En todas las culturas están presentes los rituales, ya que los seres humanos precisamos escenas de consagración, acercamientos a la calma, a la levedad, a la ralentización del transcurso incesante que contradice nuestras ansias más profundas; algo nos invita a descansar aproximándonos al ritmo, al compás sigiloso y al acercamiento a las zonas de nuestra interioridad que anhelan quietud, lo que nos lleva a crear formas laicas de oración. En España, a veces les decimos a los que invitamos a ser amigos que «quedaremos para tomar un café» y elegimos lugares públicos con el fin de prestarnos especial atención. Los británicos cuentan con la «hora del té», costumbre que en un principio formaba parte de la realeza, pero desde el siglo XVII, que empezó a venderse en Londres importada desde la India, se popularizó hasta el punto de que su hora llegó a ser las cinco, momento en el que hacían una parada los trabajadores antes de proseguir las largas jornadas.
La espiritualidad humana se oculta entre ropajes, se esconde en la Quinta Avenida de Nueva York, en los gimnasios de las grandes ciudades, en las exposiciones de pintura y en los cines, en los talleres de los artistas plásticos, en los sonidos de las linotipias, en la repetición de las notas musicales hasta lograr que suenen bien…
Mientras aquellos dos se miran, la tetera se levanta en Japón, cae el líquido que comienza a verterse sobre la taza; en simultaneidad, los musulmanes doblan la espalda; los cristianos trasladan el paño al otro lado del altar y los obreros de las fábricas agarran con las manos el producto, la materialización de su trabajo. Por muy distantes que se hallen entre sí las culturas, son muchas las similitudes que nos unen. Un simple saludo puede representarlo todo y la ceremonia del té nos lo recuerda.
CRISTINA GUFÉ
Fuente: La Voz de Galicia
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