Nada más cómodo ni tentador que el carro de postres cargado de repostería minimalista como el del Palace
Ante el espectáculo maximalista de una pastelería llena de dulces, los carros de postres de los restaurantes son de un minimalismo de tal pureza que ante ellos no queda otro remedio que bajar la guardia y rendirnos definitivamente frente a la dulzura. Un servicio de mini-porciones tiene, además la ventaja de llevarnos con sutilidad a cumplir el precepto de los buenos gastrónomos: de todo un poco, pero ese poco, abundante.
Miguel Costa posa con algunos de sus pasteles en el Hotel Palace. / JOAN CORTADELLAS
Plantear una negativa frente al espectáculo que nos ofrece Miguel Costa en el Palace es del todo imposible. Formado en París, y cansado de la presión brutal que se ejerce en su oficio en esta ciudad, Costa ingresó como segundo de abordo en el mundo azucarado del establecimiento, cuando se llamaba Caelis y estaba dirigido por Romain Fornell. Como su jefe directo en el obrador era japonés, la influencia estética, la búsqueda de sabores muy puros y al mismo tiempo contrastados de la cocina nipona se reflejó de inmediato en su manera de entender la repostería. No pasó por alto la riqueza de la tradición catalana y en poco tiempo ocupó la primera plaza en el establecimiento.
El contenido del carro de Christofle que se detiene ante nuestra mesa es sencillamente impecable. Ahí están los eclairs, con un toque asiático fundamentado en la fruta de la pasión y el yuzu, o el toque catalán a partir de otra pieza con un relleno de crema catalana que se complica con una mermelada de frambuesa, todo ello envuelto por un merengue a la italiana. Es la esencia de la pastelería, el arte culinario que exige precisión en pesos, medidas y temperaturas como en un laboratorio, más la paciencia de un centenar de santos, dado que cada sabor es suma de infinitas técnicas y preparaciones.
Tentación
Algo más allá, al alcance de nuestra vista golosa nos tienta un finger, con su bizcocho de caramelo, su praliné y mousse de avellana. Todo ello en una medida justa, que invita a probar, sin olvido de una tarta de limón que tiene mi bendición porque la pasta sablé de la base está hecha con avellana, el cremoso de limón es perfecto y el merengue italiano consistente y al mismo tiempo etéreo.
D. Pedro de Soutomaior, un albariño de 14 €
En plena Edad Media Don Pedro de Soutomaior alcanzó el sobrenombre de Pedro Madruga porque, cuando llegaron las tropas contrarias a su campo, lo encontraron con su ejército en perfecto orden de batalla, de tal manera que el capitán enemigo exclamó “¡Pedro, madrugas!”. Desde entonces su actitud es sinónimo de celeridad, de ser el primero. Por esta razón tiene merecido su nombre este vino 100% albariño fruto de unas parcelas privilegiadas. Plantadas en pérgola para propiciar la aireación de los racimos, las uvas recién vendimiadas han sido tratadas con nieve carbónica. Una maceración a -10º que provoca la rotura de la piel para que libere todo su potencial aromático. Magnífico vino fresco que nos hace conocer la faceta más madrugadora del albariño.
Miquel Sen
Fuente: El Periódico
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