El crítico gastronómico Caius Apicius evoca la pequeña trucha de río, sustituida por las especies importadas o criadas en piscifactorías.
Yo tendría entonces once o doce años. Era un niño de ciudad, que pasaba unos días de julio en un medio más rural, al que acudía para acompañar a mi madre, que trataba de mejorar de sus alifafes hepáticos con las aguas del balneario de Guitiriz, en la Terra Cha lucense.
No había más niños de mi edad donde nos alojábamos. Pero un señor, también acompañante de agüista, jubilado, que me parece que se aburría más que yo, me descubrió un placer para mí inédito: ir a pescar truchas a alguno de los riachuelos que corrían cerca del pueblo. Me pasaba unas mañanas estupendas.
Primero, capturando el cebo: saltamontes, tarea de lo más divertida. Luego, echando nuestros anzuelos, atados al extremo de un rústico sedal y una no menos rústica caña. Pero la sensación que me produjo levantar mi primera trucha es indescriptible: sorpresa, un poco de miedo, alegría, orgullo...
Eran truchas de las nuestras, de las de siempre. Pequeñas: como de una cuarta, pero una cuarta infantil. Las ensartaba mi veterano compañero en una caña, y allá nos íbamos ufanísimos con nuestras capturas, que mostrábamos a las agüistas y llevábamos a la cocina, de donde nos las devolvían fritas. Qué maravillosos recuerdos de aquellos días.
Años después leí a Cunqueiro, que era rotundo partidario de esas truchas, en un texto en el que, parafraseando a Homero, calificaba a los ríos de Galicia de "fértiles en truchas".
"Las más grandes (dice en "A Cociña Galega") no son las más sabrosas. Una trucha de diez centímetros de largo está muy bien. Lo mejor es freírlas, y en el país se dio con un gran invento, que es echar en el aceite en que se fríen unos cachitos de unto". De esto hablaremos después.
Eran truchas de río, de las que Fernández Flórez, "don Wences", llamaría atléticas por su lucha contra la corriente. Alimentadas a su aire. De las que se consideran autóctonas, las llamadas 'pintonas' por los lunares colorados que adornan sus costados.
Las truchas, vamos, de toda la vida; las mismas que cuenta Cela que disfrutó en "Viaje al Pirineo de Lérida", a su paso por Pobla de Segur: "el vagabundo, que barruntó que almorzaba de gorra, rindió el tenedor a la trucha veinticinco".
Truchas que tanto Ángel Muro como doña Emilia Pardo Bazán querían "con las tres efes", es decir, frescas, fritas y frías... aunque en "El Practicón" Muro publica una receta en verso para cocinar truchas en el campo en la que explica que "a bragas enjutas no se cogen truchas".
Por los primeros años sesenta, cuando todo lo que tenía el sello de "americano" gozaba de un altísimo prestigio, a alguien se le ocurrió la feliz idea de repoblar nuestros ríos trucheros. Importaron truchas americanas(y, ya puestos, cangrejos), la trucha arco iris. Para reforzar la repoblación, que yo prefiero llamar invasión, montaron las correspondientes piscifactorías.
El resto ya lo saben ustedes. La popularidad de la trucha como manjar cayó en picado, cuando era uno de los pescados más populares. Hoy se presentan en los mercados evisceradas, abiertas y desespinadas: nada que ver con las truchitas ensartadas en maíz de mi infancia.
Por supuesto, también había que reglamentar las capturas: período de veda, tamaños mínimos... El niño que fui yo, que disfrutaba de sus truchas lucenses, era, visto con los parámetros de hoy, un pequeño delincuente: pescaba sin ocuparse de las vedas ni de echar al agua las truchas de diez a quince centímetros que llevaba a la sartén. Hoy hay que devolver al río las truchas que no midan al menos veinticinco centímetros.
Hay que decir algo del unto del que habla Cunqueiro. El unto no es tocino rancio; ingrediente fundamental del caldo gallego de toda la vida, es el velo de grasa que cubre el intestino porcino. Las truchas han de freírse, como en general todo el pescado, en aceite... al que se puede aportar un toque aromático con una pequeña pella de unto. De ahí a freírlas en unto hay un buen trecho.
Les va muy bien, en cambio, aromatizar el aceite en que se fríen con unas lonchas de jamón con su tocino blanco, no amarillento: el aroma que aportan es mucho mejor que el del unto, y aquí el jamón ni hay que comérselo ni agrede a las truchas como cuando se les mete una loncha en la barriga.
Pero hablo del pasado: no apetece freír truchas de un cuarto de metro. Demasiado grandes. Creo, en cambio, que se prestan magníficamente a la nueva práctica de los escabeches de consumo inmediato. No son nuestras las fórmulas ideadas por la cocina francesa.
Pero el problema es de base, de origen: por un lado, escasean las truchas del país, de río de aguas rápidas y frías; por otro, la ley veta aquellas truchas que amábamos Cunqueiro y yo. En cuestión de truchas no me queda más remedio que darle la razón a Jorge Manrique con su "cualquiera tiempo pasado / fue mejor". Y ya lo siento.
