Las ollas de cocción que coparon las cocinas europeas y estadounidense se imponen como nuevo objeto de culto en la Argentina.
Uno de cada cinco hogares de Estados Unidos la tiene. El 83 por ciento de las familias dice haber comprado una en los últimos cuatro años. Sus ventas se han duplicado en la década pasada; un negocio a nivel global que mueve un billón de dólares por año. Jamie Oliver las recomienda y los sitios web de cocina del New York Times y de la BBC tienen apartados especiales con miles de recetas que la incluyen.
Leyendo estos datos, uno imaginaría que estamos hablando de una joya del siglo XXI cargada de diseño y tecnología. Sin embargo, hay objetos no necesariamente modernos que han sabido mantenerse y esperar una coyuntura favorable para transformarse en tendencia. Ésta es la historia de la olla de cocción lenta –slow cooker–, que debió esperar 75 años para volverse un electrodoméstico masivo y popular. Una olla que, en su versión más sencilla, lo único que hace es cocinar lento. Tan lento que es necesario empezar a preparar la cena al mediodía.
DE LITUANIA AL MUNDO
Su historia es, por lo menos, emotiva. Tamara Kaslovski Nauchumsohn vivía en Lituania celebrando algunas de las costumbres más tradicionales del judaísmo, entre ellas, el sabbat: desde el atardecer del viernes hasta la salida de las primeras tres estrellas del sábado, el pueblo judío no puede trabajar, usar electricidad, ni prender o apagar fuego, entre otras restricciones. Para que el cholent –un guiso típico de la cocina de Europa Oriental– estuviese listo al final del día del descanso, Tamara llevaba su olla a la panadería. Allí, con el horno apagado, tan solo con el calor residual, el cholent se cocinaba a muy baja temperatura durante la noche y todo el día siguiente. El resultado era magistral: un estofado muy nutritivo en el que un corte duro y barato de carne quedaba tan tierno que se deshacía con solo mirarlo.
Cuando Tamara emigró a los Estados Unidos, conoció al señor Naxon, con quien se casó y tuvo un hijo al que bautizó Irving. El pequeño creció con la historia del cholent en la cabeza hasta que, a mediados de los años 30, diseñó para su madre una pequeña olla eléctrica portátil capaz de calentar a baja temperatura –unos 70 grados–, perfecta para hacer el estofado y llevarlo a la mesa. En 1940, Irving obtuvo la patente de su dispositivo, al que llamó Naxon beanery all-purpose cooker. ¿Tenía sentido el artefacto en aquella época? No. Las mujeres encargadas de la cocina –no olvidemos la guerra y la misoginia de la época– pasaban su vida en la casa y la olla no aceleraba ningún proceso, ni alivianaba tarea alguna.
Fue a principios de los años 70 cuando The Rival Company le compró la patente a Naxon y reintrodujo la olla en el mercado con la marca que la haría famosa. Y tal fue la presión del marketing que, en la actualidad, Crock-pot es sinónimo de olla de cocción lenta, como Gillette es de las hojas de afeitar o Curitas para las telas adhesivas sanitarias. El contexto no podía haber sido más favorable: luego de la posguerra, las mujeres estadounidenses comenzaron a salir cada vez más de sus casas para trabajar todo el día. A partir de esta observación, Crock-pot vendía su producto con el slogan “cooks all day while the cook's away” (“cocina todo el día mientras la cocinera está afuera”). El ama de casa, entonces, preparaba la comida por la mañana, antes de salir a la oficina. Al regreso, voilá: la cena estaba lista.
GUERRA DE MICROONDAS
Durante los ochenta, las ventas de las crock-pot cayeron estrepitosamente, y todos los dedos apuntaron al microondas. Una acusación extraña, teniendo en cuenta que el artefacto cumple la función opuesta: calentar y hasta cocinar en pocos minutos. Pero lo cierto es que cocinar a baja temperatura tiene muchas ventajas y son esas virtudes las que parecen haber redimido a las ollas de cocción lenta en los últimos años.
