Te levantas por la mañana y el mundo ya puede estar cayéndose a pedazos, que sabes que tu taza es lo único que no te va a fallar.
Es importante tener una taza de café favorita. Esa taza en la que todo te sabe de manera diferente, especial. Incluso el repugnante café de máquina de la oficina. Te levantas por la mañana y el mundo ya puede estar cayéndose a pedazos, que sabes que tu taza es lo único que no te va a fallar. Y sobre esta certeza vas construyendo el resto del día, levantando catedrales a partir de ese trozo de cerámica.
Tom Ford, uno de los tipos que mejor me caen y que más admiro, dejó escritas en algún lado las 15 cosas que todo hombre debería tener. A saber: sentido del humor, una lectura diaria al periódico, un traje hecho a medida, una camisa blanca de algodón, un esmoquin clásico, etc. No metió una taza de café personal e intransferible, por algún despiste seguramente. Pero ya te cubro yo las espaldas,Tom. Porque es fundamental.
Los motivos que convierten una taza de café cualquiera en tu favorita son caprichosos e inescrutables. Me gusta indagar en las historias que hay detrás de cada una cuando me fijo en alguien que bebe siempre su café de una misma taza. Me obsesionan esas pequeñas rutinas en los demás. Puede ser una taza de la bandera de Gales, de un equipo de hockey hielo canadiense, de un grupo de música ochentero, de motivos florales, de Star Wars o de una frase de Paulo Coelho. Pueden ser horteras, elegantes, sobrias o cursis. Da igual. Quiero saber más. ¿Cómo llegó a su vida esa taza? ¿Por qué es especial? ¿A quién le recuerda? Y esas historias, cuando las conoces, rara vez decepcionan.
Yo tengo muy clara cuál es mi taza. No es bonita. No es especial. Pero es mi favorita. Me acompaña desde 2006. La clave está en los pequeños detalles. El asa no es tan grande como para que me baile la mano en ella, ni demasiado pequeña como para hacerme sentir que estoy tomando el té con un oso de peluche y con Mr. Potato. No pesa apenas (me regalaron una taza de Starbucks que levantarla es como hacer mancuernas). Su forma me resulta elegante, ensanchándose de menos a más desde la base. Es discreta, funcional y útil. Tampoco es que pertenezca a una vajilla de Flora Danica, pero podríamos decir que Dieter Rams sería feliz desayunando con ella.
Tengo otras tazas suplentes, a las que me veo obligado a recurrir cuando me la dejo olvidada por algún rincón. Sufro amagos de infarto cada vez que se me cae en el fregadero (tengo cierta fama en mi entorno de ser algo patoso, de ser un dropper, como Chandler en Friends). Ya tiene algún pequeño rasguño, de hecho, y no quiero tener que buscar deseperadamente por Madrid a algún japonés experto en kintsugi, esa técnica japonesa de reparar grietas en la cerámica aplicando resina de oro. Me resbala el wabi-sabi.
Pero lo más curioso de todo este asunto es que mi taza favorita es una taza de Goldman Sachs. Sí, del poderoso banco de inversión. Ese banco que dicen que gobierna el mundo con sus tentáculos. El minimalista logo, en un elegante azul claro, se puede ver a cada lado de la taza. Y por dentro, justo donde suelo poner los labios, se lee con claridad: www.gs.com/careers. Cuando la gente me ve andando con ella, noto que me miran con ligero desconcierto. Como tratando de adivinar, tal y como hago yo, la historia que hay detrás de mi taza.
Todos los años en mi universidad se organizaba en el patio una feria de trabajo, donde acudían consultoras, bancos de inversión y otras empresas para convencerte de las bondades de trabajar para ellos. Yo fui con un amigo a la carpa de Goldman Sachs, que siempre tuvo fama de pagar muy bien y cierto halo de grandeza en lo suyo. En aquella época, antes de la crisis, todos queríamos trabajar en banca de inversión en Londres, ganar mucho dinero, currar de madrugada y vivir en un piso como el de Emily Mortimer en “Match Point”. Ahora todos los listos de mi promoción trabajan en Amazon, Google o Apple. Pero en aquella época era lo suyo. El caso es que no sé muy bien cómo acabé en un proceso de selección para hacer unas prácticas en Londres. Bueno, sí lo sé: me regalaban una taza de café tan solo por darles mi vulgar currículum. Creo que hasta la fecha esta ha sido mi operación más exitosa con el sector bancario.
