De algún modo, se supone que todo el mundo tiene que saber de este producto. Que todos tienen que haber asistido a cursos de catas. Para que no se note que no es así, existen trucos
Comidas de negocios, cenas con los suegros, almuerzos con los amigos... son situaciones en las que más de una vez nos habremos encontrado con que tenemos que elegir un vino. Todos los ojos están puestos en nosotros. Podemos sentir las miradas juzgándonos sin descanso y ponernos nerviosos por miedo a dar un paso en falso. Tenemos varias opciones.
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La primera, que sería aceptar la derrota (cosa que no nos gusta a ninguno), pasa por decir que no tenemos ni idea, que elija otro, o lo que es peor, excusarnos en que no nos gusta el vino. La segunda opción es tirar de humor, como ya hizo el famoso malabarista estadounidense de los años 30 y 40, W. C. Fields, que decía: "Yo cocino con vino, a veces incluso se lo añado a la comida".
A lo mejor arrancamos (en el mejor de los escenarios) una risotada, pero no evitará que se entrevea que, en efecto, no sabemos nada del tema. La tercera (y nuestra favorita) es tirar de repertorio y clichés para hacer como que sabemos, convenciendo a casi todos de que somos unos entendidos. A fin de cuentas, ¿no es exactamente eso lo que hacen los 'expertos' de verdad?
Nos hemos quedado en el punto en el que sabemos que existe el blanco, el tinto y el rosado. Pero hay mucho más detrás. Pero vamos por partes: si queremos tirar por un tinto (que no es exclusivo de las carnes, se puede tomar con todo), hay una máxima que siempre funciona: riberas del Duero para sentarse a comer platos pesados, riojas como aperitivos. En los blancos, el albariño sirve para todo, pero son más secos. Si queremos algo un poco más dulzón, un rueda puede ser nuestra salvación. En cuanto a los rosados..., no es que sean la repera en cuanto a reputación y muy pocos nos van a hacer quedar especialmente bien, pero lo que está prohibido es pedir un lambrusco. No queremos ser de esa gente que pide lambrusco...
Paso I. Elegir la botella
Nos hemos quedado en el punto en el que sabemos que existe el blanco, el tinto y el rosado. Pero hay mucho más detrás. Pero vamos por partes: si queremos tirar por un tinto (que no es exclusivo de las carnes, se puede tomar con todo), hay una máxima que siempre funciona: riberas del Duero para sentarse a comer platos pesados, riojas como aperitivos. En los blancos, el albariño sirve para todo, pero son más secos. Si queremos algo un poco más dulzón, un rueda puede ser nuestra salvación. En cuanto a los rosados..., no es que sean la repera en cuanto a reputación y muy pocos nos van a hacer quedar especialmente bien, pero lo que está prohibido es pedir un lambrusco. No queremos ser de esa gente que pide lambrusco...
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No nos preocupemos por el precio, ni lo más mínimo. Si estamos en un buen restaurante, el más barato será la mejor opción (si no fuese bueno, no estaría en su carta de vinos). Si no, cualquiera que nos suene, aunque sea de lejos. Esto nos proporciona la oportunidad de, al mirar la carta, decir: "Ah, menos mal que tienen XXX". Eso no solo hará que nuestros acompañantes crean que conozcamos un buen vino, sino que además notarán que despreciamos las otras opciones por no ser dignas. Doble victoria.
Paso II. Qué pinta tiene en la copa
Ah, esta es la oportunidad para detenerte y tener a tus acompañantes en la palma de tu mano. Te han obligado a elegir el vino a ti, tu venganza consistirá en dejarlos alucinados mientras esperan. Levanta la copa, a la altura de tus ojos, inclínala hacia el exterior, levemente, y vuelve a ponerla en posición vertical. Al hacer esto verás que el vino deja un rastro (la lágrima) en la parte que antes cubría y que en el filo de este se percibe un determinado color (en los tintos). Si los tonos son más rojizos es un vino adulto, más fuerte y 'curtido'; si son oscuros y/o azulados, es un vino joven. Utiliza estos datos para darte, con sutileza por supuesto, aires de entendido.
