Aunque a muchos les sorprenda, hay que considerar que los vinos se comportan como los seres vivos: nacen, se desarrollan, llegan a plenitud y acaban muriendo. La longevidad de un vino depende de sus aptitudes iniciales y de las condiciones de conservación. Lo de "cuanto más viejo, mejor", no es cierto. Muchos no mejoran con el transcurso del tiempo, ni siquiera bien conservados. En cambio otros, gracias a su estructura, añada y origen, se engrandecen. Es importante saber que la edad no es sinónimo de evolución, es decir, que hay vinos de más edad que se conservan mejor que otros más jóvenes. Por ello conviene distinguir cuatro grandes grupos:
1) Los vinos que se deben consumir dentro del año o año y medio siguientes a su vendimia. Es el caso de los vinos blancos sencillos (los que no tienen crianza en barrica y no provienen de variedades nobles), los rosados de garnacha o tempranillo y los tintos más sencillos (y de maceración carbónica);
2) Los vinos que mejoran en el transcurso de los 2 o 3 años. Aquí se engloban la mayoría de los tintos sin crianza o tipo "roble" y los blancos de variedades nobles (como la Chardonnay) sin barrica;
3) Los vinos cuyo momento óptimo de consumo se sitúa entre los 3 y los 10 años. En este grupo se encuentran la mayoría de los tintos con crianza en barrica y los grandes blancos criados o fermentados en barrica;
4) Por último, los vinos que alcanzan su apogeo con más de 10-15 años. Hablamos entonces de grandes botellas, como pueden ser los tintos de añadas excepcionales y procedencias muy especiales.
Fuente: redcomiendo.com
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