Si la miras mucho también se deshace. CONFITERÍA BLANCO |
La Confitería Blanco inventó hace más de un siglo las polkas, unas tiras de hojaldre cubiertas con glasa que pusieron a Torrelavega (Cantabria) en el mapa de la repostería nacional. Ahora las venden online.
La polka nació como un baile popular que adaptó el vals para que la gente común se divirtiera danzando sin el engolamiento de los nobles. Básicamente, introdujo un ritmo más animado que invitaba a dar giros y saltos sin ton ni son, como los que provoca escuchar el arranque de la juguetona Tritsch-Tratsch-Polka compuesta por Johann Strauss hijo. La polka altera la pista y la llena de aire, de gente brincando, bombeando oxígeno desde las piernas hasta la cabeza, haciendo remolinos, haciendo el loco incluso, y quizá por eso alegra sobremanera. El repostero Ángel Blanco acertó a principios del siglo pasado al elegir el baile polaco para bautizar al pastel que le haría famoso: finas láminas de hojaldre cubiertas por una capa de glasa real.
El hojaldre, como la polka, también es aire, alegría y respingo de placer; una delicia con pinta aristocrática. Uno de esos productos que confieren abolengo a una pastelería porque necesitan un ajuste matemático. Un pastel construido con paciencia infinita para su hinchazón con el calor y su posterior desintegración perfecta en la boca, pero manteniéndose entero entre las manos. El hojaldre es un crescendo repostero de amasado y horno que, como el baile de Strauss, acelera el apetito y provoca un estallido final de tambores y platillos. Oficios que hacen que el público se ponga en pie.
Sin embargo, la polka, hablemos del baile o del hojaldre hecho a mano, parece que pertenecen a otra época. “Esto se acaba”, anuncia con solemnidad Juan Blanco en el obrador que su abuelo abrió en 1898. ¿De verdad? Cuesta creerlo mientras preguntas con la boca llena, buscando otra delicada polka en la caja, que siempre se queda corta. A tu lado desfilan tartas de hojaldre almendradas, torrijas de hojaldre, palmeritas de hojaldre, cocadas, volovanes y cien pasteles, todo cuanto la maña de los maestros de Blanco van despachando. La gente hace cola en la puerta, avistando conforme se acerca a las decenas de especialidades dulces. ¿Por qué habría de acabar semejante festival? “El problema es que ahora no hay aprendices”, lamenta Juan, de la que cuenta cómo se metió entre harinas cuando todavía era escolar. “Siempre quise ser confitero. Pero ahora los chavales no quieren”.
El hojaldre, como la polka, también es aire, alegría y respingo de placer; una delicia con pinta aristocrática. Uno de esos productos que confieren abolengo a una pastelería porque necesitan un ajuste matemático. Un pastel construido con paciencia infinita para su hinchazón con el calor y su posterior desintegración perfecta en la boca, pero manteniéndose entero entre las manos. El hojaldre es un crescendo repostero de amasado y horno que, como el baile de Strauss, acelera el apetito y provoca un estallido final de tambores y platillos. Oficios que hacen que el público se ponga en pie.
Sin embargo, la polka, hablemos del baile o del hojaldre hecho a mano, parece que pertenecen a otra época. “Esto se acaba”, anuncia con solemnidad Juan Blanco en el obrador que su abuelo abrió en 1898. ¿De verdad? Cuesta creerlo mientras preguntas con la boca llena, buscando otra delicada polka en la caja, que siempre se queda corta. A tu lado desfilan tartas de hojaldre almendradas, torrijas de hojaldre, palmeritas de hojaldre, cocadas, volovanes y cien pasteles, todo cuanto la maña de los maestros de Blanco van despachando. La gente hace cola en la puerta, avistando conforme se acerca a las decenas de especialidades dulces. ¿Por qué habría de acabar semejante festival? “El problema es que ahora no hay aprendices”, lamenta Juan, de la que cuenta cómo se metió entre harinas cuando todavía era escolar. “Siempre quise ser confitero. Pero ahora los chavales no quieren”.
El hojaldre, bendito hojaldre. DAVID REMARTÍNEZ
La Confitería Blanco de Torrelavega es historia, no solo por su antigüedad o por el invento de su pastel señero, sino por haberle concedido una seña de identidad a esta ciudad cántabra. Torrelavega es hojaldre gracias a la familia Blanco, cuyo negocio sirvió de escuela para muchos reposteros que luego abrieron sus propios negocios y que convirtieron a Torrelavega en sinónimo de artesanía pastelera. El abuelo Ángel fue el pionero, el primero en preparar un hojaldre excepcional y el primero que compró una cámara frigorífica, tras descubrir el ingenio en la Exposición Universal de Barcelona de 1929, cuando conservar la mantequilla en verano constituía una odisea. Aunque su nieto Juan insiste en que el hojaldre no guarda ningún secreto, esa masa frágil y etérea necesita para su correcta preparación dos de los ingredientes que más escasean hoy en día: tiempo y paciencia. El sino de nuestros tiempos es que no tenemos tiempo. Siempre llegamos tarde, siempre nos persigue la prisa, nos azotan los días.
