En un momento en el que la gastronomía ha alcanzado gran relevancia, su potencial como agente de cambio es innegable. ¿Puede la cocina del siglo XXI contribuir a las metas de desarrollo sostenible?
Hace ya más de lo que me gustaría, cuando estaba arrancando mi trayectoria periodística, un colega de profesión me lanzó una advertencia: «atenta cuando apagues la grabadora después de una entrevista. En esos últimos momentos, cuando parece que todo ha terminado, suelen surgir los comentarios o ideas más interesantes». No sabía entonces cuán presente iba a estar ese consejo en mi carrera. El otro día volvió a suceder. Hablando con Andoni Aduriz, al frente del prestigioso restaurante Mugaritz, a punto de colgar y con los micrófonos ya cerrados, comentaba que los chipirones en su tinta que hacía su madre son ese plato que tanto le gusta y tan buenos recuerdos le evoca. «A mí me encantaban de niño, y me siguen gustando, pero cuando alguien me pide un color o un plato favorito y me obliga a centrarme en una única opción, siempre digo que lo que más me gusta es la diversidad», admite este chef con dos estrellas Michelin. «Por eso me gustan las temporadas. Ahora tenemos guisantes, anchoas, empiezan los espárragos, los erizos; se van a acabar y me va a dar mucha pena, pero llegan otras cosas nuevas: los tomates, los bonitos. Necesito colores y diversidad en mi vida», explica.
Nos despedimos y me quedo pensando en eso de la diversidad de alimentos, que me lleva a recordar una conversación que mantuve hace poco al respecto con Dan Saladino, autor del libro Eating to extinction. The world’s rarest foods and why we need to save them. En sus páginas desgrana qué consecuencias tiene para el planeta la extinción de ciertos alimentos y qué implica para la humanidad el imperante sistema alimentario que aniquila la diversidad en pos de los monocultivos. «Esta uniformidad en el sistema alimentario es problemática, porque está plagada de riesgos», explica este periodista británico. Nos vuelve más vulnerables ante posibles plagas y brotes, perjudica nuestra salud, merma nuestra resiliencia, nos hace perder identidad cultural. «Hay una razón por la que no existen los monocultivos en la naturaleza», añade.
Si los alimentos y el hecho de comer es algo que incide en la salud de las personas y del planeta, que tiene que ver con la cultura o incluso la sociología, no es de extrañar que exista una relación directa entre la alimentación y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) marcados por el Pacto Mundial de Naciones Unidas. Es más: de los 17 ODS, 11 están directamente relacionados con la alimentación y otros 6 están conectados con los sistemas alimentarios, según se desprende del informe La contribución de la gastronomía a la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, elaborado por la Secretaría General Iberoamericana y el Basque Culinary Center (BCC).
Freitas: «Cada vez más, los cocineros nos damos cuenta de que somos transmisores de cultura»
La gastronomía ha alcanzado tal relevancia que ya no se puede entender sin que esté ligada a los ODS. «En 2050 casi seremos 10.000 millones los seres humanos que habitaremos un planeta de recursos limitados. Todo un reto en el que la gastronomía, como cadena de valor y como sector estratégico, tiene mucho que aportar», señala Joxe Mari Aizaga, director general del BCC. Entre otras cosas, «porque contribuye al desarrollo económico, social y cultural».
«Cada vez más, los cocineros nos damos cuenta de que somos transmisores de cultura», defiende Lucía Freitas, chef gallega al frente de dos restaurantes en Santiago de Compostela, uno de ellos (Tafona), con una estrella Michelin. «Los cocineros debemos poner en valor nuestros productos, mercados y cocinas ancestrales, aportando un grado de innovación a la tradición para que permanezca viva», añade.
Gastronomía 360˚
El poder de transformación de la gastronomía se hace patente. A través de la alimentación y las técnicas culinarias se pueden trabajar muchos conceptos englobados bajo el paraguas de la sostenibilidad, como la inclusión, la lucha contra la pobreza, la mejora de las condiciones laborales, la innovación, la digitalización, la cultura. «Es fascinante comprobar cómo muchos de los problemas medioambientales a los que nos enfrentamos pueden resolverse a través de los alimentos», señala Saladino.
Es uno de los motivos por los que profesionales del sector como Aizaga defienden «una gastronomía holística e integradora» vinculada al territorio, a los valores ambientales y paisajísticos, a la cultura local que defienda el consumo de alimentos frescos, de proximidad y de temporada y que ponga en solfa el valor de las economías agrarias y las zonas rurales, donde se encuentran la mayor parte de las personas de donde proceden los alimentos destinados, sobre todo, a las urbes. Nuestras rutinas cotidianas en las junglas de asfalto nos distancian cada vez más de los centros de origen de los alimentos, de esos agricultores, ganadores, pescaderos que siguen en el campo y la costa produciendo, casi en su totalidad, para los negocios urbanos. «La obligación de los chefs y cocineros es seguir en contacto con los pequeños productores, en vez de levantar el teléfono, hacer un pedido y que todo te llegue en plástico», opina la chef Freitas, que defiende un modelo de agricultura, ganadería y pesca ligado al territorio, como expresa a través de sus platos.
