El capítulo de la armonía entre especias y vinos conlleva mayor complejidad que la relación de estos con las hierbas, comentada aquí la semana pasada. En lo correspondiente al vino, una manera más sencilla de agrupar las especias gira alrededor de estas tres clases: picantes, dulces e intensas.
A las picantes, por ejemplo, las caracteriza su fogosidad. Un plato con chile resulta ser para muchos un infierno en el paladar, por lo que desatinar en la elección de la bebida equivale a arrojarle combustible al fuego.
Las dulces, en cambio, son benévolas, mientras que las intensas ofrecen una combinación de sensaciones picantes, aromáticas y punzantes a la vez.
Entre las especias picantes figuran el chile y las pimientas negra, roja, verde, blanca o rosada, así como la paprika, hecha con granos molidos de pimienta roja.
Una de los casos más acertados es maridar un plato preparado con chile picante con un tinto de gran cuerpo. Por ejemplo, un Cabernet Sauvignon, cuyos descriptores aromáticos incluyen marcadas sensaciones especiadas.
Chile y vino comparten un vínculo: la capsaicina, componente responsable de la fogosidad. Lo que le permite al Cabernet Sauvignon mantenerse de pie ante esta embestida es su cuerpo y estructura.
En otro frente, platos condimentados con pimientas —usualmente negra y blanca— encuentran interesantes afinidades con tintos como el Syrah, cuyo retrogusto sugiere sensaciones pimentadas.
La canela domina el cuadro de las especias dulces. Su uso es frecuente en repostería y, por tanto, se luce en postres, tortas y bizcochos. En este caso, la elección debiera ser un tinto joven y jugoso, bajo en taninos, con toques a frutos negros y especias suaves.
La experiencia apunta a Zinfandel, Beaujolais y Oporto Tawny. Dentro este mismo ámbito, al clavo lo acompaña un tinto maduro y de buen cuerpo, como un Tempranillo Reserva; al comino, un blanco con sugerencias cítricas marcadas; y al anís, un Pinot Noir del Nuevo Mundo.
Por último, pertenecen al grupo de las especias intensas el jengibre, la cúrcuma y el orégano. Algunas de ellas generan sabores punzantes en el paladar y dificultan el empalme con los vinos, a menos que se opte por tintos con perfiles especiados y ahumados, o blancos florales y cítricos.
Entre las combinaciones más acertadas está la del tinto Carménère para preparaciones con orégano. Si la cúrcuma es protagonista, existe la opción de los blancos cítricos y florales, ideales para encarar también la comida asiática.
Y para el jengibre no hay mejor acompañante que el Viognier, que suele desarrollar aromas afines durante su elaboración. Y si se opta por un tinto, las notas especiadas del Syrah permiten una armonía fácil.
Y, claro, en la elección final del vino nunca se deben obviar los gustos personales.
Hugo Sabogal
Fuente: El Espectador
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