Meses más tarde, cuando me hicieron la entrevista para las prácticas, me lanzaron una de esas famosas preguntas absurdas, tan de moda por aquellos años: ¿Cuántas bolas de ping pong caben en un Boeing 747? Me pilló completamente en fuera de juego y respondí una tontería al tuntún, una cifra totalmente desproporcionada, sin pensar demasiado. Semanas más tarde, en otra entrevista para un banco similar (que quebraría años después), me preguntaron por el número de botes de champú consumidos al año en España. Lo suyo ante este tipo preguntas era hacer un cálculo estimado, en medio de la entrevista, para que evaluaran tu forma de razonar y de calcular. Tu agilidad mental. Y yo nunca tuve de eso. A duras penas te divido la cuenta de una cena en un mexicano entre tres, me voy a poner a calcular el consumo de champú per cápita en España delante de un señor que no conozco.
Recuerdo esa tarde estar volviendo a casa en metro, algo abatido por lo desastroso de mi entrevista, preocupado por el hecho de: 1) no saber cuántas pelotas de ping pong caben en un avión; y 2) no importarme lo más mínimo la respuesta. ¿Era entonces mi destino trabajar en un sitio en el que se valoraba de manera positiva decir un número totalmente erróneo de bolas de ping-pong que caben en un avión?
Si yo me dedicara a hacer este tipo de preguntas en mi día a día para evaluar a candidatos, lo primero que haría con mi generoso bonus sería alquilar un avión, contactar con un fabricante de pelotas de ping-pong y averiguar cuántas malditas pelotas caben en un Boeing 747. Qué menos. Ya solo por curiosidad. Por decencia.
En una de mis viñetas favoritas de Quino, aparecía un rico leyendo ese pasaje de la Biblia que dice que antes entrará un camello por el ojo de una aguja que un rico en el reino de los cielos. El hombre se queda un rato pensativo. A continuación, sale hablando por el interfono con su secretaria: “Por favor, póngame con el Museo de Historia Natural de El Cairo y averigüe las medidas exactas de un camello. Luego llame a industrias Krupp de Alemania y pregunte de qué tamaño es la aguja más grande que pueden fabricar”. Aunque Quino trataba de hacer una mordaz crítica al sistema capitalista, a mí siempre me cayó muy bien este rico. Un tipo consecuente. Alguien con ingenio, determinación y capacidad resolutiva. Alguien que sabría de verdad cuántas pelotas de ping-pong caben en un avión si te lo pregunta.
Por supuesto, no me cogieron para aquellas prácticas. Pero es que ni de chico de las fotocopias. Y probablemente con razón y por varios motivos distintos a mi respuesta de las pelotas de ping-pong.
Pero al menos me regalaron la que luego se convertiría en mi taza favorita e inseparable.
Años más tarde, en 2016, fui al cine a ver “La gran apuesta”, película sobre la crisis subprime y el colapso bancario basada en el gran libro de Michael Lewis, un tipo al que verdaderamente envidio, como a Aramburu, porque es tan bueno que le pagan 10 dólares por palabra escrita, precisamente, en Vanity Fair. En una de las escenas, Christian Bale, que da vida al visionario Dr. Michael Burry, acude a una reunión con Goldman Sachs donde es poco más que ninguneado. Lo que nadie entendió en aquella sala de cine fue mi sonora carcajada cuando, justo al acabar la mencionada reunión, Christian Bale pregunta si puede llevarse una taza de Goldman Sachs. “Es que me encantan”, dice.
Éramos iguales. Es verdad que yo no me había hecho millonario apostando contra el mercado inmobiliario tras desafiar a los bancos más importantes del mundo. Pero, oye, al menos teníamos la misma taza.
Esa taza que me recuerda una época en la que todavía no tenía muy claro dónde quería ir, ni qué quería hacer con mi vida. Me dejaba guiar por los demás, o por lo que se esperaba de mí. Temía tanto decepcionar a mis padres, a mis amigos y a mí mismo a cada paso que daba que vivía angustiado y en un permanente estado de insatisfacción. Me bloqueaba el largo plazo. Malgastaba el tiempo preocupado por los años venideros, haciendo castillos en el aire, y dejaba morir los días. Y, comoChristian Bale, terminé apostando contra lo más seguro que conocía. La jugada salió bien. Pero se sufrió por el camino.
No es que ahora tenga claro qué haré con el resto de mi vida. Nadie lo tiene. Todos intentamos levantarnos cada día y hacerlo lo mejor posible. Por eso cada mañana, cuando me hago un café en esa taza de Goldman Sachs, al menos recuerdo que no pasa nada por dudar. Que a veces incluso está bien. Valoro, de hecho, ese tiempo pasado de encrucijadas y miedos. Incluso me gusta recuperar esa sensación. Ese vértigo. Y sigo sin saber cuántas pelotas de ping-pong caben un avión. Ni siquiera sabría decir cuántas caben en esta taza de café. Pero me encanta vivir así.
