"Quiero sentirme cerca de mi familia, de mi abuela, de los momentos importantes" |
Laura Linares extraña sus afectos en Venezuela, de donde se fue hace cinco años, pero cuando prepara turmada siente que su casa familiar se traslada a México. El platillo, con el que ganó un concurso culinario, evoca la felicidad.
Para ella y muchos otros migrantes que buscan una vida mejor, la comida de su tierra tiene un ingrediente emocional que los conecta con lo más querido.
"Quiero sentirme cerca de mi familia, de mi abuela, de los momentos importantes", dice Linares a la AFP mientras cocina turmada en su pequeño departamento de Ciudad de México, adonde migró por la crisis venezolana y para hacer una maestría en lingüística.
Con esa receta, la joven de 29 años, originaria de la ciudad andina de San Cristóbal, fue una de las ganadoras en marzo del concurso internacional Sabores Migrantes Comunitarios, organizado por IberCultura Viva, programa de cooperación técnica y financiera entre gobiernos de la región, presidido por México.
Se trata de un guiso de papas típico de los andes venezolanos, sin la fama de la arepa, las hallacas o el pabellón de su país, pero igualmente apetitoso y entrañable.
Incluye además leche, en la que se terminan de cocinar las patatas, cebollín en porciones generosas, queso y huevo cocido.
Ritual
Aunque la turmada es un plato para compartir, Linares cuenta que nunca pensó en "sacarlo de la cocina" de su casa en Venezuela. Pero ¿qué iba a hacer guardando aquella receta en un lugar que ya no era mío?", expuso en su candidatura.
La palabra turmada viene de turma, "papa" en la lengua de los indígenas timoto-cuicas. La joven se las ha arreglado para encontrar en México las papas, el queso y la mantequilla más parecidas a las que usaba su abuela.
Para ella, ha sido una forma de reconciliarse con su realidad, pues migrar, como lo han hecho siete millones de sus compatriotas en años recientes, no fue fácil a pesar de que en México volvió a probar manzanas, uno de los muchos productos que escaseaban o resultaban impagables en su país.
"El primer año uno atraviesa como un estado de depresión", afirma la coautora de El Carrito Venezolano, libro fotográfico de productos que configuran la identidad culinaria venezolana.
Para sortear los altibajos emocionales, Linares comenzó a preparar platos criollos como pastel de plátano y bollitos aliñados (a base de harina de maíz con sofrito de cebolla, pimentón y ají dulce). "Empecé a hacer preparaciones como rituales" y como una forma de "traer mi casa", recuerda.
Esto también le ha ayudado a hacer comunidad, cocinando para nuevos amigos a quienes dice: "La arepa existe, y los tostones (frituras de plátano verde aplanadas), y la playa venezolana está muy padre, pero yo soy de un lugar que es muy frío, la cordillera andina, y están este tipo de platos que nadie conoce y que en un restaurante venezolano aquí no los van a encontrar".
Unos 340.000 extranjeros se radicaron en México en 2022, en un contexto de migración masiva hacia Estados Unidos, según cifras oficiales.
Volver al origen
México seduce paladares con un vasto mosaico de platillos, algunos con preparaciones prehispánicas como el mole, hecho durante días con chiles, especias, semillas y chocolate, que sin embargo no diluyen la nostalgia de los migrantes por las recetas de casa.
Tales evocaciones son parte de un "proceso identitario que se forja desde que nacemos", explica a la AFP el guatemalteco Edizon Muj Cumes, investigador de sistemas alimentarios de pueblos ancestrales.
Cuando "estamos en otro territorio experimentamos con otra comida, pero siempre volvemos al origen de nuestra alimentación, aquella que nos daban nuestras mamás para sentir todo este vínculo", comenta Muj, de 27 años e integrante de la comunidad maya kaqchikel, de Semetabaj (Guatemala).
Lo comprobó cuando cursó una maestría en México y se ayudó económicamente vendiendo tamales a sus paisanos con gran éxito.
Afuera de un albergue para migrantes de la capital mexicana, una escena pone de manifiesto ese cordón umbilical: un grupo de haitianos se arremolina alrededor de un compatriota que vende pollo.
Con lo que cuesta la porción (el equivalente a 5,5 dólares) podrían comprar hasta ocho tacos mexicanos. Pero el pollo está sazonado como se lo hace en la isla.
"Se me vino (a la mente) mi país, mi ciudad, mi pueblo", corrobora José Bustillos, un venezolano de 45 años quebrado en llanto cuando volvió a comer arepa casi dos meses y medio después de abandonar su país.
