domingo, 30 de enero de 2011
@walezca Barrios: La apasionada relación del hombre y la comida (I)
Todas las manifestaciones culinarias nos expresan que el hombre no es hombre si no disfruta del placer de la comida a lo largo de su vida. Hablamos de ese placer que involucra todos los sentidos a través de la combinación de otras expresiones más artísticas. Y es que la gastronomía despierta el placer de todos los sentidos.
En la Edad Media era muy común que el disfrute culinario llegara a extremos peligrosos, incluso a la muerte. Como el caso de Adolfo Federico de Suecia que, literalmente, comió hasta morir. Murió al sufrir una complicación digestiva luego de una exagerada cena.
La comida en sí no lleva a estos extremos, somos nosotros que expresamos nuestra esencia humana, a veces buena, a veces no tanto, a través de ella. Como estamos cerca de la fecha más romántica del año, quise dedicarme a leer y escribir sobre el proceso de cómo ciertos alimentos obtuvieron la fama de afrodisíacos. Todo comenzó con la experiencia de sensaciones, y si hay algo que es históricamente cierto es que el placer (y el amor) entra por la boca.
Si bien nuestros antepasados no contaron con el conocimiento que en estos momentos poseemos, hay legados, historias y curiosidades que dejan muy en claro que no necesitaban saber que las ostras, el chocolate, las fresas o los espárragos son afrodisiacos. La imaginación y los deseos eran sus alimentos afrodisiacos y supieron darse una muy buena vida en esos descubrimientos placenteros (no en el caso de Adolfo Federico y otros tantos). Ellos hicieron la “dura” tarea de dejarnos legados de cómo disfrutar una comida hasta llegar a niveles de éxtasis y nosotros las conocemos y las disfrutamos adecuadas a nuestra época.
Los que más destacaron en dejar muestras de la relación tan apasionada que puede llegar a existir entre el hombre y la comida fueron los Griegos y los Romanos. Sitio y época donde la vida transcurría entre placeres y fiestas.
Una de las más famosas fiestas griegas eran las fiestas Dionisíacas, en honor a Dionisio o Baco (dios del vino). Estas fiestas se celebraban en Atenas cuatro veces al año. Los pobres y los acaudalados hacían sus fiestas por separado, pero eso no era un elemento trascendente para que, en ambas, los más apetecibles manjares y el más exquisito vino abundaran de forma “casi insultante” para nuestro amigo Adolfo.
Todo esto se disfrutaba bajo un ambiente musical, con bailarinas y bailarines que complacían a los grandes señores con sus danzas, y obras de teatro que entretenían y hacían reír al público. Poca información se tiene sobre los platillos que se consumían en estas fiestas. Hay documentación de una que otra receta, pero la más conocida es la Mattye, platillo favorito de estas fiestas que se preparaba con la Gallina de Guinea o la Perdiz. El pueblo la solía preparar con cualquier pájaro que consiguiera.
Estas fiestas se extendieron hasta Roma, donde alcanzaron su máxima expresión, pero la cuna fue Grecia.
Todos sabemos que Roma también se destacó por dejar volar la imaginación cuando de placeres culinarios nos referimos. De hecho, los romanos llegaron al punto de lo que nosotros catalogamos como excéntrico. En mis lecturas e investigaciones son muchas las historias de gran “creatividad y desenfreno romano”. Y este desenfreno quedaba reflejado en los platillos que consumían: Mientras más raro fuera, más merecía ser consumido y más valor tenía.
Algo que sí tenían los Griegos, es que ellos disfrutaban de todo el conjunto al compás: comida, bebida, vino, danzas, mujeres y hombres bajo el ritmo de sus placeres. Los Romanos no eran muy dados a unirlo todo.
En primer lugar, a pesar de tener claro que debían repartir la comida en tres momentos del día - jantaculum (desayuno), prandium (almuerzo) y cenae (cena)- solían saltarse las dos primeras y hacer los grandes banquetes en la noche. Eso sí: después de los famosos baños romanos. Al final de la tarde, se sentaban en unos triclinios a disfrutar de los platillos más raros de la historia, como por ejemplo sesos de alondra o lenguas de ruiseñor. Se dice que no bebían nada mientras comían. Consideraban que el vino no dejaba apreciar el sabor de las comidas, por lo que una vez que culminaban la tragona, se disponían a beber para pasar el rato y conversar con los amigos o hacer negocios. Supongo que si un Romano estuviera en nuestra época, la palabra armonía o maridaje le resultaría un ultraje.
Todo era lujo, sólo comían y bebían en utensilios, platos y copas hechos de oro o plata. No se andaban con cuentos los Romanos y si de buena vida se trata, ellos fueron los primeros en probarla.
Pero como no todo lo que brilla es oro, de los excesos nada bueno les quedaba. Como lo “Chic de la época” era comer platillos extravagantes, los cocineros de los Romanos acaudalados inventaban y hacían unas mezclas con cuanta hierba, animal o tubérculo encontraran. Nadie estaba pendiente de si el alimento era venenoso o no, todo se centraba en el sabor, así que no es raro que el glamour romano acabara cuando llegaban las enfermedades a causa de un fuerte desequilibrio alimenticio o morían por intoxicación.
Dice el dicho que “de grandes cenas están las tumbas llenas”. Los primeros en confirmarlo fueron los Griegos y los Romanos, pero al menos se dieron una buena vida culinaria. De ellos sale nuestro primer aprendizaje: la comida es placer y nada de malo tiene este concepto, siempre y cuando no nos excedamos ni nos volvamos locos. Consejo que no escuchó nuestro amigo Adolfo.
¡Hasta el próximo domingo!
Walezca Barrios
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