Queso tetilla/albariño, majorero/malvasía, Aracena/manzanilla y gamonéu/sidra.
Asistimos, por fortuna, a un genuino estallido, que en EL MUNDO hemos venido siguiendo de cerca, en la producción de quesos artesanos y vinos de terruño en España. Quizá no haya cambiado tanto, sin embargo, la cultura de la armonía del vino y el queso, que para muchos sigue anclada en ese "con el queso, un tinto" ampliamente superado, y que no vendría mal revisar ahora que tanto hay de nuevo en ambos campos.
En la vecina Francia hace ya muchos años que le dieron la vuelta al consejo y dictaminaron "con el queso, un blanco". Y, aunque hay buenas razones para aplicar ese principio en muchos casos, tampoco debe generalizarse. Los franceses piensan en sus quesos de pasta blanda, del brie al munster, y en su acidez, que puede anular las virtudes de un gran tinto añejo. Pero hay otros muchos quesos y bastantes más opciones.
El gran experto en vinos belga Robert Goffard hacía antaño una distinción científica entre dos productos con muchos puntos en común; son "el resultado, cada uno por su lado, del producto de dos fermentos distintos", pero añadía: "En el producto final resultante no hay ni gota de alcohol en la pasta de un queso, mientras que el vino contiene ácido láctico. ¿Es eso un síntoma de superioridad?".
De mayor ductilidad, quizá sí, pero con límites. La escritora gastronómica Nines Arenillas, quizá la que más se ocupó del queso en España durante los últimos 35 años, apuntaba en De vinos y quesos (Arnao Ed.): "La agresividad y acidez lácticas de algunos quesos, aun siendo muy agradables al paladar, se maridan mal con un vino de gran añada. Este vino lleno de matices sutiles, logrados a través de una perfecta crianza en la que fue adquiriendo rasgos delicadísimos a lo largo de los años, se ve agredido bruscamente y sus tonalidades se borran, sus persistentes y delicados postgustos se difuminan".
La autora se inclinaba ya por la flexibilidad en esas armonías, y apoyaba las elecciones personales, sin normas fijas, ni mucho menos. Algunas de sus propuestas: "Por lo general los quesos de cabra conviene tomarlos con vino blanco joven, seco y fresco. Para los demás y en general se adecúan los rosados y tintos, con una breve norma: a más sabroso el queso, el vino más joven, y los más suaves y delicados con el vino más noble".
Son consejos sensatos, pero escritos hace tres decenios, cuando la variedad de quesos existentes y conocidos fuera de sus lugares de origen era infinitamente menor que ahora. No olvidemos, aunque parezca increíble, que la torta del Casar apenas había salido de Extremadura o el payoyo de Andalucía, que ni siquiera existían los quesos blandos asturianos como el lazana que hoy rivalizan con los franceses, que sabíamos que los ingleses gustaban de tomar su stilton con oporto pero nadie había entrado muy a fondo con las posibles armonías de nuestros quesos azules cantábricos -probablemente los más potentes del mundo- con alguna bebida...
Intervienen además otros factores, de temperatura y de estación, que Nines Arenillas ya apuntaba: ¿se acompaña igual un queso añejo y ahumado junto a la chimenea en pleno invierno que el mismo queso en verano y al aire libre? Para ella, no: un rosado "o hasta un chacolí" en verano, un tinto suave en invierno.
También hizo la escritora sus pruebas con un potente picón de Bejes (Cantabria), y ese queso azul se mostró despiadado con todos los vinos que se intentaron, incluidos oporto, oloroso y Pedro Ximénez. Finalmente, la combinación que funcionó resultó ser muy local -cosa frecuente con muchos quesos- pero muy poco vínica: fue con una copita de orujo de Liébana, de 50 grados de alcohol, bien helada. La armonía a base de enfrentar potencias desmedidas.
Un gran tinto de Burdeos o Rioja, en eso están de acuerdo franceses y españoles, se degusta mejor con un queso de pasta dura más bien joven y de sabor suave, no con un manchego curado.
En cuanto al citado principio de las afinidades regionales, y más allá del caso extremo del picón o cabrales con orujo, los ejemplos son tan numerosos como apetitosos: "Si tomamos un queso de oveja lacha (País Vasco y Navarra), sabroso y bien madurado, casa perfectamente con el chacolí o los rosados de garnacha de la ribera del Ebro. Los quesos de tetilla, con un ligero y frutal albariño; de Aracena (cabra) con manzanilla, oloroso y vino del Condado; montsec, con blancos del Penedès o un cava bien frío; gamonéu con sidra...".
Entonces no se habían redescubierto los vinos de Cangas del Narcea, ni creado quesos asturianos de la nueva generación como el lazana, pero ya hemos comprobado lo bien que combinan éstos con un blanco de albarín...
Seguimos a la espera del gran blanco autóctono que pueda acompañar las tortas del Casar, La Serena y demás, aunque con un fresco tinto de uva trincadeira de la bodega extremeña Palacio Quemado la cosa va ya bastante bien. Y no muy lejos geográficamente queda la Sierra de Francia (o Sierra de Salamanca, a efectos reglamentarios), de donde empiezan a salir verdejos serranos que sólo piden un poco de blanda y punzante torta y un pan de pueblo para formar una merienda estupenda. Algo parecido en Canarias: en Fuerteventura no hacen vino, pero con su queso majorero prueben una malvasía volcánica de Lanzarote como El Grifo Colección Seco.
De hecho, la popularización en los últimos años de los quesos de sabores más pronunciados, con más altos grados de acidez, no hace sino incrementar las oportunidades para los vinos blancos. Y, naturalmente, en muchos casos para nuestros más clásicos y antiguos vinos blancos: los generosos de Jerez y Montilla-Moriles.
VÍCTOR DE LA SERNA
Fuente: El Mundo
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