Por aquel entonces se publicaron las primeras conclusiones del estudio MONICA, un enorme proyecto con datos de más de 15 millones de personas de más de veinte países. Toda esa información serviría para dilucidar qué factores estaban ligados a problemas cardiovasculares –como infartos o ictus– y tomar las medidas oportunas.
Francia era uno de los países donde más grasas poco saludables se consumían: en la mantequilla, en los quesos, en su foie gras. Sin embargo, los franceses apenas morían por infartos. (Foto: Fotolia)
Algunas cosas ya se conocían. A más colesterol y consumo de grasas saturadas, mayor riesgo. Pero algo no cuadró: Francia era uno de los países donde más grasas de este tipo se consumían: en la mantequilla, en los quesos, en su foie gras. Sin embargo, los franceses apenas morían por infartos. De hecho, su riesgo cardiovascular era entre cinco y diez veces más bajo que el de sus vecinos ingleses y prácticamente la mitad que el de los estadounidenses. Todo esto, sin que hubiera diferencias sustanciales en cuanto a sus niveles de colesterol, su peso, su tensión arterial o el número de cigarrillos que fumaban. ¿Qué protegía a los franceses?
Sin intrigas: el vino. Ese era el ingrediente protector, según Serge Renaud, investigador francés al que se considera como el ‘padre’ de la paradoja. Renaud creía que, si no toda, gran parte de ella se debía a que la mayoría de los franceses son consumidores habituales de vino, sobre todo tinto, y que este, a dosis moderadas, tenía efectos beneficiosos sobre la salud cardiovascular.
Eso era lo que contrarrestaba el peligro de sus quesos, su foie gras, sus cruasanes con mantequilla. Así fue como lo expuso en 1991 en una entrevista en la cadena estadounidense CBS, momento que se considera como el nacimiento de la paradoja francesa, y que desencadenó una subida del 40% en las ventas de vino en Estados Unidos en el año que siguió a la emisión.
En 1992 explicó su hipótesis en la revista The Lancet. A partir de diferentes estudios, llegó a la conclusión que los principales elementos de la dieta que influían en la mortalidad eran justamente las grasas, para mal, y el consumo regular y moderado de vino, para bien. Pero más que una revelación, su convicción parece tener los tintes de una búsqueda.
Una pista está en su propia biografía: “Si no hubiera vivido con mis abuelos en un viñedo cerca de Burdeos, quizás la idea no se me hubiera ocurrido. Cuando ves a personas que han bebido pequeñas cantidades de vino cada día alcanzar los 80 y los 90 años no piensas que a esas dosis el vino pueda ser perjudicial”.
La otra está en la propia ciencia. Renaud había oído que en 1970 el gran estudio Framingham, en EE UU, llegó a la conclusión de que dosis bajas de alcohol podían disminuir la mortalidad cardiovascular. Pero ese trabajo tardó mucho en publicarse, porque “los Institutos de Salud de los Estados Unidos (NIH) temían que animase a la gente a beber”, aseguró. Por entonces, Renaud ya llevaba años trabajando en los mecanismos por los que el alcohol podía actuar sobre las plaquetas de la sangre.
Su propuesta no era más que una conjetura basada en estudios epidemiológicos, que servía para formular hipótesis, pero no para demostrarlas. Este tipo de trabajos son proclives a caer en la falacia ecológica: una falsedad resultante de un análisis incompleto, de una recogida insuficiente de datos o de una correlación azarosa y no causal.
Eso es lo que piensan los críticos de la paradoja: que en realidad no existe. Por ejemplo, porque los datos sobre la dieta de los franceses fueron recabados en los años 80, pero cabe pensar que también sería importante la dieta anterior, que en los 60 no parecía incluir tantas grasas. También por otros factores que no se tuvieron en cuenta, como el consumo de pescado. O incluso porque tomar vino puede asociarse a un mayor estatus económico y, por tanto, a un mejor acceso a medicinas.
