Entre nuestras discusiones favoritas, el asado es materia posiciones encontradas y constante debate. Aquí, un repaso a las principales antinomias que pueblan nuestro folklore parrillero.
La Argentina es un país de contrastes y opiniones siempre divididas. Se polemiza por todo (o casi todo) y uno de los temas favoritos a la hora de ejercitar la discusión es el asado: como cada argentino que se precie tiene su experiencia sobre la forma de asar carne a las brasas, hay infinidad de puntos de vista y técnicas que cimentan el deporte nacional de la polémica.
Ese país es un país de contrastes y opiniones siempre divididas. Polemizamos por todo (o casi todo) y uno de los temas favoritos a la hora de ejercitar la discusión es el asado: como cada argentino que se precie tiene su experiencia sobre la forma de asar carne a las brasas, hay infinidad de puntos de vista y técnicas que cimentan el deporte nacional de la polémica.
Sin ir más lejos, ya desde el encendido del fuego arrancan las posiciones encontradas: están los que ponen la bolsa llena de carbón con una briqueta –algo absolutamente antideportivo para otros- y los que arman un cuidado jenga de leña, eligiendo cada tronco como si se les fuera la vida en ello. Y eso, para no abundar sobre la ubicación del fuego en la parrilla, el tamaño de la brasa, la temperatura a la que hay que poner la carne. Con todo, algunas técnicas pueden considerar cierto grado de reconciliación y otras no. A continuación, las principales antinomias del asado.
Parrilla de fierrito versus canaleta. Parece un dato menor, pero pocas cosas concitan tanta discusión como este asunto entre los parrilleros de larga data. Para unos, el fierrito permite que la carne se desgrase directamente sobre las brasas generando un humo que es la piedra filosofal del sabor; mientras que otros, buscan evitarlo a toda costa, y en nombre de la higiene y la sanidad votan porque la grasa corra cuesta abajo hacia el receptáculo en donde la acopian. Como si no alcanzara esta diferencia, el punto central de la discusión está en que la canaleta, aseguran los partidarios del fierrito, fríe la carne en la propia grasa mientras esta desciende. A lo que los defensores de la canaleta responden que, si la pendiente es suficiente y la temperatura moderada, no hay fritura ni humo de más. Discusión aparte, una cosa es segura: el corazón de la polémica esconde una mayor, la eterna contradicción entre tradición versus tecnología. Algo que no acaba en este punto y que abre la segunda polémica.
Parrilla regulable versus parrilla fija. Quienes nos formamos como parrilleros al aire libre, lejos del confort de una chimenea con buen tiraje y soplando las brasas para ver cómo crepita el achuraje, tenemos cierta pericia en el manejo del fuego y las brasas de la que nos gusta jactarnos. Algo que aquellos acostumbrados a regular la altura de la parrilla no conocen ni pueden. En esta suerte de conciencia superior que otorga sentirse algo salvaje y amañado, observamos al sistema de roldanas y cadenas con mucha desconfianza. Como si se tratara del aire acondicionado de las parrillas. Sin embargo, acercar o bajar la reja a las brasas permite trabajar con mucha practicidad: nomás se desparraman las brasas una vez, a lo sumo dos, y el resto es cuestión de manivela, evitando incluso la vigilancia desmedida y neurótica de la otra facción. Esta dicotomía se resuelve sólo en un estadío superior al que sólo acceden unos pocos iniciados…
El asado a la llama no tiene versus. Primero, porque hace falta espacio. Segundo, porque hace falta conocer bien el manejo del fuego. Y tercero, porque hacen falta piezas grandes para cocer, ya que no se justificaría nunca tanto despliegue campestre para hacer un par de bifes de chorizo. Esas condiciones ya bastan para evitar la abundancia de opiniones. Así, entre los asadores, los expertos en esta técnica gozan de especial prestigio, como una casta de rústicos elegidos entre los vulgares y simples hombres de palita y pincho cromado para los chorizos.
Carbón versus leña. Esta dicotomía tiene incluso expresión geográfica y define geopolíticamente al asado y sus practicantes en el territorio nacional. Por una lado, en la zonas secas del oeste, manda la leña de algarrobo, quebracho, chañar y otros tantos ejemplares del duro bosque nativo. Por otro, en las zonas húmedas y urbanizadas del este, el carbón envuelto en no tan pulcras bolsitas –elaborado con los mismos ejemplares del bosque nativo, chamuscado y empaquetado- resiste mejor los embates de la humedad. Pero más allá de esta diferencia geográfica, el asador de ley siempre pondera a la leña como una quimera ocasional, porque en sus aceites esenciales se esconde –asegura- el toque maestro que distingue a los especialistas del resto de la gilada.
