Al recordar propiamente el sabor de algo podemos predecir las consecuencias gratas o desagradables, ya que también memorizamos el valor recompensante y placentero o desagradable y nocivo.
Esta capacidad integrativa se logra gracias a la intrincada comunicación entre la amígdala, la corteza gustativa y las cortezas frontal y prefrontal. Estas últimas estructuras son regiones cerebrales donde las neuronas se consideran también multisensoriales, que responde a un gran número de estímulos recibidos a través de nuestros sentidos, pero también a la actividad interna del cerebro. Al parecer, en estas cortezas se llevan a cabo procesos esenciales para poder integrar variados aspectos de los alimentos que hemos consumido y que se relacionan con el olor, el sabor, el valor hedónico y el estado motivacional.
Un aspecto importante al alimentarnos – y que suele estar muy presente en las personas acostumbradas a dietas disminuidas y forzadas- es saber reconocer cuando estamos saciados o satisfechos, a pesar de que el alimento mantenga su valor placentero. Es común que el valor hedónico que percibimos en un alimento determinado varía dependiendo de cuán saciados estemos o, como bien dicen, “para buena hambre no hay mal pan”. Como el sabor del alimento no cambia, es entonces el estado interno en el que nos encontremos, que depende del grado de hambre o saciedad, el que otorga la interpretación final de la percepción del sabor. Esta capacidad de preferencia o respuesta diferencial a los alimentos se logra en parte por la activación simultánea de las neuronas multimodales de la corteza prefrontal y las otras regiones antes mencionadas.
La plasticidad de las neuronas en estas estructuras subyace precisamente en la capacidad de responder químicamente de forma variada, así como en la posibilidad de tener mayor o menor número de conexiones para alterar el patrón de respuesta ante un mismo estímulo. Esta dinámica de cambios en las neuronas, en sus conexiones y en los circuitos de conexión que forman, es precisamente donde reside la memoria de los sabores.
El reto actual de la ciencia radica necesariamente en entender la complejidad que se da durante la formación de estos patrones, la interacción entre las estructuras y los cambios químicos y morfológicos necesarios en cada una de las neuronas para mantener esta complejidad.
El conocimiento actual indica que la ruta para percibir y recocer un sabor inicia con la activación de las células gustativas, agrupadas en las papilas gustativas de la lengua y epiglotis, donde los receptores en cada célula receptora están “entonados” para responder a una modalidad básica de sabor - dulce, amargo, salado, ácido o umami-, y cada célula está inervada por fibras que también responde sólo a una modalidad. La información captada por estas células llega al cerebro a través del procesamiento multisensorial, distribuido a lo largo y ancho de redes plásticas en varias estructuras, donde se integra la información del sabor, su valor hedónico y reforzante, comparándolo también con el estado interno del cuerpo. Durante la integración de tan variados aspectos del sabor del alimento, se activan simultáneamente regiones cerebrales encargadas del almacenamiento de la información, para así lograr una memoria a largo plazo. La memoria del sabor es constantemente actualizada dependiendo de nuestras experiencias cambiantes, que dependen radicalmente de las consecuencias gastrointestinales que produce el sabor y de nuestro grado de saciedad o expectación.
Claramente, un alimento no sólo se caracteriza por su sabor, sino también por la suma del olor, textura y atractivo visual, que lo convierten en una experiencia integrada al estado emocional e interno de quien lo consume; esta experiencia permite posteriormente reconocer un alimento como altamente placentero y evocar con él momentos, personas y lugares singulares e inolvidables de la vida.
Con esto puedo afirmar una vez más: ¡hay química en todo lo que hacemos!
Espero sus comentarios.
¡Nos leemos la próxima semana!
Georjay Romero.
MSc. Ciencias de Alimentos
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