“A mi abuelo Emiro Duque Sánchez”
Siempre que arriba el mes de diciembre es sinónimo, no solo de los tradicionales momentos decembrinos a los que nuestra cultura venezolana nos tiene acostumbrados: hallacas, panes de jamón, gaitas, regalos, fiestas y pare usted de contar, sino también de aquellos momentos donde la fe cristiana hace renacer al hombre, a la familia y sobretodo la unión de una comunidad ansiosa de paz y sosiego. Esperar ansiosamente la medianoche para asistir a la misa de gallo es una de las cosas que más disfruté de niño, no sé si por la misa en sí o por tener la oportunidad de encontrarme con amigos, que quizás por nuestra corta edad la medianoche solo estaba permitida para los mayores y que nosotros aprovecharíamos para patinar, montar bicicleta, o tal vez solo para comenzar a experimentar los cambios de niños a adolescentes cuando alguna hermosa niña nos aceleraba el corazón.
La misa de gallo suele celebrarse a la medianoche, o cercana a ella, cuando estamos recibiendo la Navidad, dada como conmemoración al nacimiento de Jesús y donde las iglesias y catedrales se visten con sus mejores galas para recibir a cientos de feligreses para los concebidos actos religiosos propios de la natividad. En Mérida, ancestros de mi madre, fue donde pude disfrutar y conocer de varias tradiciones decembrinas, aunado a un clima y temperatura cercana, o menor a los 10°C proveniente de las gélidas corrientes de la Cordillera Andina, la cual tendría a las cinco Águilas Blancas como protección a la Ciudad de Santiago de los Caballeros de Mérida, la que bautizaría el capitán Juan Rodríguez Suárez en honor a su ciudad natal Mérida en Extremadura España; y como igualmente del recuerdo de Caribay, la hija del ardiente Zuhé (sol) y la pálida Chía (la luna), que la misma, tras ir detrás de cinco águilas blancas que se posarían sobre unos riscos y al quedarse inmóviles, la dulce Caribay pretendió arrancarles las plumas para adornarse con ellas, pero las águilas se convirtieron en masas de enormes hielos, lo que hizo que saliera aterrorizada y al oscurecerse la luna, éstas despertaron furiosas y sacudieron sus alas y toda la montaña se engalano con sus blancas plumas dándole paso a la sierra nevada de nuestra hermosa cordillera andina, siendo los picos más elevados Bolívar, La Corona, Humboldt, y Bompland, El Toro y El León.
Mérida es una de las ciudades de Venezuela que guarda más tradiciones cristianas, principalmente desde el 24 de diciembre hasta el 2 de febrero, día de la Candelaria, los merideños celebran “La Paradura del Niño” o “Robo del niño”. Recuerdo principalmente la que realizaba la familia Grisolia, estaba llena de mucha magia, luces tenues y un olor a pólvora precedido por una densa niebla. La paradura del niño se ha convertido en una forma de manifestar el ser merideño. Aunque suele ser en Mérida donde más se celebra, podemos ver como familias de esa región apostadas en cualquier rincón de nuestra geografía lo celebran con tal fervor que uno se involucra en dicha celebración, casi como un rito. Suele suceder que una persona roba de la casa de un vecino la imagen venerada del niño Jesús para llevársela a otra casa, el momento perfecto para visitar a los vecinos en búsqueda de la imagen.
A Jesús venimos
todos a adorar.
Al Niño Jesús,
quien va a caminar.
Al niño de rosa
luna y azahar.
Todos esta noche,
vamos a adorar.*
*(cánticos tradicionales)
A los tres días del robo los afectados recibirán una carta donde se les informará dónde se encuentra la figura del niño Dios. Éste debe responderle para concretar los detalles de la búsqueda. La familia entera hace los preparativos para ofrecer a los vecinos buena música, fuegos artificiales, vino y por supuesto un bizcochuelo que guardaría siempre en mi memoria gustativa. No sé si esos momentos los aprecie más por las delicias culinarias merideñas o por lo lúdico del acto en sí; cualquiera que haya sido en aquellos días la razón, podría siempre recordar como disfrutábamos de la procesión, de los cánticos, de aquellos cuatro que habían tenido el privilegio de llevar cada uno la punta de un pañuelo donde descansaría la figura del Niño,como igualmente podría hacérseme la boca agua al recordar cómo de manera furtiva sumergíamos un trozo de bizcochuelo esponjoso dentro de un vaso con vino sin que nuestros mayores se percataran, solo nos delatarían nuestras risas burlonas y algunas gotas de vino en nuestra ropa. Mesas repletas de dulces andinos, pasteles, chicha andina con ese fermentado que la hace única e inolvidable. La noche se nos hacia eterna, el cielo estallaba de colores adornando la noche por los fuegos artificiales -o simplemente como le dicen en los Andes (pólvora)-, la adolescencia nos permitía demostrar nuestras destrezas en el uso de carruchas, patinetas o patines. Fueron días inolvidables, fueron días que quizás no volverán.
El bizcochuelo, como lo he referido en anteriores artículos, es la herencia que hemos recibido de la pastelería española, ya que es una masa básica para la preparación de tortas y pasteles, hecha con harina de trigo, huevos, azúcar y algo de sal. Su característica principal es la esponjosidad,junto a su sabor a vainilla y el color amarillo dado por la yema de los huevos. Generalmente se elabora en moldes rectangulares de gran tamaño y luego de horneado se divide en porciones generosas para que cada invitado disfrute del manjar. Es propicio aclarar que no hay que confundir con las recetas de ciertas tortas donde difieren del bizcocho por la utilización de materia grasa.
El tema de la Paradura del niño, a pesar de no estar próximos a tales celebraciones por la fecha de publicación de este artículo, trae a mi memoria el mal entendido entre una familia merideña y otra de profundas raíces caraqueñas, ambas de mi afecto. Recuerdo cuando la primera, a sabiendas de la amistad que les unía, pretendió hurtar al niño Jesús del pesebre. Al día siguiente de observar como había sido profanado el recinto santo del pesebre caraqueño, una comisión de la familia salió en la búsqueda del niño, pero no como dicta la tradición merideña, sino más bien como se hace en Caracas, atropellando, mal humorados, sin siquiera medir palabras, la puerta se abrió, y solo se llego a escuchar: “¿Dónde esta el niño?”. Debemos comprender y sobre todo entender que solo hay una Venezuela llena de tradiciones, gastronomía, artesanía, música, lo cual me hace estar plenamente seguro que quizás ese mal entendido no hubiera pasado a mayores si hubieran sabido ambas familias que hay tradiciones que, aunque no las practiquemos, vale la pena conocer, y que con solo disfrutar de ese momento seguramente hoy entenderíamos que somos un gran país. ¡A comer bizcochuelo!
Humberto Silva
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