El hojaldre requiere harina, agua, mantequilla, y toda la calma del mundo para ir estirando la masa y plegándola sobre sí misma. Con cada pliegue abullonas el pastel, como se abullona un vestido decimonónico que gira al ritmo de Strauss, convirtiendo una plancha plana en un edificio de plantas delicadas, quebradizas pero sostenidas, gracias al remate preciso de un horno que ha de calentar despacio la masa tan largamente plegada. “Tiene que estar a 160 grados. Metes la mano en el horno, y si tiene mordiente, es que está preparado”, sentencia Julián Argumosa, el maestro repostero, que lleva cincuenta años en Blanco y que, a pesar de su desconcertante consejo, conserva las dos manos. Juan entró en el obrador de adolescente, con apenas 14 años, como José González Bengoechea, quien cuenta 42 años consecutivos en la confitería. Ninguno ha conocido otro oficio ni otra pastelería. Se mueven con calma y sin pausa, sin levantar la vista de lo que están haciendo cuando te hablan, manejando tartas y pasteles con la soltura de una parturienta al transportar bebés. No da tiempo a seguirles con la cámara mientras cubren de crema, bañan en chocolate, cortan o decoran.
Tartas de almedra como esta desfilan todos los días por la pastelería. CONFITERÍA BLANCO
En Blanco ves el obrador a través de una cristalera situada tras el mostrador. De la que eliges el pastel o la tarta, observas cómo entran al horno, cómo se preparan, los aromas que van soltando alrededor. Da hambre lo que ves a la entrada y también lo que intuyes al fondo. Es uno de esos sitios donde te sientes especialmente crío. En 120 años solo han cambiado las máquinas: donde antes se amasaba a mano, con rodillo, ahora se utilizan unas sencillas laminadoras para no acabar con los brazos molidos. La mantequilla sigue sin apenas pasar por cámara, pues de la que llega, se incorpora a la mesa. La elaboración sigue necesitando horas, madrugones, empezar a las cinco de la mañana a trabajar, e ingredientes excepcionales porque la sencilla intervención del repostero no permite esconder ningún defecto. Y aquí no se toleran. Aparte de una experiencia centenaria, en Blanco se distinguen por otra cualidad insólita en este siglo XXI: todo se prepara en casa, nada se compra, sean masas, rellenos, coberturas, decoraciones o cremas. No conocen el término prefabricado, ni los colorantes o conservantes. Si algo brilla, lleva huevo. Si sabe a fresa, lleva fresas. La crema de mantequilla es soberbia, una escultura antártica en un cuenco de metal. El huevo hilado y el cabello de ángel son de verdad. Solo hay cartón en las cajas.
Juan ve su oficio moribundo, a pesar de que “si aprendes a ser confitero tienes trabajo para toda la vida, en cualquier lado”. Sin embargo, su pesimismo lo estropean dos ventajas: su sobrino José se ha incorporado a la plantilla, y sus hijas, María y Lara, han creado una empresa, Maestros del Hojaldre, para comercializar los productos familiares allende Cantabria. Desde el confinamiento del año pasado sirven algunos pasteles por internet, los que mejor soportan el traslado, los que cuentan con ingredientes poco húmedos. La humedad es la peor enemiga del hojaldre, así que solo despachan en la península cuanto puede llegar a tu casa en perfecto estado, listo para bailar. “Una palmerita, un almendrado y una polka se conservan súper bien”, cuenta María. “Pero los elaboramos todos los días”, apunta con orgullo el maestro Julián.
Juan con su sobrino Jose detrás. DAVID REMARTÍNEZ
María y su hermana estudiaron qué cajas eran las adecuadas para los envíos y se lanzaron, con una decena de especialidades en la carta online de las muchas que venden en su confitería: “Tenemos un máximo de treinta envíos al día. Y tenemos clientes muy contentos”, dice sobre la adicción que genera su hojaldre centenario. Producen solo lo que pueden con sus fórmulas familiares. “Nos llamaron de una cafetería para encargarnos 400 tartas al mes y les dijimos que no, porque no podemos hacer más. Queremos seguir trabajando este producto porque es lo que nos diferencia”. No puedes comprar polkas artesanas en un supermercado. “El problema es que ahora lo va a vender todo Amazon —añade Juan—. Este producto cuesta lo que cuesta porque lleva materia prima de alta calidad. Y eso se paga. Cuando yo empecé, el capítulo de materias primas era uno más, ahora es el principal”.
Sin embargo, el consumo sí ha cambiado: “Antes los pasteles se compraban por docenas, luego por medias docenas, ahora piden uno o dos”. No solo eso: tampoco sabemos cómo se llaman los pasteles, los elegimos con el índice, señalando tras el cristal: Dame ese y ese, que igual son un pionono y un petisús, pero ya ves tú. Los comes sin conocer su nombre ni su historia, y es una pena, porque la comida se aprecia el doble cuando conoces el origen y el esfuerzo que hay detrás. Entres los muchos pasteles antiguos y nuevos, en Blanco triunfa especialmente el “Nuri”, un bizcocho de espuma con crema de mantequilla montada, cubierto con chocolate y avellanas. Como el hojaldre, se deshace en la boca. La buena repostería es aire, y se aplaude con los dedos chuperreteados.
Aparte de “usar buen producto y seguir todas las pausas que necesita, el secreto del hojaldre es madrugar y ya está”, insiste Juan. En el fondo, le divierte hacerse el cenizo delante de sus hijas, volcadas en el negocio y en su futuro. La impostura del padre se le cae cuando le pregunto la edad:
—¿Cuántos años tienes, Juan?
—79.
—¡No! ¡Es mentira, tiene 73. Le dice a todo el mundo que tiene más para que le digan que está muy bien! —ataja su hija María.
Y Juan sonríe socarrón, evidentemente satisfecho.
DAVID REMARTÍNEZ
Fuente: El Comidista - El País
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