«Desde hace tiempo, me hacen una pregunta recurrente: ¿sigue siendo el vino francés el mejor del mundo? Es un interrogante con trampa, ya que quienes lo plantean casi siempre esperan que me lance a una defensa patriótica del viñedo español»
El juicio de Paris es, para el lector ilustrado, un episodio destacado de la mitología griega que terminó provocando la Guerra de Troya. Zeus escoge al príncipe troyano Paris para que haga de juez en la disputa entre las diosas Hera, Atenea y Afrodita por ver quién es la más bella. Y de aquel lío de egos divinos vino uno de los conflictos bélicos más sonados de la Antigüedad. Motivo recurrente en la obra de muchos grandes maestros del pincel, quizá recuerden ustedes las representaciones pictóricas de Lucas Cranach el Viejo, Renoir, Cezanne o esa de Rubens que puede verse en el Museo del Prado.
Para los aficionados al vino, sin embargo, el juicio de París –escrito con tilde, por tratarse de la capital gala– es el acontecimiento histórico en el cual la orgullosa Francia perdió la supremacía mediática del vino mundial. Una cata a ciegas organizada en mayo de 1976, con algunos de los mayores expertos mundiales como jurados, en la que se enfrentaron los mejores vinos blancos y tintos de California y del Hexágono con un resultado inesperado: los estadounidenses se impusieron en ambas categorías. Y el mito de los grandes châteaux y domaines ya no volvió a ser el mismo…
Desde hace tiempo, me hacen una pregunta recurrente: ¿sigue siendo el vino francés el mejor del mundo? Es un interrogante con trampa, ya que quienes lo plantean casi siempre esperan que me lance a una defensa patriótica del viñedo español y enumere los enormes progresos realizados por los viticultores de la piel de toro en las últimas décadas. Pero no suelo picar.
Por supuesto que Francia ha sido y todavía es una de las grandes potencias vitivinícolas mundiales. No sólo por el número de bodegas situadas desde hace un par de siglos en la élite planetaria, sino porque todavía manejan como nadie el relato del paisaje y el paisanaje: llámese grand cru, terroir, biodynamie, vin nature o lo que toque en cada ocasión… Nos llevan como mínimo 100 años de adelanto en la clasificación de sus terruños y la promoción de su gastronomía y su savoir vivre.
Aunque hoy se hacen grandísimos vinos por doquier, para que una botella se convierta en objeto de deseo y símbolo de lujo, para que alcance precios astronómicos y entre en la categoría de producto aspiracional, no basta obtener los ansiados 100 puntos Parker de la revista estadounidense Wine Advocate. Hacen falta generaciones cultivando la leyenda. Y en eso, sin discusión, nuestros vecinos se llevan la palma.
Sin embargo, El 24 de mayo de 1976, año del Bicentenario, el cabernet sauvignon 1973 de Stag’s Leap y el chardonnay 1973 de Montelena se impusieron, contra todo pronóstico, en una prueba que contó con un tribunal de sabios fuera de toda sospecha: los propietarios de los restaurantes parisinos Taillevent (Jean-Claude Vrinat) y Le Gran Véfour (Raymond Olivier), el sumiller de La Tour d’Argent (Christian Vannequé), los dueños de bodegas ilustres como Romanée-Conti (Aubert de Villaine) o Château Giscours (Pierre Tari), la editora de La Revue du Vin de France… Esa es la grandeza –y la humildad– de la cata a etiqueta oculta.
El pasado 9 de marzo falleció, en su casa de Dorset (Reino Unido), el impulsor de aquel tremendo lío, Steven Spurrier. Tenía 79 años y había dedicado toda su vida al vino: primero, como comerciante y docente; luego, como consultor y periodista especializado; finalmente, como escritor y bodeguero. Siempre, con una encomiable flema y discreción, un toque de humor inglés y modales de gentleman de otra época.
«A menudo me preguntan de qué estoy más orgulloso en mi vida, en el mundo del vino, y siempre respondo que fue la creación, en 1973, de L’Académie du Vin: la primera escuela privada de vinos de Francia», recuerda en su libro Wine: A Way of Life (2018), mezcla de diario autobiográfico y antología de reflexiones sobre el sector. Claro que Spurrier se hace trampas a sí mismo al solitario, puesto que fue El juicio de París el acontecimiento que sirvió para dar a conocer y consolidar la reputación de aquel ambicioso proyecto educativo.
Su historia de amor con el vino venía de muy lejos: «A los 13 años, tras una cena de Nochebuena en nuestra casa familiar de Derbyshire, mi abuelo paterno decidió que ya tenía la edad suficiente para tomar una copa de Oporto», cuenta en sus memorias. «¿Qué es esto?», inquirió el joven Steven tras probar aquel néctar. «Es un Cockburn Vintage 1908, muchacho», respondió el abuelo. Y así es como se crean vocaciones.
Para su vigésimo primer cumpleaños, la abuela materna le regaló la membresía en The Wine Society y un armario-botellero para 12 botellas. Pocos años antes, viajando con sus padres, un adolescente Spurrier había descubierto la buena vida de los bistrots y las trattorie de Francia e Italia, «que encarnaban esa actitud civilizada de compartir una botella de vino, en comparación con la grisura de la Inglaterra de posguerra».