Martínez de Albéniz: «Somos producto de la calidad del suelo donde crece el pasto que come la vaca que llega en forma de chuletón al plato»
Nuestra desconexión con la naturaleza se ha visto agudizada ante el masivo desplazamiento del mundo rural al urbano, que ha hecho que alrededor del 56% de la población mundial (es decir, 4.400 millones de habitantes) viva en ciudades. Teniendo en cuenta que 7 de cada 10 personas vivirán en núcleos urbanos para 2050, según estimaciones del Banco Mundial, cambiar la forma de producir y consumir alimentos es una de las claves hacia un modelo de alimentación más congruente y duradero. «Debemos pasar de los egosistemas a los ecosistemas, de una cocina que piensa solo en rematar a una más expandida, más basada en el cuidado y que piense hasta qué punto es responsable de la inhabitabilidad que está produciendo», opina Iñaki Martínez de Albéniz, profesor de Sociología en la Universidad del País Vasco.
Sirvan como ejemplo de los egosistemas a los que hace referencia un par de apuntes clave. Los sistemas de alimentos que imperan en el siglo XXI son responsables de un tercio de las emisiones de CO2, de las cuales el 57% corresponde a la producción de alimentos de origen animal y el 29% a la de origen vegetal.
Si ponemos el foco en el consumo de agua, descubrimos que se requieren 15.400 litros para producir 1 kilo de ternera, 6.000 litros para 1 kilo de cerdo o 4.300 para uno de pollo. Pero no solo la producción de carne necesita ingentes cantidades de agua; resulta que la agricultura es responsable de cerca del 70% de las extracciones de agua, una cifra que alcanza el 95% en los países en vías de desarrollo.
En estos sistemas de cultivo y ganadería intensivas, donde prima la productividad y el rendimiento económico por encima de la salud del planeta y quienes lo habitan, son necesarias también grandes cantidades de fertilizantes y pesticidas. Y de una forma u otra, en mayor o menor medida, esto acaba llegando al consumidor. «Somos producto de la calidad del suelo donde crece el pasto que come la vaca que llega en forma de chuletón al plato», añade Martínez de Albéniz.
Retos y oportunidades
«La gastronomía está viviendo tiempos muy agitados», afirma el sociólogo. Algo con lo que comulga el director general del BCC, Aizaga: «El sector está inmerso en muchas tensiones: el incremento de costes fruto de la inestabilidad de la economía, la rentabilidad, cómo trasladar o no a los precios todo ese aumento de costes, responder a las nuevas preferencias del sector, integrar la digitalización, la escasez de talento y de personas trabajadoras, la gestión de los equipos». Grandes retos que pueden ser a la vez extraordinarias oportunidades.
Aizaga: «La alianza entre productores y restaurantes es clave, ya que el flujo económico que genera el restaurante también produce riqueza en el entorno»
Es precisamente en estos momentos, apasionantes y agotadores a partes iguales, donde surgen movimientos e iniciativas que marcan el camino a seguir. «Apostar por el aprovechamiento integral del producto, la reducción de residuos, consumir el producto de proximidad, trabajar codo con codo con productores» son, según Aizaga, algunas de las maneras que se están instaurando en pos de una gastronomía más coherente con los tiempos que corren. De hecho, «la alianza entre productores y restaurantes es clave, ya que el flujo económico que genera el restaurante también produce riqueza en el entorno», explica.
Además, fomentar las relaciones con los pequeños productores puede ayudar a recuperar alimentos en vías de extinción, fomentando una diversidad clave para la supervivencia de los ecosistemas e incluso preservando el patrimonio histórico y cultural de las comunidades. «Más allá de la seguridad alimentaria, de los alimentos que están desapareciendo o de los riesgos a los que nos exponemos con la falta de diversidad, se trata también de la conexión que existe con la identidad y la cultura», señala el periodista británico Saladino.
Al final, la gastronomía y el acto de comer implican «entender la cultura y la relación que tenemos desde hace miles de años con los alimentos», recuerda el chef Aduriz. Que ciertas cosas se coman en determinadas partes del mundo solo algunos meses al año, es aprovechar lo que nos da la naturaleza respetando sus ciclos. Y en torno a eso se han fraguado las tradiciones de los pueblos, la Historia de la humanidad. Los chipirones en su tinta de su madre son un retazo de historia de un lugar del País Vasco. «La gracia era que la tinta fuera la del propio chipirón, fresca, no de sepia ni nada parecido, decía, y que eso se notaba en el aroma», recuerda.
Carmen Gómez-Cotta
Fuente: Ethic
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