Bien jugoso versus bien seco. En este punto y en este blog no puede haber discusión: el asado es bien jugoso y no hay tutía. Sin embargo, en Argentina conviven dos estilos diferenciados, nuevamente, en términos geográficos, aunque algo difusos, cruzados también por cuestiones de género. A las mujeres, por ejemplo, la carne roja y chorreante suele repelerles, mientras que al asador de facón recién chairado es la que más se le antoja. En cuanto a cuestiones geográficas, en las zonas alejadas de las sofisticadas urbes, la carne se come ante todo seca por pretendidas cuestiones sanitarias, de las que pocos saben tiene nombre científico: escherichia coli. Y así, en Mendoza, San Luis y San Juan, por ejemplo, el vacío, la tapa de asado y cuadril se comen secos y empujados con bastante vino. Porque si hay una dificultad en las carnes secas, está precisamente en la falta lubricidad de cada corte. Y si de lubricidad se trata, hay que pasar al próximo punto en discusión: el achuraje.
Asado con o sin achuras. Cortes clase B en la cocina diaria, las achuras pueblan las fantasías asaderas por excelencia. Con matices, por supuesto. La molleja, pongamos por caso, está en el límite del achuraje, porque es una especialidad cara y golosa que goza de buena prensa y rara vez entra en discusión. ¿Pero qué pasa con el riñón o los chinchulines? Ahí la cosa se pone peliaguda. Tanto, que entre parrilleros aficionados se debaten mucho las técnicas más remotas y rocambolescas -sumergirlas en leche, vinagre, remojar una noche entera con hierbas aromáticas y secretos menjunges- para borrarles el sabor a las muy sápidas achuras. Que quede claro: un asador que se precie tiene que sacar un chinchulín trenzado en su punto justo, entre crocante y fundente, un riñón sin olor a orín y hacer un chorizo sin pinchar. Aunque también están los que votan porque el chorizo se cuece pinchado para que desgrase y que quien sirve los chinchules como si fuera una suela trenzada de alpargata, felices en cada caso.
Verduras a la parrilla: ¿sí o no? Entre los puristas, el asado es de carne. Y punto. Para ellos, poner un zucchini o una berenjena sobre la parrilla es tan impensable como degradante. Para otros, llamémosle acólitos de Francis Mallmann, no hay nada mejor que grillar verduras o asarlas junto con la carne y siguiendo diversos métodos. Esta dicotomía encierra otra de más largo aliento entre los que consideran al asado como una de los pilares culinarios de la identidad local y los que piensan que asar es un técnica más en la cocina tradicional. Una suerte de división entre nacionalistas y cosmopolitas, teñida, por supuesto, de todas las connotaciones sexuales propias de este tipo de disputas. En mi caso, estoy a favor de las verduras. Y ya pueden ir pensando lo que quieran.
El acabose: la hora de la parrilla a gas. Frente a mi casa hay una parrilla de barrio –El Buen Sabor se llama, queda en Roseti y Estomba- de esas en las que todos los días paran los laburantes que la conocen, comen vacío o bondiola con fritas o ensalada y siguen su camino. Cada tanto me cruzo y hago lo mismo. La última vez que fui,hace una semana, me sorprendió poder ver al parrillero, hasta entonces siempre envuelto en una nube de humo espesa como la grasa fría de los chorizos. Ahora, en cambio, el aire estaba limpio. Sonriendo, me explicó que finalmente había instalado una parrillas a gas. Fue ese preciso momento en que pensé en escribir esta nota, porque el tipo me lo decía como compungido y a la vez feliz, como si en nombre del progreso traicionara una legión de sólidos y masculinos principios parrilleros. Recortado contra un fondo inox, cuando ya me iba con mi bondiola bajo el brazo, chicaneó: “vas a ver que no le cambia el sabor, que no te das ni cuenta”. Le faltaba, es verdad, un poco de gusto a humo. Pero el cerdo tenía gusto a cerdo, que no es poco.
Fuente: Planeta Joy
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