No son otra cosa que un puré espeso de cereales cocidos durante bastante tiempo en agua.
La esencia de las gachas o farinetas es facilitar la ingesta de alimentos que, de otro modo, serían imposibles de asimilar; si se reducen a harina, resultan muy difíciles de tomar. Mezclando la harina con agua o leche, se consigue una papilla fácil de comer pero muy indigesta. Pero si esta mezcla se somete a un prolongado proceso de cocción, buena parte de los elementos de las harinas, especialmente glúcidos de cadena larga, se descomponen en productos de más fácil digestión y asimilación. Eso descubrieron los antiguos y así nos lo han transmitido.
Gachas que preparan en Villar y Guadalaviar (Teruel).. Heraldo
Al hablar de gachas o farinetas, las personas de más edad invariablemente piensan en las viejas hambrunas y, especialmente, en la posguerra española, cuando un plato de farinetas era remedio de hambres familiares por poco gasto. Las gachas eran más propias de la ciudad que del medio rural, por la posibilidad de autoabastecimiento con mayor variedad de alimentos. Pero el origen de las gachas es más antiguo. Tan remoto como el cultivo ya establecido de cereales y leguminosas y existen indicios claros de su empleo en yacimientos neolíticos. En las tablillas B y C de la Universidad de Yale, escritas en signos cuneiformes, encontramos recetas de gachas que se pueden fechar hacia el siglo XV antes de Cristo.
La harina de cereal se cuece en agua salada con aceite hasta hacerla una papilla espesa, o se amasa con agua salada y luego licúa parcialmente con cerveza, cociendo prolongadamente, con el concurso de aromas vegetales, y a veces se toma como guarnición de un plato de pajaritos asados. Los pueblos íberos (alrededor de los siglos VIII-V a. C.) ya hacían gachas comunes de cereales, aromatizadas con hierbas, y de legumbres, especialmente habas. En ocasiones se calentaban prolongadamente hasta lograr una consistencia densa, que permitía hacer bolas manejables, semejantes al actual ‘fufú’ subsahariano y que, de hecho, son los antecedentes de las gachamigas. Hay evidencia de preparaciones similares en los asentamientos fenicios de la Península Ibérica.
En épocas paralelas, al otro extremo del Mediterráneo, encontramos gachas griegas confeccionadas con puré de lentejas prolongadamente cocido que, seguramente, eran una variante más de otras gachas confeccionadas con cereales, que ya se mencionan en ‘La Ilíada’, al referir que se daban a los trabajadores manuales. En fin, las gachas, pultes para los romanos, acompañaron como alimento preferente a las legiones que desde tiempos republicanos a imperiales implantan la hegemonía de Roma en el mundo occidental conocido. La alimentación básica de las legiones eran las pultes (plural de puls) que se confeccionaban preparando una papilla de grano molido con agua y no pocas veces en el mismo casco del guerrero (o eso dicen). El cereal más empleado era la cebada y se solía tostar parcialmente antes de molerlo; ocasionalmente el puls incluía en su preparación trozos de carne asada o algún vegetal aromático. Algunas veces, la papilla se hacía más espesa y luego se acababa de hacer en horno abierto o sobre las brasas, tal como explica Virgilio en su poema sobre el moretum, dando una torta blanda denominada ‘maza’.
Plato popular
Como se ve, las gachas no son un plato clásico español, sino casi universal, sin patente de origen, extendido allí donde la cultura del cereal, y también de la leguminosa, llegase. Son pocas las fuentes que recuerdan una preparación que ya es patrimonio de todo el pueblo. Lo hacen para fijar fórmulas en elencos culinarios antológicos. Así, en pleno siglo XIII encontramos fuentes hispanoárabes como la notable de Ibn Razin al-Tuyibi, que refiere la preparación de gachas de trigo a las que se añaden tostoncillos de pan frito, o gachas confeccionadas con caldo de gallina sustancioso en el que se cuecen migas de pan hasta hacer una papilla espesa que se aromatiza con canela o agraz, presentando un intermedio entre el tharid y la gacha, partiendo de harina no simplemente molida sino previamente panificada.
Y por la misma época, el Sent Soví, en otra órbita, menciona las gachas de sémola a las que se incorpora un poco de aceite, además de otras elaboradas con leche común o de almendras, que se acercan un poco al ‘manjar blanco’. La cocina jesuítica es otra de las pocas fuentes que pone en imprenta una fórmula popular, a principios del siglo XIX, pero enriqueciéndola, como corresponde a sus reverencias, con torreznos fritos y algunas semillas de anís molidas.
Casos especiales
Quedan por resolver los casos de gachas evolucionadas, que se van dando con el paso del tiempo y la imaginación de las cocineras. Por ejemplo, en el valle de Gistaín (Huesca) se confeccionan desde largo tiempo gachas preparadas con patatas cocidas, añadiendo leche caliente y luego acabando de espesar con harina. Se trata de un truco para llenar el estómago con una materia prima de autoabastecimiento como la patata, más barata que la harina, también presente.
Sin duda en otras partes de España han surgido fórmulas semejantes sin que lleguen a ser entronizadas como cocina identitaria o exclusiva. Y a ello se añade la gachamiga, ya mencionada. Cuando una gacha se sigue haciendo a fuego suave, va perdiendo humedad y al tiempo se traba más, retorciéndose las moléculas de los polisacáridos del almidón entre sí, con el agua y las proteínas del gluten. Al final queda una masa muy consistente, que se puede hacer en forma de trocitos discretos –y si se prosigue la cocción y la fragmentación mecánica de la masa, se llega a las migas de harina– o que puede hacerse como un mazacote denso que luego se secciona para comer, como en las populares gachamigas de Villena o Rincón de Ademuz, en la Comunidad Valenciana.
En el mismo sentido, las poleadas (poleás) son gachas muy duras, como un mazacote, que se seccionan, rebozan con huevo y harina y fríen, siendo el equivalente popular de la leche frita, de confección más dulce y más sutil. Por último, están las gachas típicamente manchegas de almortas (Lathyrum sativum). Las almortas, denominadas también ‘bichos’ en nuestra tierra, eran alimento de ganado, como su pariente la veza (Vicia faba) y, ocasionalmente, se utilizaban y utilizan para hacer unas deliciosas farinetas con su harina. Pero en los tiempos duros de la Guerra Civil y la posguerra, acabaron siendo la comida diaria de demasiadas personas, produciendo una grave enfermedad neurológica, el latirismo, una parálisis progresiva e irreversible por efecto de un aminoácido neurotóxico de la leguminosa.
Fuente: heraldo.es
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