© Gtres
Tom Ford, uno de los tipos que mejor me caen y que más admiro, dejó escritas en algún lado las 15 cosas que todo hombre debería tener. A saber: sentido del humor, una lectura diaria al periódico, un traje hecho a medida, una camisa blanca de algodón, un esmoquin clásico, etc. No metió una taza de café personal e intransferible, por algún despiste seguramente. Pero ya te cubro yo las espaldas,Tom. Porque es fundamental.
Los motivos que convierten una taza de café cualquiera en tu favorita son caprichosos e inescrutables. Me gusta indagar en las historias que hay detrás de cada una cuando me fijo en alguien que bebe siempre su café de una misma taza. Me obsesionan esas pequeñas rutinas en los demás. Puede ser una taza de la bandera de Gales, de un equipo de hockey hielo canadiense, de un grupo de música ochentero, de motivos florales, de Star Wars o de una frase de Paulo Coelho. Pueden ser horteras, elegantes, sobrias o cursis. Da igual. Quiero saber más. ¿Cómo llegó a su vida esa taza? ¿Por qué es especial? ¿A quién le recuerda? Y esas historias, cuando las conoces, rara vez decepcionan.
Yo tengo muy clara cuál es mi taza. No es bonita. No es especial. Pero es mi favorita. Me acompaña desde 2006. La clave está en los pequeños detalles. El asa no es tan grande como para que me baile la mano en ella, ni demasiado pequeña como para hacerme sentir que estoy tomando el té con un oso de peluche y con Mr. Potato. No pesa apenas (me regalaron una taza de Starbucks que levantarla es como hacer mancuernas). Su forma me resulta elegante, ensanchándose de menos a más desde la base. Es discreta, funcional y útil. Tampoco es que pertenezca a una vajilla de Flora Danica, pero podríamos decir que Dieter Rams sería feliz desayunando con ella.
Tengo otras tazas suplentes, a las que me veo obligado a recurrir cuando me la dejo olvidada por algún rincón. Sufro amagos de infarto cada vez que se me cae en el fregadero (tengo cierta fama en mi entorno de ser algo patoso, de ser un dropper, como Chandler en Friends). Ya tiene algún pequeño rasguño, de hecho, y no quiero tener que buscar deseperadamente por Madrid a algún japonés experto en kintsugi, esa técnica japonesa de reparar grietas en la cerámica aplicando resina de oro. Me resbala el wabi-sabi.
Pero lo más curioso de todo este asunto es que mi taza favorita es una taza de Goldman Sachs. Sí, del poderoso banco de inversión. Ese banco que dicen que gobierna el mundo con sus tentáculos. El minimalista logo, en un elegante azul claro, se puede ver a cada lado de la taza. Y por dentro, justo donde suelo poner los labios, se lee con claridad: www.gs.com/careers. Cuando la gente me ve andando con ella, noto que me miran con ligero desconcierto. Como tratando de adivinar, tal y como hago yo, la historia que hay detrás de mi taza.
Todos los años en mi universidad se organizaba en el patio una feria de trabajo, donde acudían consultoras, bancos de inversión y otras empresas para convencerte de las bondades de trabajar para ellos. Yo fui con un amigo a la carpa de Goldman Sachs, que siempre tuvo fama de pagar muy bien y cierto halo de grandeza en lo suyo. En aquella época, antes de la crisis, todos queríamos trabajar en banca de inversión en Londres, ganar mucho dinero, currar de madrugada y vivir en un piso como el de Emily Mortimer en “Match Point”. Ahora todos los listos de mi promoción trabajan en Amazon, Google o Apple. Pero en aquella época era lo suyo. El caso es que no sé muy bien cómo acabé en un proceso de selección para hacer unas prácticas en Londres. Bueno, sí lo sé: me regalaban una taza de café tan solo por darles mi vulgar currículum. Creo que hasta la fecha esta ha sido mi operación más exitosa con el sector bancario.
Meses más tarde, cuando me hicieron la entrevista para las prácticas, me lanzaron una de esas famosas preguntas absurdas, tan de moda por aquellos años: ¿Cuántas bolas de ping pong caben en un Boeing 747? Me pilló completamente en fuera de juego y respondí una tontería al tuntún, una cifra totalmente desproporcionada, sin pensar demasiado. Semanas más tarde, en otra entrevista para un banco similar (que quebraría años después), me preguntaron por el número de botes de champú consumidos al año en España. Lo suyo ante este tipo preguntas era hacer un cálculo estimado, en medio de la entrevista, para que evaluaran tu forma de razonar y de calcular. Tu agilidad mental. Y yo nunca tuve de eso. A duras penas te divido la cuenta de una cena en un mexicano entre tres, me voy a poner a calcular el consumo de champú per cápita en España delante de un señor que no conozco.
