Foto: Tome Vinos - Blog de Vinos |
Para todos, la costumbre de catar el primer sorbo de una botella nueva es un rito social. Una oportunidad para fingir cierto conocimiento e infundirle dignidad y distinción a la velada. Salvo que sirvieran kerosene, ninguno devolvía el vino. Pero él había hecho de eso una exigencia extrema.
Al sentarse nomás, miraba la carta de vinos con los ojos entornados como buscando contraindicaciones en el folleto de un remedio. Esperaba a que todos ordenaran la comida y pedía el vino en voz baja, con la autoridad de un experto. El mozo, confiado, volvía con la botella dispuesto a cumplir con el ritual, descontando la complicidad social. Pero después de un escrupuloso chequeo de color y sabor, invariablemente, él apoyaba la copa y sin mirar al mozo decía: “No, no está bien.” Cuando le pedían que aflojara con la exigencia, insistía en defender la calidad del vino.
Al sentarse nomás, miraba la carta de vinos con los ojos entornados como buscando contraindicaciones en el folleto de un remedio. Esperaba a que todos ordenaran la comida y pedía el vino en voz baja, con la autoridad de un experto. El mozo, confiado, volvía con la botella dispuesto a cumplir con el ritual, descontando la complicidad social. Pero después de un escrupuloso chequeo de color y sabor, invariablemente, él apoyaba la copa y sin mirar al mozo decía: “No, no está bien.” Cuando le pedían que aflojara con la exigencia, insistía en defender la calidad del vino.
Cada argumento lo convertía en un experto mayor a los ojos del resto. Un día lo probaron en un restaurante con sommelier calificado y vinoteca para exquisitos. Expectantes, esperaron que se cumplieran todos los pasos de costumbre, esta vez, frente al especialista. “No, no está bien”, dijo al final. El sommelier se mostró sorprendido, probó el vino, lo miró a los ojos y después de un breve silencio le dijo: “Tiene razón señor, no está bien. Mil disculpas”. Entre exigentes, nadie quiere mostrarse menos riguroso.
Miguel Jurado
Fuente: Clarín
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