En los últimos meses, en España han abierto dos nuevas cafeterías de especialidad. Para algunos, síntoma del buen momento del café de calidad en el país, tras años en los que encontrar un café decente era casi una odisea. Para otros, una pista de la gentrificación del barrio. Posiblemente ambos tengan razón.
El caso es que que los vecinos despistados que acaban allí sin echar un vistazo antes a la carta, normalmente salen escandalizados al ver cómo su café con leche de toda la vida ahora se llama flat white -que sí, que no es lo mismo, pero ya nos entendemos- y, sobre todo, cuesta casi tres euros.
No es una forma de hablar, no baja de 2,5 euros en ambos locales. Que, por otra parte, cuentan con estupendos baristas que sirven un excelente café. Una cosa no quita la otra. Me he acordado de todo esto al leer lo que ha ocurrido en Florencia con ese café de dos euros que acabó con la policía acudiendo al local y una multa de más de 1.000 euros al hostelero por no tener los precios a la vista.
¿Sólo dos euros por un café en Florencia?, bromea alguno. Efectivamente, depende de dónde te sientes en esa ciudad, puedes pagar una fortuna por cualquier cosa. También en Barcelona si andas un poco despistado, por cierto. Y en cualquier ciudad con muchos turistas, vaya.
Pero, por otro lado, el café en Italia es una cosa muy seria. No hablamos de calidad, sino del acto cotidiano del café. O de los cafés. Tradicionalmente cortos, oscuros, en barra, de esos que se toman en un minuto antes de seguir con lo que sea. En los años duros, el remedio para quitar el hambre y despertarse, se solía decir del café en Italia. Café casi como combustible, nada que ver con esa imagen de una terraza y un café eterno en pleno dolce far niente.
Es en este contexto dónde se entiende la indignación del cliente, que recaló por lo visto en una cafetería de especialidad (Ditta Artingiale) donde los precios no son los de barra de toda la vida.
Le supongo la misma cara de sorpresa que la de los vecinos que salen asustados de estas cafeterías, contando a todo el mundo que le han cobrado casi tres euros por un café con leche. No por los tres euros, sino por esa sensación de que alguien ha cambiado las normas en el barrio y nadie les ha avisado.
Porque, en realidad, dos euros no es mucho por un café. Por uno bueno, se entiende. No por ese torrefacto infame, quemado y hecho con una cafetera sucia.
Me contaba un distribuidor de café de una conocida marca italiana que estaban hartos de ver cómo bares rellenaban con cafés de otras marcas inferiores y más baratas sus latas de café en grano que se montan en la máquina y suelen estar a la vista. Sobre todo, decía, porque el café es uno de los productos que más margen deja al hostelero, incluso si se pagan unos céntimos más por producto de calidad.
El café lleva años subiendo, comentábamos hace poco, así que no habrá otro remedio que acostumbrarse a pagar más por él. Deseando, eso sí, que ese aumento de precios repercuta en las condiciones del productor, no en los beneficios del intermediario. Sobre todo, teniendo en cuenta que el trabajo infantil sigue estando a la orden del día en este sector.
Al final, como siempre, el problema no son los dos euros. El problema son los sueldos de mierda que se estilan por aquí. Incluido posiblemente el del barista que nos está preparando ese estupendo café.
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