Alrededor de 1700, tras la aparición de las botellas de vidrio, el diseño de etiquetas alzó vuelo. Foto: Cortesía |
En los vinos, las etiquetas cumplen el propósito de transmitir ubicación, nociones de tiempo, variedades de cepas, métodos, estilos, marca del productor, insinuaciones sensoriales y requerimientos legales, entre otras referencias.
Palabras más, palabras menos, es el mismo protocolo instaurado en Egipto hace más de tres milenios y, para apreciarlo, hay que remontarse al año 1550 a. de C., en tiempos del joven rey Tutankamón. Fue entonces cuando los jeroglíficos comenzaron a grabarse en ánforas para facilitar su identificación: tanto las destinadas al consumo del monarca como las despachadas a mercados vecinos.
Los objetos descubiertos en la tumba de Tutankamón, en noviembre de 1922, sacaron a la luz envases de arcilla que daban cuenta del contenido, tiempo y lugar de elaboración, así como el tipo de vino, nivel de dulzor, nivel de calidad, nombres del creador y propietario del viñedo. Y también si el producto era joven o añejo. Tutankamón murió en 1352 a. de C. y para su largo viaje a la eternidad se depositaron en su panteón 26 jarras de vino, 23 de cuales provenían de tres añadas sobresalientes. Sin duda, lo mejor de sus dominios.
Alrededor de 1700, tras la aparición de las botellas de vidrio, el diseño de etiquetas alzó vuelo. Se sabe que el espumoso francés Dom Pérignon fue el primero en colgarse al cuello un pequeño trozo de pergamino con los detalles necesarios de origen, uvas utilizada y año de producción.
Un siglo después, en 1800, con el invento de la litografía, la impresión de etiquetas se masificó, lo mismo que el formato rectangular, porque maximizaba el espacio para datos e ilustraciones.
En los decenios posteriores y con la modernización de la enología, la competencia rompió riendas. Así fue como los bodegueros introdujeron llamativas etiquetas con la idea de distinguirse entre sí y de hacerse notar. Casas bordelesas como Mouton Rothschild, por ejemplo, comisionaron a célebres pintores como Marc Chagal, Joan Miró y Pablo Picasso para ilustrar etiquetas con la idea de asociar su trabajo artístico y creativo a la misma confección de los vinos. Luego se desató la estampida comercial pura y dura, y los rótulos abrieron espacio a santos y santas, nombres y apellidos, animales silvestres y domésticos, flores, pinturas abstractas, poemas, accidentes geográficos, condiciones climáticas y hasta motes inverosímiles, todo con el ánimo de sacar cabeza en un entorno apretado. El objetivo, claro, es acercarse cada vez más a las expectativas del comprador.
En los últimos años, los productores introdujeron códigos QR para difundir información gráfica y videos de sus bodegas y vieñedos, y hasta experiencias de realidad aumentada. Más recientemente, y para evitar falsificaciones, las etiquetas incorporan el sistema blockchain como medio de verificar autenticidad.
En definitiva, 3.500 años después de la aparición de las primeras etiquetas, estas siguen siendo el principal vehículo de identidad de lo que cada botella esconde.
Hugo Sabogal
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