Paso III. Olerlo
Todos los sumilleres huelen el vino. Las malditas catas (las de verdad y no las de turistas) giran en torno al aroma del vino. Luego lo prueban, sí, pero no es para lo que estamos aquí. En esta parte necesitas dominar dos movimientos clave. El primero es la apertura del vino (que libera todos los aromas). Para llevarla a cabo deberemos realizar un movimiento circular horizontal con la copa para que el líquido se pegue a las paredes de cristal y acabe girando en un vórtice. No hace falta (ni mucho menos) hacerlo en el aire. Si la apoyamos en la mesa y realizamos el movimiento circular, ahí quedaremos igual de bien. Después, una vez abierto, llevaremos la copa a la nariz (nunca al revés) e introduciremos el 100% de nuestro apéndice olfativo dentro de la copa. Si por el contrario queremos cerrarlo, porque huela demasiado (y queramos deleitarnos con los más ligeros y sutiles aromas), deberemos cerrarlo. Ni cortos ni perezosos acercaremos la copa a nosotros y, situando nuestra boca en su apertura, soplaremos con fuerza hacia el vino. Después, irremediablemente, sentiremos la tentación de hacer un comentario. Por supuesto, nuestra recomendación particular es mirar a los ojos a los comensales y decirles: "Cerrad el vino, está demasiado abierto".
Paso IV. El dulce momento de probarlo
Al fin ha llegado el momento que estamos esperando. El que despejará las dudas de si hemos elegido bien o, si somos muy desafortunados, pésimamente. Pero no desesperéis, sea cual sea el resultado podremos salir ilesos. Lo primero que tendremos que hacer es dar un pequeño sorbo, menor que cuando estamos bebiendo vino de forma habitual. Lo que hacen catadores y sumilleres es moverlo por toda la boca (algunos incluso hacen gárgaras), absorben aire, hacen ruido, etc. Como eso, por profesional que sea, nos dejaría en completo ridículo, podemos moverlo lentamente por nuestra boca, para que entre en contacto con todas las papilas gustativas. Podemos, sutilmente, sorber algo de aire para oxigenar el vino.
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Ahora nos enfrentamos al terrible momento de qué decir. Básicamente hay tres opciones: o está bueno, o es un vino regulero, o está picado. Ni más, ni menos. Podrá encajar en mayor o menor medida con los platos que estemos comiendo, pero eso no es importante. Es fundamental identificar un vino picado. No te preocupes si nunca has probado un vino así, lo notarás inmediatamente. Olor a manzana podrida, líquido muy turbio y un ácido nada natural, como si hubiesen vertido el contenido de una batería de coche en la barrica (bueno, no tan exagerado, pero la idea se mantiene: rasca y no es lo más mínimamente placentero o rico).
Ahora, si está muy rico, un simple comentario, o ni siquiera, un gesto afirmativo con la cabeza bastará. No hay que añadir nada más.
Por el contrario, si el vino es 'del montón' tendremos dos salidas posibles. La primera será ser honesto (aunque tendremos que ser los primeros en decirlo) y afirmar que el vino es modesto con algún comentario del tipo "me esperaba más". O si alguien ya lo ha dicho, podemos echarle morro y decir: "Pues a mí me gusta". Reafirmarte en tus valores, al menos en el mundo del vino, remarca tu superioridad moral. Nadie podrá rebatirte eso aunque quieran.
Paso V. El más arriesgado de todos
Podemos intentarlo. Decir esta frase no está, en absoluto, exenta de riesgo, pero puede tener también una gran recompensa: tras elegir, mirar, oler y probar, nos quedaremos en silencio y afirmaremos, con una mirada más que intensa, aprovechando una gran pausa dramática: "Es vino". El tono es fundamental, porque puede remarcar que 'al menos es vino' o que es tan bueno que es la definición absoluta de este producto.
Álvaro Hermida
Fuente: Alimente - El Confidencial
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