No es eso lo que opina Juan Carlos Espín, jefe del Departamento de Ciencia y Tecnología de Alimentos del CEBAS-CSIC, en Murcia: “La nutrición y la medicina se están rescribiendo cada día, y es cierto que a veces se intenta simplificar en exceso buscando un único responsable de fenómenos muy complejos. Aun admitiendo eso, a día de hoy existen muchísimas evidencias que avalan la existencia de la paradoja y van construyendo un mensaje”.
Real o no, lo que consiguió la paradoja francesa fue disparar el número de estudios sobre los posibles beneficios del vino que, en general, han dictado un informe favorable: “A día de hoy se acepta que el consumo moderado de vino, especialmente tinto, contribuye a reducir el riesgo cardiovascular. Con estas palabras y no otras”, recalca Espín, para quien el vino seguramente no explica la totalidad de la paradoja, pero sí una buena parte.
De la misma opinión es Cristina Andrés, jefa del departamento de Metabolómica de los Alimentos en la Universidad de Barcelona, para quien “hay muchos estudios que indican su beneficio; pero los efectos del alcohol hay que interpretarlos con cautela”.
Está probado que los efectos del vino sobre el corazón dibujan una curva en J. Imagine que el extremo izquierdo de la letra es su riesgo cardiovascular. Si bebe un poco de vino cada día –empiece a escribir la J– es posible que ese riesgo disminuya, pero en cuanto se exceda un poco –complete la letra– el riesgo aumentará. Y lo hará de una forma exponencial, como el trazo de la jota.
Esa curva supone el mayor problema a la hora de recomendar su consumo, porque definir ‘moderado’ es complicado. Dependerá de si es hombre o mujer, de su peso, de su edad y, además, del tipo de vino: “En España se producen miles de vinos distintos, con gran variabilidad en su composición”, apunta Espín. “De ahí lo difícil que resulta establecer la relación riesgo/beneficio”.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda no exceder las dos copas al día en los hombres y la mitad en mujeres, porque también puede acarrear problemas: el alcohol se relaciona con el desarrollo de tumores, e incluso dosis moderadas a largo plazo pueden aumentar el riesgo de cirrosis. Un estudio de la revista BMJ cifró la dosis óptima en cinco gramos de alcohol al día, esto es, media copa; pero otra investigación más reciente, también en BMJ, ponía en duda estos resultados, ya que solo encontró beneficios en mujeres mayores de 65 años.
“No creo que haya suficiente evidencia como para prohibir el consumo moderado de vino tinto”, afirma Núria Ribas, adjunta en el servicio de cardiología del Hospital del Mar, en Barcelona. De hecho, “las últimas guías de práctica clínica españolas todavía recomiendan un consumo máximo de una copa de vino al día en mujeres y dos en hombres”. Pero “hay que individualizar las recomendaciones.
Lo fundamental es vigilar la dieta y hacer ejercicio. Eso sí, a los pacientes que llevan hábitos saludables y que preguntan si pueden tomar algo de vino, les digo que sí”, explica Ribas. Recomendaciones muy parecidas a las que sugiere la Asociación Estadounidense del Corazón y a las que remite Valentín Fuster, jefe de cardiología del hospital Monte Sinaí, en Nueva York.
¿Pero cómo podría un poco de vino producir esos beneficios? En última instancia no se conoce el mecanismo exacto, pero hay bastantes pistas, eso sí. Básicamente son dos los componentes que pueden estar actuando: el alcohol y los polifenoles, un conjunto de sustancias antioxidantes en las que el vino tinto es especialmente rico. Ambas presentan credenciales.
El alcohol en pequeñas dosis aumenta el colesterol ‘bueno’ HDL, y como si fuera una pequeña aspirina, inhibe la agregación plaquetaria que ya estudiaba Renaud. Por su parte, los polifenoles también actúan sobre las plaquetas, tienen propiedades antiinflamatorias y disminuyen el colesterol LDL oxidado, el peor de los colesteroles malos.
Se desconoce cuál de estos mecanismos es más importante, pero sí parece que lo más eficaz es la combinación de alcohol y polifenoles, porque el primero parece mejorar la absorción de los segundos y, sobre todo, porque cuando se han hecho estudios con vino sin alguno de los dos componentes, los beneficios son inferiores. Eso explicaría por qué el tinto, con más polifenoles que el blanco, parece más eficaz que la cerveza, que tiene menos antioxidantes; y esta que la ginebra, que prácticamente solo actúa a través del alcohol.