Dibujo de una trucha de río.
No había más niños de mi edad donde nos alojábamos. Pero un señor, también acompañante de agüista, jubilado, que me parece que se aburría más que yo, me descubrió un placer para mí inédito: ir a pescar truchas a alguno de los riachuelos que corrían cerca del pueblo. Me pasaba unas mañanas estupendas.
Primero, capturando el cebo: saltamontes, tarea de lo más divertida. Luego, echando nuestros anzuelos, atados al extremo de un rústico sedal y una no menos rústica caña. Pero la sensación que me produjo levantar mi primera trucha es indescriptible: sorpresa, un poco de miedo, alegría, orgullo...
Eran truchas de las nuestras, de las de siempre. Pequeñas: como de una cuarta, pero una cuarta infantil. Las ensartaba mi veterano compañero en una caña, y allá nos íbamos ufanísimos con nuestras capturas, que mostrábamos a las agüistas y llevábamos a la cocina, de donde nos las devolvían fritas. Qué maravillosos recuerdos de aquellos días.
Años después leí a Cunqueiro, que era rotundo partidario de esas truchas, en un texto en el que, parafraseando a Homero, calificaba a los ríos de Galicia de "fértiles en truchas".
"Las más grandes (dice en "A Cociña Galega") no son las más sabrosas. Una trucha de diez centímetros de largo está muy bien. Lo mejor es freírlas, y en el país se dio con un gran invento, que es echar en el aceite en que se fríen unos cachitos de unto". De esto hablaremos después.
Eran truchas de río, de las que Fernández Flórez, "don Wences", llamaría atléticas por su lucha contra la corriente. Alimentadas a su aire. De las que se consideran autóctonas, las llamadas 'pintonas' por los lunares colorados que adornan sus costados.
Las truchas, vamos, de toda la vida; las mismas que cuenta Cela que disfrutó en "Viaje al Pirineo de Lérida", a su paso por Pobla de Segur: "el vagabundo, que barruntó que almorzaba de gorra, rindió el tenedor a la trucha veinticinco".
Truchas que tanto Ángel Muro como doña Emilia Pardo Bazán querían "con las tres efes", es decir, frescas, fritas y frías... aunque en "El Practicón" Muro publica una receta en verso para cocinar truchas en el campo en la que explica que "a bragas enjutas no se cogen truchas".
Por los primeros años sesenta, cuando todo lo que tenía el sello de "americano" gozaba de un altísimo prestigio, a alguien se le ocurrió la feliz idea de repoblar nuestros ríos trucheros. Importaron truchas americanas(y, ya puestos, cangrejos), la trucha arco iris. Para reforzar la repoblación, que yo prefiero llamar invasión, montaron las correspondientes piscifactorías.
El resto ya lo saben ustedes. La popularidad de la trucha como manjar cayó en picado, cuando era uno de los pescados más populares. Hoy se presentan en los mercados evisceradas, abiertas y desespinadas: nada que ver con las truchitas ensartadas en maíz de mi infancia.
Por supuesto, también había que reglamentar las capturas: período de veda, tamaños mínimos... El niño que fui yo, que disfrutaba de sus truchas lucenses, era, visto con los parámetros de hoy, un pequeño delincuente: pescaba sin ocuparse de las vedas ni de echar al agua las truchas de diez a quince centímetros que llevaba a la sartén. Hoy hay que devolver al río las truchas que no midan al menos veinticinco centímetros.
Hay que decir algo del unto del que habla Cunqueiro. El unto no es tocino rancio; ingrediente fundamental del caldo gallego de toda la vida, es el velo de grasa que cubre el intestino porcino. Las truchas han de freírse, como en general todo el pescado, en aceite... al que se puede aportar un toque aromático con una pequeña pella de unto. De ahí a freírlas en unto hay un buen trecho.
Les va muy bien, en cambio, aromatizar el aceite en que se fríen con unas lonchas de jamón con su tocino blanco, no amarillento: el aroma que aportan es mucho mejor que el del unto, y aquí el jamón ni hay que comérselo ni agrede a las truchas como cuando se les mete una loncha en la barriga.
Pero hablo del pasado: no apetece freír truchas de un cuarto de metro. Demasiado grandes. Creo, en cambio, que se prestan magníficamente a la nueva práctica de los escabeches de consumo inmediato. No son nuestras las fórmulas ideadas por la cocina francesa.
Pero el problema es de base, de origen: por un lado, escasean las truchas del país, de río de aguas rápidas y frías; por otro, la ley veta aquellas truchas que amábamos Cunqueiro y yo. En cuestión de truchas no me queda más remedio que darle la razón a Jorge Manrique con su "cualquiera tiempo pasado / fue mejor". Y ya lo siento.
Caius Apicius
Fuente: Heraldo
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