Normalmente, había muchas cosas equivocadas. Skinner estudió lo suficiente el comportamiento supersticioso en las palomas, como para saber que el simple azar nos lleva la cabeza, la familia y la sociedad de rituales vacíos e intentos por gestionar nuestra propia ansiedad. Pero, de repente, eso se acabó.
Aprender a comer de nuevo
Sin embargo, el siglo XIX fue un disparo en mitad de un concierto. Los procesos de industrialización se desbocaron y cientos de miles de personas abandonaron sus casas para fabricarse un futuro. Llevaron muchas cosas consigo, pero otras muchas cosas se quedaron en casa.
Entre el insalubre urbanismo de las colonias industriales, las inacabables horas de faena y los girones de las redes sociales tradicionales, los hombres y las mujeres tuvimos que aprender a cocinar de nuevo. No fue fácil.
En 1894, el Departamento de Agricultura de Estados Unidos, viendo el desastre que tenía entre manos, publicó la primera dieta oficial del país. En aquella época no se sabía prácticamente nada sobre nutrición, pero la desnutrición y los problemas de salud derivados de la alimentación se estaban convirtiendo en endémicos.
El Departamento optó por hacer algo con lo poco que tenían. Muy poco después, el interés por la comida que se consumía empezó a crecer y las primeras décadas del siglo XX vieron cómo nacían las primeras agencias modernas dedicadas al control alimentario en todo el mundo.
La geometría de la alimentación
En 1940, las restricciones de la guerra hicieron que algunos países empezaran a crear “círculos alimentarios”. Eran esquemas sencillos que permitían explicar a la población qué grupos de alimentos eran fundamentales para tener una alimentación sana y equilibrada. El que más éxito tuvo fue el modelo de “los cuatro básicos” que proponía una dieta basada fundamentalmente en (1) frutas y verduras, (2) productos lácteos, (3) carnes y proteínas y (4) cereales.
En los años 70, en medio de una crisis alcista de los precios de la comida, el Gobierno sueco lanzó un programa muy similar centrado en explicar cuáles eran los alimentos “básicos” y cuáles eran los alimentos “complementarios”. En el fondo, eran sistemas muy parecidos a los que ya se usaban por medio planeta.
Anna Britt Agnsäter, de la Kooperativa Förbundet (Unión Cooperativa Sueca) se dio cuenta de que tanto el sistema de los 4 básicos, como el nuevo sistema del Gobierno tenían un gran problema: no decían cuánto había que consumir de cada producto (o grupo de ellos).
Así nacía la ‘pirámide alimentaria’. Una forma rápida, eficaz y sencilla de transmitir lo básico que había que saber sobre alimentación. Y, casi de inmediato, su éxito fue brutal. Era algo capaz de intervenir en la dieta de las personas.
Tanto que se convirtió en el campo de batalla de una enorme pelea entre investigadores, gobiernos y productores. Para la industria alimentaria, la pirámide no solo era un asunto de salud pública, sino que constituía una ayuda (o un perjuicio) del gobierno. No sorprendo a nadie si digo que eso acabó por llenarla de problemas.
Un terreno de batalla
El mejor ejemplo es la primera pirámide que elaboró, oficialmente, el Gobierno estadounidense en 1992. A diferencia de la pirámide sueca, tenía un apartado específico para los lácteos. La intención de esa sección era transmitir que, de una forma u otra, los lácteos eran necesarios para una buena alimentación.
Algo que, después de la infancia, es cuestionable. Muchas culturas son, aún hoy, mayoritariamente intolerantes a la lactosa y su consumo de lácteos es casi inexistente. Sin que eso signifique que sus dietas son insalubres. Como eso hay muchísimos ejemplos: azúcares, carbohidratos, grasas... La pirámide está llena de mentiras y medias verdades.
Hay dos grandes motivos para entender cómo se ha ido elaborando la pirámide alimentaria: el primero es la presión de los lobbies de la industria alimentaria que entienden que eso es un tema central de su agenda de asuntos públicos. Y saben, mejor que nadie, que miles de millones se deciden en esas pirámides.
La segunda es, como decía Nina Teicholz, el abuso de los estudios epidemiológicos (muchos financiados por la industria) en la elaboración de estos trabajos. Yo soy un fan total de los estudios epidemiológicos, pero incluso yo soy consciente de lo que son (o no son) capaces de hacer. Que encontremos una relación entre vivir más y comer queso no quiere decir que comer queso alargue la vida. Eso es algo básico que olvidamos a menudo.
En los últimos años, la pirámide ha sido objeto de debate y se ha dejado de usar (o reformado) en numerosas ocasiones. Sin embargo, hay una gran lección que aprender de ella: en alimentación, nada es neutral. Ni mucho menos, la dichosa pirámide.
JAVIER JIMÉNEZ
Fuente: Xataka
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