Recolección del café. Foto: Infobae |
La cultura informa diferentes elementos y costumbres de diverso rango, algunos de ellos tan importantes e imprescindibles como el idioma hablado y otros que podrían considerarse de segundo orden, sin que por ello tengan una menor visibilidad en la vida cotidiana.
Desde hace ya algunas décadas se observa la apertura de tiendas especializadas en la venta de té en los más variados puntos de la geografía española. Sin pretender condenar el consumo del té —bebida de efectos muy saludables en su punto de infusión— sí podría percibirse cómo detrás del auge de esos establecimientos comerciales se abre paso una costumbre más del budismo en esta sociedad que nos quieren imponer como irreversiblemente laica y neopagana.
Frente a esta tendencia ¿subliminal?, no podemos olvidar que la Hispanidad no es una cultura del té, es más bien, es una cultura del café, por referirnos ahora a una bebida no alcohólica y de efectos principalmente estimulantes.
Ceremonia del té en Japón
Con tanto Buda de por medio, es un mérito más de España, esta vez por omisión, no haber sido pionera en introducir el conocimiento de esta planta ni en el continente europeo ni, mucho menos, en Las Españas de ultramar. Los primeros europeos que conocieron de la existencia del té fueron los portugueses, a través de sus posesiones en la India. Una infanta portuguesa, Catalina de Braganza, que se casó con Carlos II de Inglaterra, difundió el té en la corte inglesa. No obstante, cincuenta años antes de esa boda, en 1610, parece que la Compañía Holandesa de las Indias Orientales había sido la primera empresa en importar un gran cargamento de té hasta Holanda. Los ingleses se sumaron rápidamente a esta moda, a imitación de su reina, y llevaron la hierba del té a sus colonias donde acabó adquiriendo incluso connotaciones revolucionarias desde el Tea Party o Motín del Té de Boston.
Puede defenderse en cambio, que la planta de cuyos granos se extrae el café tuvo su origen remoto en Etiopía. Empezamos bien, pues fue un etíope uno de los primeros conversos a la Fe verdadera que le predicó el Apóstol San Felipe, según se lee en el libro de los Hechos de los Apóstoles. En Etiopía arraigó el cristianismo desde los primeros siglos de nuestra era. Pero volvamos al café, que desde África acabó siendo transportado a Europa a través de comerciantes de la Península Itálica, pues allí el café ya era conocido en el siglo XVII y lo degustaban con naturalidad y elegancia damas y caballeros del Reino de Las Dos Sicilias.
Se atribuye a los misioneros jesuitas la introducción de la planta del café en el virreinato de Nueva Granada (actual Colombia). el jesuita José Gumilla narra con sencillez en su libro El Orinoco Ilustrado (1730) cómo prosperaban los cafetales en su misión de Santa Teresa de Tabajé, próxima a la desembocadura del río Meta en el Orinoco.
Además de los jesuitas, otros sacerdotes unieron sus esfuerzos apostólicos en beneficio del cultivo del café en la Nueva Granada. Se cuenta que, en Salazar de las Palmas, un pueblo del Norte de Santander, un sacerdote imponía a sus feligreses como penitencia tras la confesión precisamente sembrar café. No ha llegado hasta nosotros cuantos cafetos había que plantar en función de qué pecados, pero la historia es real y acredita que el café tiene reminiscencias católicas y, por lo tanto, pertenece a la cultura de la Hispanidad.
Desde allí se extendió a otros países de Hispanoamérica que producen café de calidad: Brasil, Costa Rica, Méjico, Guatemala son los más relevantes. Eso sí, se difundió sin necesidad de inventarse ningún ritual o ceremonia en torno al consumo de esta bebida, pues en la Hispanidad, como parte integrante de la Cristiandad ya tenemos, excelso, el Santo Sacrificio del altar.
Ana Herrero, Margaritas Hispánicas
Fuente: Periódico La Esperanza
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