El añejamiento submarino no es improvisado. Se inspira en pruebas con botellas encontradas cerca de naufragios ocurridos hace decenas o centenares de años. / Archivo Particular |
Crece el número de bodegas que adoptan la enología submarina. Y también aumenta el grupo de consumidores y críticos que sucumbe ante sus poderes.
Crece el número de bodegas que adoptan la enología submarina. Y también aumenta el grupo de consumidores y críticos que sucumbe ante sus poderes.
Además de producir botellas sencillamente únicas —tanto en la forma como en la esencia—, los bodegueros submarinos también incursionan en el enoturismo. Para vivirlo, hay que bucear y sumergirse a veinte metros o más de la superficie. En algunos casos, incluso, los sommeliers de tanque y careta dirigen originales e intrépidas degustaciones bajo el agua.
Una primera impresión revela caldos armoniosos y placenteros, pero, ante todo, misteriosos, que se rigen por sus propias reglas.
El añejamiento submarino no es improvisado. Se inspira en pruebas con botellas encontradas cerca de naufragios ocurridos hace decenas o centenares de años. Sorprende que, al abrirlas, no han perdido cualidades olfativas ni gustativas.
Los factores que favorecen este tipo de crianza son cuatro: presión y temperatura constantes (alrededor de los 14 grados); salinidad, ausencia de luz y ruido, y el movimiento suave y constante del oleaje. Motivado por su deber de anteponer la objetividad al entusiasmo, el crítico Federico Oldenburg, colaborador del diario El Mundo, de España, agrega que “en la cata objetiva, los vinos que han reposado meses en el mar presentan una madurez precoz, pero no por eso menos armónica. El asunto de la salinidad, en cambio, es más bien una sugestión, porque las botellas que se adentran en las aguas —en jaulas bien protegidas— están selladas con lacre, ya que la filtración de agua salada resultaría completamente perniciosa. Por ello, muchas de las referencias submarinas emplean también tapones de cristal, más herméticos que los de corcho”.
La categoría de los enólogos devotos de esta corriente confirma su trascendencia y futuro. Uno de ellos es el talentoso Raúl Pérez, reconocido por poner patas arriba la vinicultura peninsular con sus geniales producciones.
Un declarado admirador de Pérez es Ferrán Centelles, del diario La Vanguardia, de Barcelona, quien define así su trabajo submarino: “Se podría decir que es el Witcher español, porque sus vinos son de otro mundo”.
El vino más radical de Pérez, según Oldenburg, es Garum Submarino, hecho en Cádiz, con la variedad local Tintilla de Rota. Tras madurarlo 16 meses en barricas de roble, lo introduce en ánforas de barro para su posterior crianza sobre el lecho marino, durante doce meses, a doce metros de profundidad. “La imagen de la vasija de barro plagada de lapas, restos de algas y moluscos se asemeja más a un hallazgo arqueológico que a un vino elaborado en pleno siglo XXI”, dice Oldenburg.
Otra famosa casa es Crusoe Treasure, de Cantabria. Según su experiencia, los vinos gruesos y potentes aguantan mejor el vaivén del mar que los jóvenes y ligeros.
La trilogía Sea Soul, Sea Passion y Sea Legend es una verdadera sinopsis enosubmarina.
Otros reconocidos productores del nuevo género son: Viña Maris, de Alicante; Vinos Tendal, de La Palma (Canarias); Edivovino, de Croacia; Gaia, de Grecia; Bisson, de Italia, y el vino espumoso de Pierluigi Lugano, de Liguria. El trabajo actual más audaz es el de Emmanuel Poirmeur, de Saint-Jean-de-Luz (Francia), quien ha ido un paso más allá, fermentando el vino bajo el agua durante más de un año. Sus caldos singulares y poco ortodoxos indican que este capítulo de la enología submarina apenas comienza.
Hugo Sabogal
Fuente: El Espectador
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