Laura Linares extraña sus afectos en Venezuela, de donde se fue hace cinco años, pero cuando prepara turmada siente que su casa familiar se traslada a México. El platillo, con el que ganó un concurso culinario, evoca la felicidad.
Para ella y muchos otros migrantes que buscan una vida mejor, la comida de su tierra tiene un ingrediente emocional que los conecta con lo más querido.
"Quiero sentirme cerca de mi familia, de mi abuela, de los momentos importantes", dice Linares a la AFP mientras cocina turmada en su pequeño departamento de Ciudad de México, adonde migró por la crisis venezolana y para hacer una maestría en lingüística.
Con esa receta, la joven de 29 años, originaria de la ciudad andina de San Cristóbal, fue una de las ganadoras en marzo del concurso internacional Sabores Migrantes Comunitarios, organizado por IberCultura Viva, programa de cooperación técnica y financiera entre gobiernos de la región, presidido por México.
Se trata de un guiso de papas típico de los andes venezolanos, sin la fama de la arepa, las hallacas o el pabellón de su país, pero igualmente apetitoso y entrañable.
Incluye además leche, en la que se terminan de cocinar las patatas, cebollín en porciones generosas, queso y huevo cocido.
Ritual
Aunque la turmada es un plato para compartir, Linares cuenta que nunca pensó en "sacarlo de la cocina" de su casa en Venezuela. Pero ¿qué iba a hacer guardando aquella receta en un lugar que ya no era mío?", expuso en su candidatura.
La palabra turmada viene de turma, "papa" en la lengua de los indígenas timoto-cuicas. La joven se las ha arreglado para encontrar en México las papas, el queso y la mantequilla más parecidas a las que usaba su abuela.
Para ella, ha sido una forma de reconciliarse con su realidad, pues migrar, como lo han hecho siete millones de sus compatriotas en años recientes, no fue fácil a pesar de que en México volvió a probar manzanas, uno de los muchos productos que escaseaban o resultaban impagables en su país.
"El primer año uno atraviesa como un estado de depresión", afirma la coautora de El Carrito Venezolano, libro fotográfico de productos que configuran la identidad culinaria venezolana.
Para sortear los altibajos emocionales, Linares comenzó a preparar platos criollos como pastel de plátano y bollitos aliñados (a base de harina de maíz con sofrito de cebolla, pimentón y ají dulce). "Empecé a hacer preparaciones como rituales" y como una forma de "traer mi casa", recuerda.
Esto también le ha ayudado a hacer comunidad, cocinando para nuevos amigos a quienes dice: "La arepa existe, y los tostones (frituras de plátano verde aplanadas), y la playa venezolana está muy padre, pero yo soy de un lugar que es muy frío, la cordillera andina, y están este tipo de platos que nadie conoce y que en un restaurante venezolano aquí no los van a encontrar".
Unos 340.000 extranjeros se radicaron en México en 2022, en un contexto de migración masiva hacia Estados Unidos, según cifras oficiales.
Volver al origen
México seduce paladares con un vasto mosaico de platillos, algunos con preparaciones prehispánicas como el mole, hecho durante días con chiles, especias, semillas y chocolate, que sin embargo no diluyen la nostalgia de los migrantes por las recetas de casa.
Tales evocaciones son parte de un "proceso identitario que se forja desde que nacemos", explica a la AFP el guatemalteco Edizon Muj Cumes, investigador de sistemas alimentarios de pueblos ancestrales.
Cuando "estamos en otro territorio experimentamos con otra comida, pero siempre volvemos al origen de nuestra alimentación, aquella que nos daban nuestras mamás para sentir todo este vínculo", comenta Muj, de 27 años e integrante de la comunidad maya kaqchikel, de Semetabaj (Guatemala).
Lo comprobó cuando cursó una maestría en México y se ayudó económicamente vendiendo tamales a sus paisanos con gran éxito.
Afuera de un albergue para migrantes de la capital mexicana, una escena pone de manifiesto ese cordón umbilical: un grupo de haitianos se arremolina alrededor de un compatriota que vende pollo.
Con lo que cuesta la porción (el equivalente a 5,5 dólares) podrían comprar hasta ocho tacos mexicanos. Pero el pollo está sazonado como se lo hace en la isla.
"Se me vino (a la mente) mi país, mi ciudad, mi pueblo", corrobora José Bustillos, un venezolano de 45 años quebrado en llanto cuando volvió a comer arepa casi dos meses y medio después de abandonar su país.
Fuente: Listín Dario
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