Luego vinieron la London School of Economics –donde inmediatamente se apuntó al Wine Club–, el primer empleo en Christopher & Co, el wine merchant más antiguo de Londres, y la decisión de irse a Provenza en 1968 (¡dos lustros antes que el novelista Peter Mayle!), tomada el mismo día de su boda con Bella, tras heredar una suma considerable por la venta de una empresa familiar. Dos años más tarde, se mudaron a París para vivir en una péniche anclada en el Sena y comprar una tienda de vinos en el 8ème arrondissement, llamada La Cave de la Madeleine, que empezó anunciándose en el International Herald Tribune con el reclamo: «Su comerciante de vinos habla inglés».
Eran los tiempos en que el circuito lúdico de los anglosajones con escaso don de lenguas que visitaban la ciudad de la luz pasaba por la librería Shakespeare and Co de la rue de la Bûcherie, la coctelería Harry’s New York Bar de la rue Daunou –donde se inventaron el Bloody Mary y el Sidecar– y, a un tiro de piedra del segundo, la bodeguita de Spurrier con su academia anexa, que atesoraba botellas de auténtico ensueño a precios razonables.
Por aquel entonces, se le ocurrió la brillante idea del Juicio de París, yéndose a recorrer Napa Valley para catar los vinos de las bodegas más prestigiosas de la zona. Se trataba de armar una selección californiana lo suficientemente cualitativa para competir con monstruos galos bordeleses y borgoñones como Mouton-Rothschild, Montrose, Haut-Brion, Léoville-Las Cases, Ramonet, Roulot o Leflaive. Aquella fue una auténtica aventura, puesto que los rudos viticultores de Napa acogieron cual chiflado al atildado dandy británico, según narra el libro de George Taber –un antiguo alumno de la academia– Judgement of Paris: California vs France and the historic 1976 tasting that revolutionized wine (2006).
Una aventura que tuvo un final inesperado cuando los norteamericanos batieron al Viejo Mundo con vinos mono-varietales de uvas francesas y un jurado absolutamente chauvinista, que apenas podía creer el resultado de los votos emitidos. Poco importa que los diarios Le Figaro y Le Monde publicaran luego sendos artículos considerando el torneo indigno de crédito y absolutamente risible. El evento ya había sembrado la duda internacional sobre la hegemonía gala, otorgando cartas de nobleza a la nueva y pujante clase bodeguera californiana, con Heitz, Ridge, Mayacamas, Chalone o Spring Mountains completando la escuadra victoriosa. Y algo parecido ocurrió, tres años después, cuando el tinto español Torres Mas La Plana 1970 (DO Penedés) se impuso a los más ilustres cabernets en la Olimpiada del Vino organizada por la revista mensual Gault et Millau. Pero esa es otra historia…
La nuestra incluso fue llevada al cine por Randall Miller en 2008, bajo el título de Bottle Shock, con el gran Alan Rickman interpretando el papel de Steven. El primer guión de la misma venía firmado por los fundadores del Festival de Cine de Sonoma Valley y la cinta terminó siendo estrenada –con buenas reseñas–en el renombrado Festival de Cine Independiente de Sundance. Así que poco broma.
Aquel acontecimiento mayúsculo, que revolucionó la percepción de los vinos del Nuevo Mundo en el mercado exterior, propinando de paso a los franceses un necesario baño de humildad, no salvaría sin embargo a nuestro héroe de la quiebra de sus negocios parisinos a finales de los 80.
De vuelta a la City, aceptó dirigir el departamento de vinos de Harrods, pero no duró mucho en el gigante del lujo por desavenencias con el Mohamed Al Fayed. Acaban de despedirle cuando coincidió en un acto profesional con la directora de Decanter, Sarah Kemp, quien le reclutó inmediatamente para colaborar en la prestigiosa revista, dirigiendo catas y escribiendo una columna mensual que el año pasado había superado ya las 300 entregas.
Su penúltima apuesta había sido el de fundar la bodega Bride Valley Vineyard, consagrada al vino espumoso, en una colina frente a su domicilio de Dorset. “Bienvenido al club”, le saludó al conocer el proyecto el barón Eric de Rothschild (Château Lafite). «Yo me sentía más como un cazador furtivo convertido en guardabosques», gustaba recordar con ironía.
El 24 de mayo de 2006, para celebrar el 30 aniversario de «la cata que cambió el mundo del vino», el propio Steven organizó una degustación a ambos lados del Atlántico con los mismos vinos. El museo Copia de Napa Valley y la centenaria tienda londinense Berry Bros. & Rudd acogieron a los catadores internacionales, muchos de los cuales habían participado en el evento original.
«Aunque algunos miembros franceses del jurado vaticinaban la caída de los tintos americanos, al final tuvieron que admitir que la armonía de los cabernets californianos les había batido de nuevo», rezaba la crónica del diario The Times. En esta ocasión, el vencedor fue el Ridge Monte Bello 1971 (Santa Cruz Mountains), seguido por Stag’s Leap Wine Cellars 1973, Mayacamas 1971 y Heitz Martha’s Vineyard 1970. El mejor tinto galo, Mouton-Rothschild 70, sólo alcanzó la sexta plaza. Spurrier debe de estar riéndose todavía en el más allá…
Juan Manuel Bellver
Fuente: The Objective
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