Lo primero que hay que saber es que una slow-cooker nunca supera los 100 grados. Por lo general, trabaja a entre 65 y 90, lo cual evita que los mejores nutrientes se evaporen con el agua de una sopa o un guiso. Otro beneficio es el bajo consumo de energía: como mantienen muy bien el calor, solo utilizan electricidad durante pocos minutos, cuando decae demasiado la temperatura. Y hay más: “En estas ollas, las piezas de carne de segunda se convierten en bocados tiernos que se deshacen en la boca”, asegura Marta Miranda, editora de la web Crockpotting, consagrada al culto de este aparato. “Las legumbres salen mantecosas y enteras, los sabores se concentran y se potencian. Y podés cocinar sin tener que estar pendiente del guiso, con la seguridad de que de allí va a salir algo bueno”.
“Lo mejor es que no requiere precisión”, declaró la periodista gastronómica española Mar Calpena. “Es perfecta para preparar guisos sin receta, guiándose un poco por la intuición. Salvo que uno sea un completo desastre, es muy difícil equivocarse”.
Las crock pot han desatado en el mundo una furia de consumo que se puede ver reflejada en sitios web como el foro de Jamie Oliver, el portal español www.crockpotting.es o el grupo de Facebook Crockpotizados. Basta entrar en Amazon para buscar libros de recetas: millones de preparaciones que reúnen nuevas y viejas ideas han sido publicadas en los últimos años. Según Euromonitor, las palabras “Slow Cooker” reciben solo en Estados Unidos 600.000 búsquedas por mes en Google.
DESPACITO, SUAVEMENTE
“No somos ajenos a la tendencia”, dice Maximiliano Soto Barzola, Gerente General de Oster en la Argentina. De hecho, su marca pertenece a la Jarden Corporation, en cuyo portfolio de marcas se incluye Crock-pot. “Decidir importar una olla como ésta fue toda una decisión. Se trata de un producto nuevo que hay que imponer y que, en el cupo, nos restaba lugar para licuadoras o electrodomésticos de consumo masivo. Sin embargo, hay una generación curiosa que combina gastronomía con alimentación saludable, que ya está acostumbrada al uso de dispositivos eléctricos y que tiene muchas horas de Internet encima. Ése es el público ideal para un producto que parece caro de entrada, pero si uno resume todas sus funciones, su calidad y su consumo de energía, termina entendiendo que es barato”. La Oster sale poco más de $2000 y está a un buen precio internacional, si uno la mide con sus competidores directos.
COCINAR Y ALGO MÁS
La cocción lenta no se limita a estofados y sopas. “Lo último que he estado probando son compotas, mermeladas y también chutneys”, dice Calpena. En Estados Unidos existe una gran comunidad de aficionados que hace hasta velas, plastilina y aromatizantes naturales. Y de comer, todo aquello que responda a la técnica del baño María: flanes, budines, souffles, pasteles, chocolate a la taza, hortalizas asadas, verduras confitadas o curris. “Hasta podés darte el gusto de preparar un caldo en casa como lo hacen en los restaurantes, con sus 24 horas de cocción controlada”, concluye.
Existen gastronomías que han sido construidas en base a la velocidad. La falta de leña, por ejemplo, es el origen de la cocina china: con una placa de acero bien fina y los vegetales cortados muy chiquitos, el fuego era aprovechado en su máxima expresión para cocinar lo más rápido posible. Así nació el chau fan y los platos al wok. Un microondas y una olla a presión cocinan más rápido que sus sucesores. Durante el siglo XX, la carrera por acortar los tiempos en la cocina fue tan vertiginosa que nadie –o casi nadie– prestó atención a lo que se perdía con la velocidad. Vamos tan rápido que, lo que ayer creíamos normal, ahora es lentísimo. Inventamos el tren bala sin lamentarnos del paisaje que dejábamos de ver durante el viaje. Las slow cooker, entonces, nos dejan mirar por la ventana. Unas seis horas.
SLOW COOK, SLOW FOOD
En 1986, Carlo Petrini se paró frente a la entonces flamante puerta del primer local de McDonald’s en Piazza di Spagna –Roma– para protestar contra lo que el percibía como un ataque al corazón gourmet italiano. Aquel día nació Slow Food, un movimiento multidisciplinario que hoy cuenta con más de 100.000 asociados de unos 170 países, y que reflexiona contra la cultura del fast food, postulando que un alimento debe ser bueno, limpio y justo. Las crock pot no están solas: una filosofía global sobre la alimentación las acompañan.
Por Tomás Linch
Ilustración: Paula López
Fuente: Planeta Joy
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