‘Inventing Wine: A New History of One of the World’s Most Ancient Pleasures’ (que podría traducirse como ‘Las invenciones del vino: nueva historia de uno de los placeres más antiguos del mundo’) es un libro que revalúa de raíz el concepto de la evolución del vino a lo largo de la civilización.
Para Paul Lukacs, su autor, cada época ha representado una suerte de reinvención de la bebida, porque, primero, las sociedades le han asignado al vino un valor distinto cada cierto tiempo, y, segundo, porque el tipo de vino como hoy lo conocemos es una noción relativamente nueva.
El recorrido al que nos invita Lukacs nos lleva desde el lugar y las circunstancias de su nacimiento hasta la descripción de los estilos y sabores según los gustos y percepciones cambiantes del consumidor.
Lo primero que Lukacs nos deja claro es que, durante milenios, el vino fue una bebida desagradable, mal oliente, con marcado sabor a vinagre y recuerdos nada placenteros en el paladar.
La pregunta es: ¿por qué la tomábamos y por qué la venerábamos?
Lukacs explica que, primero, los antiguos no tenían opciones. La alternativa era ingerir leche o agua para pasar los alimentos, pero ello implicaba un riesgo para la salud, porque dichos víveres estaban cargados de sustancias y microbios peligrosos. En cambio, el alcohol del vino actuaba como un poderoso desinfectante.
La otra razón es que, a diferencia de la cerveza —que claramente se percibía como un producto elaborado por el hombre—, el vino se atribuía a la magia divina porque surgía naturalmente.
Para obtener la cerveza, por ejemplo, había que recoger el trigo, machacarlo, formar un amasijo para luego fermentarlo y después beberlo. El vino, en cambio, surtía de la ruptura natural de la piel de la uva tras la maduración del fruto. Las levaduras presentes en el hollejo actuaban sobre la pulpa, convirtiendo el azúcar en alcohol. Era una especie de regalo de la naturaleza. O de seres divinos.
Pero a medida que las distintas sociedades mejoraban las propiedades del agua para subsistir, el vino se hizo innecesario. Se convirtió, por decirlo así, en una bebida de elección individual.
Fue así como empezó a saboreársela, en vez de bebérsela a secas, lo que obligó a mejorar sus métodos de elaboración para hacerla más seductora.
Pero hubo que esperar hasta el Renacimiento —entre los siglos XV y XVI— para que el consumidor comenzara a discriminarla, no sólo por su calidad, sino por su lugar de origen.
Y a partir de ese momento, cuenta Lukacs, un pequeño grupo de conocedores dio rienda suelta al concepto del goce intelectual y emotivo del vino, desencadenando una búsqueda más cuidadosa de la complejidad y la estructura, lo mismo que del equilibrio entre sus distintos componentes.
Frente a esta demanda depurada, los productores comenzaron a introducir modificaciones para evitar, por ejemplo, que el vino se avinagrara con el aire. Fueron surgiendo así envases y sistemas de cierre más seguros.
Con el movimiento de la Ilustración, en el siglo XVIII, también se gestó una clara división entre los vinos finos y de cuidadosa elaboración y los vinos de volumen, que no prestaban ninguna atención al detalle.
“Los vinos del siglo XXI no son necesariamente muy diferentes, en su esencia, a los vinos de épocas anteriores”, dice Lukacs. “Lo que sí es notorio es que son diferentes, como diferentes son los gustos de los consumidores. El vino y sus distintas formas de apreciarlo han experimentando grandes cambios a lo largo de los siglos y esos cambios son los que constituyen su permanente reinvención”.
En otras palabras, señala Lukacs, los vinos modernos son el reflejo del descubrimiento de su gran paleta de aromas y sabores, no sólo por el tipo de uva utilizado, sino por el lugar de procedencia. Y como clima, suelo y tecnología mutan permanentemente, siempre será posible abrir otra caja de sorpresas. Es una búsqueda que nunca acabará.
Fuente: El Espectador
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