En cualquier caso, es arriesgado hacer recomendaciones debido a la curva en J, la toxicidad del alcohol y lo difícil que resulta establecer qué es un consumo moderado. Para evitar estos problemas, llegamos a la evolución sintética de la paradoja: las pastillas.
De entre todo el abanico de polifenoles que contiene el vino, intentó buscarse cuál era el fundamental, aquel cuya producción a gran escala pudiera, si no igualar, al menos asemejar sus beneficios sin sus peligros. Ya desde el primer momento uno destacó por encima de todos: el resveratrol. Su salto definitivo y espectacular llegó en 2003, cuando se describió que el resveratrol activaba las sirtuinas –unas proteínas centrales en la maquinaria celular– y reproducía todos los efectos de la restricción calórica, al menos en levaduras. Poco menos que la panacea universal.
La restricción calórica, que consiste en disminuir aproximadamente el 30% de las calorías que ingerimos, ha demostrado en animales inferiores que mejora el metabolismo, protege del cáncer, ralentiza el envejecimiento y prolonga la vida. El resveratrol parecía ser la pastilla que podía mimetizarlo sin tremendo sacrificio dietético. Por si fuera poco, también explicaría la mayoría de los efectos beneficiosos del vino.
Sin embargo, el castillo de naipes se fue derrumbando. El resveratrol no alarga la vida de los ratones y ni siquiera parece capaz de activar las sirtuinas. Primera carta fuera. Además, el principal ensayo que se hizo para probar su efecto anticancerígeno tuvo que suspenderse. Con las dosis utilizadas no solo no parecía eficaz, sino que dañaba los riñones en pacientes con mieloma. Aunque su papel contra el cáncer –la segunda carta– no se ha desechado, la gran esperanza está ahora en su acción cardiovascular.
En ello está el doctor Espín, quien ostenta una patente sobre su extracción. El resveratrol es un antimicrobiano que la uva produce para defenderse cuando percibe una agresión. Por eso, los vinos poseen concentraciones muy variables, según los ataques que hayan sufrido. Una botella contiene entre 0,2 y 5,8 miligramos.
El método de Espín permite enriquecer esta concentración y así fabricar pastillas con ocho miligramos que ya se comercializan. Una cantidad que considera apropiada porque “consumir más resveratrol no produce necesariamente más efecto”.
Su propio grupo ha participado en ensayos clínicos en los cuales se ha visto que tomar esta combinación durante un año mejora varios parámetros cardiovasculares sin aparentes efectos secundarios. Por ello, defiende su uso como un complemento, “sin que eso exima de llevar una vida ordenada”, afirmación a la que se une Andrés.
Su comercialización es posible porque se trata de un complemento alimenticio, no de un fármaco. Si lo fuera, debería haber sido sometido a ensayos más grandes, a más largo plazo, y haber mostrado una disminución de los infartos y los ictus.
Para Espín, “la mayoría de complementos, incluidos otros con diferentes concentraciones de resveratrol, se venden a gran escala sin evidencias parecidas. Nosotros demostramos eficacia y seguridad. En la jungla de las farmacias no hay ningún complemento con el mismo aval. Es sorprendente lo que se vende sin nada detrás que lo soporte. En vez de aplaudir lo que se ha hecho para este ingrediente, se echa en falta aquello que solo es aplicable al medicamento”.
Por su parte, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) aún no se ha pronunciado al respecto, y profesionales como la doctora Ribas se muestran escépticos: “Es cierto que el resveratrol ha demostrado algunos beneficios bioquímicos respecto a la prevención cardiovascular, pero todavía no hay datos clínicos que nos digan si es eficaz”.
Eso sí, sea útil o no y hasta qué punto, parece evidente que nadie es capaz de discutir aún la frase de Renaud: “No esperes una pastilla que sustituya una buena dieta. No existe tal cosa”. (Fuente: SINC)
Fuente: Noticias de la Ciencia
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