Recuerdo esa tarde estar volviendo a casa en metro, algo abatido por lo desastroso de mi entrevista, preocupado por el hecho de: 1) no saber cuántas pelotas de ping pong caben en un avión; y 2) no importarme lo más mínimo la respuesta. ¿Era entonces mi destino trabajar en un sitio en el que se valoraba de manera positiva decir un número totalmente erróneo de bolas de ping-pong que caben en un avión?
Si yo me dedicara a hacer este tipo de preguntas en mi día a día para evaluar a candidatos, lo primero que haría con mi generoso bonus sería alquilar un avión, contactar con un fabricante de pelotas de ping-pong y averiguar cuántas malditas pelotas caben en un Boeing 747. Qué menos. Ya solo por curiosidad. Por decencia.
En una de mis viñetas favoritas de Quino, aparecía un rico leyendo ese pasaje de la Biblia que dice que antes entrará un camello por el ojo de una aguja que un rico en el reino de los cielos. El hombre se queda un rato pensativo. A continuación, sale hablando por el interfono con su secretaria: “Por favor, póngame con el Museo de Historia Natural de El Cairo y averigüe las medidas exactas de un camello. Luego llame a industrias Krupp de Alemania y pregunte de qué tamaño es la aguja más grande que pueden fabricar”. Aunque Quino trataba de hacer una mordaz crítica al sistema capitalista, a mí siempre me cayó muy bien este rico. Un tipo consecuente. Alguien con ingenio, determinación y capacidad resolutiva. Alguien que sabría de verdad cuántas pelotas de ping-pong caben en un avión si te lo pregunta.
Por supuesto, no me cogieron para aquellas prácticas. Pero es que ni de chico de las fotocopias. Y probablemente con razón y por varios motivos distintos a mi respuesta de las pelotas de ping-pong.
Pero al menos me regalaron la que luego se convertiría en mi taza favorita e inseparable.
Años más tarde, en 2016, fui al cine a ver “La gran apuesta”, película sobre la crisis subprime y el colapso bancario basada en el gran libro de Michael Lewis, un tipo al que verdaderamente envidio, como a Aramburu, porque es tan bueno que le pagan 10 dólares por palabra escrita, precisamente, en Vanity Fair. En una de las escenas, Christian Bale, que da vida al visionario Dr. Michael Burry, acude a una reunión con Goldman Sachs donde es poco más que ninguneado. Lo que nadie entendió en aquella sala de cine fue mi sonora carcajada cuando, justo al acabar la mencionada reunión, Christian Bale pregunta si puede llevarse una taza de Goldman Sachs. “Es que me encantan”, dice.
Éramos iguales. Es verdad que yo no me había hecho millonario apostando contra el mercado inmobiliario tras desafiar a los bancos más importantes del mundo. Pero, oye, al menos teníamos la misma taza.
Esa taza que me recuerda una época en la que todavía no tenía muy claro dónde quería ir, ni qué quería hacer con mi vida. Me dejaba guiar por los demás, o por lo que se esperaba de mí. Temía tanto decepcionar a mis padres, a mis amigos y a mí mismo a cada paso que daba que vivía angustiado y en un permanente estado de insatisfacción. Me bloqueaba el largo plazo. Malgastaba el tiempo preocupado por los años venideros, haciendo castillos en el aire, y dejaba morir los días. Y, comoChristian Bale, terminé apostando contra lo más seguro que conocía. La jugada salió bien. Pero se sufrió por el camino.
No es que ahora tenga claro qué haré con el resto de mi vida. Nadie lo tiene. Todos intentamos levantarnos cada día y hacerlo lo mejor posible. Por eso cada mañana, cuando me hago un café en esa taza de Goldman Sachs, al menos recuerdo que no pasa nada por dudar. Que a veces incluso está bien. Valoro, de hecho, ese tiempo pasado de encrucijadas y miedos. Incluso me gusta recuperar esa sensación. Ese vértigo. Y sigo sin saber cuántas pelotas de ping-pong caben un avión. Ni siquiera sabría decir cuántas caben en esta taza de café. Pero me encanta vivir así.
JAVIER AZNAR
Fuente: Vanity Fair
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