Cuestionados por los sabores existentes, todos recitamos de memoria los archiconocidos ácido, dulce, amargo y salado. Pues bien, a este listado debemos añadir un quinto elemento de nombre nipón: el umami. Su descubrimiento data de principios del siglo pasado pero no ha sido hasta principios del XXI cuando se han logrado identificar sus receptores. Desde entonces, mucho se ha escrito y dicho sobre el umami e incluso hay quien asegura ser capaz de encontrarlo y ofrecerlo en determinados vinos. ¿Realidad o moda?
Fotografías: La Rioja Alta S.A.
Nuestro órgano gustativo, la lengua, nos ha permitido siempre distinguir cuatro sabores básicos en los alimentos y en el vino. Pero, desde hace casi una década, diversas investigaciones científicas han desvelado la aparición de un sabor diferente que no puede encasillarse dentro de ninguno de los cuatro clásicos -agrio, dulce, amargo y salado- y que no puede formarse por ninguna combinación de los mismos. Se trata del ‘umami’, descubierto allá por 1908 por un profesor de la Universidad Imperial de Tokio, de nombre Kikunae Ikeda.
Este doctor japonés percibió, en una típica sopa oriental de algas kombu deshidratadas, un sabor distinto que merecía ser estudiado y analizado. Así, Ikeda extrajo de esta alga un aminoácido llamado glutamato y que también se encuentra en el cuerpo humano como responsable de de enviar mensajes químicos al cerebro y, también, en alimentos con gran presencia de proteínas, como el queso, el pescado, las carnes rojas o la leche materna. Así nació el umami, cuya traducción del japonés, es “sabroso” o “apetitoso” y cuya descripción, seguro que la están esperando, no resulta sencilla. Según el propio Ikeda “un paladar atento detectará un rasgo común en el sabor de tomates, espárragos, quesos o carnes, un matiz bastante peculiar y cuya existencia podía verse, además, sobrepasada por otros sabores más fuertes, pasando totalmente desapercibido”.
Tras su descubrimiento comenzó la habitual búsqueda del negocio. El profesor nipón logró obtener los efectos del umami de forma artificial, uniendo la molécula de glutamato con la sal de mesa (sodio). Así, nació el glutamato monosódico, también conocido como MGS, que no tardó en ser vendido a una farmaceútica como un enriquecedor de sabores. Así, comenzó a ser comercializado en 1909 bajo el nombre de Ajinomoto, marca aún hoy muy conocida entre los muchos aficionados a la cocina oriental, empleada para realzar el sabor o disimular la insipidez de las carnes, aves, mariscos, pescados, sopas, salsas y guisos. La industria alimenticia, especialmente la dedicada a la elaboración de precocinados, envasados o congelados, no ha dudado en aprovechar las ‘virtudes’ del MGS. Un empleo que no ha estado exento de polémica por la conveniencia, o no, de su abuso para nuestra salud. Los galenos poco partidarios han bautizado como “síndrome del restaurante chino” a una especie de jaqueca muy intensa, aunque breve, que puede surgir como respuesta de nuestras papilas gustativas a los estímulos producidos por esta sustancia.
No fue hasta el año 2000 cuando la revista ‘Nature Neuroscience” hacía público el descubrimiento de un receptor gustativo en la lengua que era específico para este aminoácido, lo que suponía la aceptación generalizada de que el umami era un nuevo sabor básico. Un hallazgo que provocaba un notable incremento de estudios en materia de fisiología del sabor y, también, de investigaciones a nivel gastronómico y, por supuesto, enológico. El efecto ‘umami’ ha iniciado desde entonces un trayecto entre la realidad y la moda, también en el mundo del vino.
Los creyentes avalan su fe en diferentes teorías como la que establece que el glutamato es un aminoácido que sólo se percibe cuando se encuentra en estado libre y que esta liberación se produce gracias a procesos como la fermentación o el envejecimiento, de tal forma que un vino reserva tendrá más umami que un vino joven. Por lo tanto, sólo aquellos vinos más complejos que han adquirido umami en su crianza son los ideales para maridar con alimentos que han obtenido un sabor completo. Otros, no dudan en enarbolar banderas como, por ejemplo, la capacidad, gracias a su composición química, de determinados vinos de Jerez en potenciar el sabor umami.
Mientras, los escépticos basan su incredulidad, precisamente, en la alta dificultad de percibir y describir el llamado quinto sabor. Todo, sin olvidar, dicen, la habitual tentación de algunos de diseñar y publicitar determinadas estrategias de marketing para generar ‘modas’ y, por lo tanto, intentar vender más en un mercado, cada vez, más complicado y exigente. ¿Invadirá el ‘fenómeno umami’ las etiquetas y contraetiquetas de las botellas de vino? Hagan sus apuestas.
Tras su descubrimiento comenzó la habitual búsqueda del negocio. El profesor nipón logró obtener los efectos del umami de forma artificial, uniendo la molécula de glutamato con la sal de mesa (sodio). Así, nació el glutamato monosódico, también conocido como MGS, que no tardó en ser vendido a una farmaceútica como un enriquecedor de sabores. Así, comenzó a ser comercializado en 1909 bajo el nombre de Ajinomoto, marca aún hoy muy conocida entre los muchos aficionados a la cocina oriental, empleada para realzar el sabor o disimular la insipidez de las carnes, aves, mariscos, pescados, sopas, salsas y guisos. La industria alimenticia, especialmente la dedicada a la elaboración de precocinados, envasados o congelados, no ha dudado en aprovechar las ‘virtudes’ del MGS. Un empleo que no ha estado exento de polémica por la conveniencia, o no, de su abuso para nuestra salud. Los galenos poco partidarios han bautizado como “síndrome del restaurante chino” a una especie de jaqueca muy intensa, aunque breve, que puede surgir como respuesta de nuestras papilas gustativas a los estímulos producidos por esta sustancia.
No fue hasta el año 2000 cuando la revista ‘Nature Neuroscience” hacía público el descubrimiento de un receptor gustativo en la lengua que era específico para este aminoácido, lo que suponía la aceptación generalizada de que el umami era un nuevo sabor básico. Un hallazgo que provocaba un notable incremento de estudios en materia de fisiología del sabor y, también, de investigaciones a nivel gastronómico y, por supuesto, enológico. El efecto ‘umami’ ha iniciado desde entonces un trayecto entre la realidad y la moda, también en el mundo del vino.
Los creyentes avalan su fe en diferentes teorías como la que establece que el glutamato es un aminoácido que sólo se percibe cuando se encuentra en estado libre y que esta liberación se produce gracias a procesos como la fermentación o el envejecimiento, de tal forma que un vino reserva tendrá más umami que un vino joven. Por lo tanto, sólo aquellos vinos más complejos que han adquirido umami en su crianza son los ideales para maridar con alimentos que han obtenido un sabor completo. Otros, no dudan en enarbolar banderas como, por ejemplo, la capacidad, gracias a su composición química, de determinados vinos de Jerez en potenciar el sabor umami.
Mientras, los escépticos basan su incredulidad, precisamente, en la alta dificultad de percibir y describir el llamado quinto sabor. Todo, sin olvidar, dicen, la habitual tentación de algunos de diseñar y publicitar determinadas estrategias de marketing para generar ‘modas’ y, por lo tanto, intentar vender más en un mercado, cada vez, más complicado y exigente. ¿Invadirá el ‘fenómeno umami’ las etiquetas y contraetiquetas de las botellas de vino? Hagan sus apuestas.
Autor: Samuel Fernández/La Rioja Alta S.A.
Fuente: Academia Vasca de Gastronomía
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