El Gourmet Urbano: #PASTELERIA #ESPAÑA | Los pasteles me cambiaron la vida

miércoles, 26 de febrero de 2020

#PASTELERIA #ESPAÑA | Los pasteles me cambiaron la vida

Lidia Fariña tocó fondo y decidió, después de alguna mala experiencia laboral, emprender con la única intención de explotar su creatividad dentro de un obrador. Lo ha conseguido
A veces hay que tocar fondo para darse cuenta de lo que vale la pena. Es algo que muchos pensamos, pero solo algunos algunas personas lo viven en primera persona. Lidia Fariña sabía que era una artista haciendo repostería.

CAPOTILLO Sabela Fariña, hermanda de Lidia, propietaria de la Artesa


También lo sabía su familia. Pero tuvo que darse de bruces con la realidad más amarga del mundo laboral para empezar a construirse desde cero. En esa construcción personal tiene buena parte de culpa su hermana Paula y Sabela. Porque en la familia de Lidia cuando alguno lanza un grito desesperado, todos se cuadran para ayudar. 

En esta historia el vehículo conductor fueron los pasteles, fue la creatividad que emana de un obrador que hizo magia en la familia Fariña. «Los pasteles me cambiaron la vida», reconoce Lidia, propietaria de Artesa, quien asegura que «después de trabajar en muchos sitios, tener jefes de todo tipo y horas de más, necesitaba tener un trabajo mio y sobre todo creativo». Parece que lo ha encontrado. Su vida es otra. Antes de abrir estaba en un momento anímico muy bajo, vivía en Vigo y estaba soltera. Hacer pasteles le ayudó a levantarse y poco tiempo después se trasladó a vivir a Pontevedra, está feliz y «hasta he encontrado el amor en el trabajo». Ha hecho de Artesa su pequeña comunidad junto a su hermana Sabela, que desde hace unos meses está a jornada completa con ella.

Para llegar a parir a Artesa, Paula es una pieza clave. Como dicen las hermanas, es la «racional» de la familia. Así que un día que vio a Lidia en un mal momento, la trajo a Pontevedra a ver bajos y posibilidades. No le sorprendió, ella es una loca de la decoración y de los sitios bonitos. «En mis viajes tengo tantas fotos de locales que me gustan como del resto», puntualiza, mientras desnuda su pasado más reciente. Ese primer paseo por la ciudad la llevó casi sin quererlo a recorrer las administraciones para comenzar con los trámites. La aventura de emprender empezó casi sin proponérselo y con Paula dando empujoncitos por detrás, como quien ayuda a un niño a caminar.

Convirtió un pequeño bajo de Curros Enríquez en una especie de salón de casa, donde la relación con sus clientes es muy personal, «que hasta saben que estoy con obras en casa», explica Lidia, mientras acaba de decorar unas galletas que ponen Love para celebrar el día de San Valentín. «Mi familia creyó en mí, el día que abrimos le dije a Sabela que viniese, pero dos días después me dijo que ya podía estar sola», recuerda con cariño. Sin embargo, no puede. No por capacidad. Le sobra de eso y de creatividad. Su cabeza no para. «Cuando abrí vendía más cafés que pastelería, pero al cerrar envolvía trozos de los bizcochos y panes que no había vendido y los regalaba a la gente para que los probase», comenta Lidia. Galletas, pasteles, bizcochos de mandarina, frutos rojos, canela o chocolate son algunas de las opciones de desayuno o merienda. Además también conquista a los niños con galletas con formas de los protagonistas de Frozen. Las estanterías ya empiezan a estar llenas de las figuras que irán dentro de los huevos de Pascua.

Cada día piensa en nuevas ideas que puedan convertir este rincón en un espacio más ambicioso sin perder el encanto de ahora. Pero le faltan metros cuadrados. No puede ampliar hacia ninguno de los dos lados, a uno está el centro de día Saraiva y hacia el otro, un bar de copas. «Podemos ofrecerle un trato, total solo abren por la noche», bromea Lidia Fariña. En los últimos meses ha buscado local para intentar ampliar el negocio, pero se han topado con alquileres elevadísimos y con reformas demasiado ambiciosas como para que sea viable. Así que, mientras, siguen en este pequeño rincón de la zona vieja. La necesidad de ampliar le ronda la cabeza cada vez que le dice a alguien que no le puede coger el pedido o ve como los clientes pasan de largo por no tener una silla libre. «Lo que más me duele es decirle a la gente que no», comenta la dueña de Artesa, que nunca pensó que podría ser tan feliz yendo a trabajar. «Si hago 15 horas es porque quiero, antes las hacía y no me las pagaban», lamenta.

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