de acercarme a una mesa. ‘¡Nunca sabes a quién tienes enfrente sentado! ¡Puede que sepa más que tú!’, nos decía. ‘¡Estas parejas han venido a cenar entre ellos y no contigo!’, repetía».
«Para camarero de vinos, sumiller o empleado de sala no vale cualquiera. La hostelería no es un ganapanes para gente poco seria. Es absolutamente necesaria una formación, idiomas, saber estar y buen hacer», señala María José Huertas, sumiller del restaurante madrileño Paco Roncero. «Hace falta desarrollar destreza, un sexto sentido, saber cuándo contar una historia larga, una película corta o estar en la sombra e incluso desaparecidos».
Y el maestro indiscutible del oficio, Josep Roca (El Celler de Can Roca) , asevera: «A veces parece que la figura del sumiller es excesivamente pomposa y creo que no debe dejar de ser cercana. Es verdad que hoy la profesión permite estar en el mundo del marketing, de las bodegas, de la divulgación, pero su lugar está cerca de la gastronomía. Un sumiller debe tener inteligencia gustativa y emocional, adaptación al medio y a la cocina del restaurante donde trabaje, así como saber de matemáticas y de gestión empresarial… Dentro de esto hay mucho de psicología aplicada, antropología y hasta de neurociencia, que nos permite comprender mejor los gestos verbales y no verbales de los clientes. Ayuda a atinar en las recomendaciones del vino, a partir de un conocimiento de base de la comida y de los viñedos, pero también de esa geografía humana que debemos comprender y saber escuchar con atención…
A diario, hay una capacidad para mostrarte ilusionado, con una curiosidad innata, con una inocencia atrevida que te permite ahondar en el proceso creativo y abrir caminos». ¡Grande, Pitu!
«La labor del sumiller es hacer felices a los comensales, que disfruten más con sus recomendaciones o atenciones. Es dar un plus al valor de una botella. Pero hoy día no sabemos cual es la definición real de sumiller. Antaño se encontraban en la hostelería. Hoy, nadie quiere trabajar en ella. Los horarios esclavos, los sueldos pírricos en relación a las horas empleadas, la dificultad de conciliar vida laboral y personal», sentencia con no poca razón mi buen amigo Juancho Asenjo, acaso el mejor formador de sumilleres de la península. «Sólo con una enorme dosis de pasión y de amor por lo que haces te puedes lanzar a ser sumiller en restaurante o bar de vinos. La gente que sale de un curso de sumilleres quiere trabajar en una distribuidora, de asesor, formador o en un hotel, pero huyen de la sala. Y no veo ninguna muestra de que vaya a cambiar a mejor».
En la recta final de este repaso sesgado a la profesión, me topo con un artículo del abogado malagueño y reconocido gourmet Carlos Mateos, titulado El sumiller que yo quiero, que no tiene desperdicio y del cual solo hilvanaré unas pocas frases: «Hay tantas tipologías de clientes como personas se sientan a una mesa y eso complica mucho el trabajo de un profesional que se encuentra en primera línea de esa pequeña batalla cordial que es atender una mesa. Al sumiller le corresponde la delicada tarea de complementar y aumentar la satisfacción que produce un gran plato. Es el responsable de la última pincelada, de esa copa de fino licor que redondea una comida memorable. Tiene la enorme responsabilidad de conducir al comensal a la felicidad».
«El sumiller que yo quiero identifica el espíritu de cada mesa por encima de sus comensales. Hay días festivos y días laborables; hay comidas de amigos aficionados al vino y comidas de amigos donde lo que haya en la copa importa menos que la conversación. Al profesional le corresponde identificar ese espíritu y dar un paso adelante o retroceder a la hora de sugerir un vino», prosigue Mateos. «El sumiller que yo quiero sabe catalogar a los clientes y ponerse a la altura de sus conocimientos. La labor didáctica del profesional puede resultar agradable y enriquecedora o un auténtico martirio que puede acabar por convertir una comida en un proceso irritante… El sumiller que yo quiero sugiere vinos, pero nunca trata de imponerlos. Es amante de lo ceremonial, pero lo practica con prudencia y discreción. Nada hay más bonito en una gran mesa que un decantado o la apertura de una gran botella con pinzas. Pero nada más zafio y hortera que convertir esas ceremonias en un espectáculo en sí mismas, tratando de acaparar un protagonismo que no corresponde y convirtiendo la tradición en un esperpento».
¿De verdad estamos tan mal? No creo, aunque no le falta cierta razón a Carlos Mateos en alguna de sus aseveraciones. La figura del sumiller es francamente necesaria, sobre todo en restaurantes donde el propietario o el chef –y ese es otro tema del que podemos hablar largo y tendido– no se interesan por el vino. El principal problema es cómo en algunos casos ha degenerado un oficio absolutamente vocacional en algo falso e impostado.
Los sumilleres de talla mundial que he tenido la suerte de conocer en mis viajes (Eric Beaumard, Andreas Larsson, Enrico Bernardo, François Chartier y tantos otros) eran más estudiosos que impetuosos, más modestos que demostrativos, y desde muy jóvenes habían invertido su tiempo libre y sus ahorros en viajar a conocer viñedos míticos en la otros punta del planeta. No recitaban de memoria las puntuaciones de las guías ni caían fascinados por las modas pasajeras, eran más narradores de paisajes que bebedores de etiquetas o buscadores de unicornios.
Afortunadamente, soy de los que siempre ve la botella media llena y pienso que las siguientes generaciones corregirán sin duda los excesos de celo (o de ego) de aquellas que les precedieron. Sin embargo, no puedo dejar de sentir cierta simpatía con la última ocurrencia de mi amigo Sacha Hormaechea, a la sazón dueño del mejor bistrot de la capital y diseñador amateur de camisetas con graciosas consignas. Tras el éxito de eslóganes como Generación Casi o Euskadiz, su próximo lanzamiento –inspirado en una broma de la crítica gastronómica jerezana Paz Ivisón– implora en letras blancas desde el negro algodón de la prenda: «Por favor, que no se acerque el sumiller». ¡A esto hemos llegado! Espero que los muy amables profesionales del sector nos sepan perdonar la humorada.
Juan Manuel Bellver
Fuente: The Objective
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