Su consumo se ha extendido, y va siendo habitual verla en las mesas de muchos españoles.
"La trufa enamora. Hay gente que se decepciona la primera vez que la prueba, pero cuanto más se consume más engancha". El jefe de cocina del restaurante Melanosporum de Mora de Rubielos, Víctor Pérez Luna, describe con estas palabras la primera impresión que produce en el comensal este tubérculo de lujo, un hongo del que lo primero que llama la atención es su intenso aroma, capaz de saturar de olores surgidos de las profundidades de la tierra una habitación a los pocos minutos de permanecer en ella.
Hasta hace pocos años, el uso de la trufa negra o melanosporum se ceñía casi exclusivamente a la gastronomía navideña, por tratarse de un producto caro y sofisticado, cuya tradición culinaria había enraizado principalmente en Francia. Ahora, su consumo se ha extendido, y va siendo habitual verla en las mesas de muchos españoles. Su cultivo, en amplias zonas de Aragón, sobre todo en la comarca turolense de Gúdar-Javalambre, de donde proceden las tres cuartas partes de toda la producción trufera de España, ha popularizado su utilización. Y los diferentes métodos de conservación que se han ido desarrollando permiten su aplicación como condimento en cualquier época del año y en una gran variedad de platos, incluidos los postres.
De hecho, en el restaurante Melanosporum, especializado en la utilización de este hongo en su cocina, Víctor Pérez prepara un delicioso bizcocho de mora y manzana, 'borracho' con brandy trufado, que resulta inolvidable para quien lo prueba.
El aforismo 'lo menos es más' adquiere su máxima expresión en el consumo de la trufa, ya que, según asegura el cocinero de Melanosporum, en "exceso no puede resultar tan placentera", y explica que dos gramos de trufa rallada por plato es más que suficiente. Aunque tiene un maridaje perfecto con gran número de productos alimentarios, para Víctor Pérez hay una cuestión básica a tener en cuenta: combina mejor con sabores neutros, con objeto de que no le resten protagonismo. Así, los arroces y risottos se presentan para el cocinero como su acompañamiento perfecto.
La trufa esconde bajo la piel verrugosa una carne de marmóreas vetas, que adquiere su máximo esplendor gastronómico al final de su temporada de recolección, entre enero y marzo, periodo en el que alcanza un nivel óptimo de maduración.
Es recomendable su consumo en fresco, simplemente rallada -con un rallador de agujeros y no de púas- sobre el plato ya elaborado, en el momento de su consumo. Pero la sencillez se convierte en lujo para los sentidos cuando se prepara en carpaccio sobre finas tostadas de pan, después de haber estado sus láminas reposando en aceite durante un par de horas, una especialidad muy apreciada en el restaurante Melanosporum. Usada para trufar huevos, con el sencillo método de introducir una trufa en un recipiente junto con una docena de huevos durante cinco días, hasta que la cáscara porosa del producto absorbe los aromas a la tierra del hongo, resulta insuperable.
Entre los consejos para la manipulación de la trufa, Víctor Pérez destaca que si se ha de cocinar, siempre tiene que ser a una temperatura que no supere los 65 grados y durante los últimos tres minutos de su elaboración, ya que, de lo contrario, podría perder todas sus esencias aromáticas. El mejor método para su conservación es introducir la trufa fresca y sin limpiar envuelta en un paño húmedo en un recipiente que permita su respiración. Aguanta en el frigorífico hasta diez días. Congelada al vacío se conserva hasta un año. Solo hace falta rallar un poco cada vez que se consume y devolverla al congelador. También se mantiene macerada en licores, aceites o grasas.
Fuente: Heraldo.es
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