Qué debemos hacer para que cada vez que tengamos una copa de vino en mano se active el modo disfrute
Más allá que usualmente las palabras catar y degustar se utilizan como sinónimo hay una pequeña gran diferencia entre ambas. La primera, la cata, siempre suele ser más técnica en donde se estudia, analiza, compara, juzga y clasifica un vino. Por eso este término usualmente es más común encontrarlo cuando hay encuentros de profesionales o expertos con vinos de por medio.
Ahora bien, en una la degustación claro que podemos hacer todo eso, cual expertos, pero la apreciación de aromas y sabores será de una forma más subjetiva y mucho más relajada. Entonces, ¿qué tenemos que hacer para aprender a degustar (y disfrutar) un vino?
Lo primero que vamos a hacer es abrir el vino que más nos guste y tengamos en casa. Nos servimos un tercio de nuestra copa y la inclinamos (idealmente sobre un fondo blanco para que el vino contraste). ¿Qué tenemos que mirar? Vamos a empezar por el brillo. Los vinos cuánto más jóvenes, más brillan. Y a medida que pasan los años van volviéndose un tanto más opacos. La limpidez, es decir, que el vino esté perfectamente límpido y sin presentar ninguna partícula a la vista, actualmente no es condición sine qua non de calidad de un vino. Porque cada vez más hay vinos que nos llegan sin filtrar o vinos más naturales que eligen eliminar algunos procesos que, por ejemplo, limpian el vino en pos de que no pierdan su esencia en aromas y sabores. Así que a no asustarse si un vino joven presenta algún tipo de partícula a la vista. Siempre leamos con mucha atención las etiquetas que nos suelen advertir si el vino es natural, no fue filtrado o directamente que puede presentar algún tipo de sedimento.
Ahora vamos a mover suavemente el vino, con movimientos circulares, para observar la densidad del vino. ¡Sé que nunca miramos cómo se mueve el vino en nuestras copas! Pero realmente mirar el vino nos da mucha información. Así, un vino que se mueva más rápido y ligero, será justamente un vino con esas mismas características en la boca. Por el contrario, los vinos más densos (y lentos) serán los que en boca tendrán un peso más marcado por la mayor presencia de alcohol. Otro factor que incide en la densidad del vino es la presencia de azúcar residual. A mayor cantidad de azúcar (y de dulzor) el vino se moverá más lento en nuestras copas. Al hacer bailar el vino veremos que en las paredes de la copa pueden aparecer las llamadas piernas o lágrimas del vino, que justamente, aparecen debido a la concentración de alcohol, azúcar y/o pigmentación del vino. Así, los vinos más intensos "pintarán" lágrimas más oscuras.
Vamos a seguir moviendo el vino con los movimientos circulares pero esta vez vamos a acercar nuestra nariz a la copa. Así mediremos la intensidad aromática del vino. Hay vinos que apenas comenzamos a moverlos desprenden una cantidad de aroma impresionante y hay otros que aunque acerquemos (o directamente adentremos) nuestra nariz a la copa nos susurrarán suavemente sus aromas. Lo más importante es que el vino huela a vino, así nos aseguramos que el vino esté en perfectas condiciones para que sigamos adelante. ¿A qué puede oler el vino si tiene un defecto? Desde vinagre, pasando por humedad y llegando hasta a huevo o cebolla podrida. Son olores muy desagradables que cualquiera de nosotros detectará apenas nos acerquemos al vino. Pero claro, que si el vino está en buen estado, oler un vino es una de las cosas más apasionantes que podemos hacer. Porque los aromas nos trasladan en tiempo y espacio y nos conectan con las emociones que nos provocan cada uno de esos aromas. Dentro de los aromas primarios, los que están intrínsecos en el ADN de cada uva, podemos encontrar pimiento verde en un Cabernet Sauvignon o una nota a manzana en un Chardonnay. Los aromas secundarios, los que se suman naturalmente al vino durante su proceso de elaboración, nos agregarán sensaciones que van de la manteca, a la levadura y llegando a los recuerdos lácticos. Por último, los aromas terciarios, son los que aporta la crianza del vino. Así el roble podrá darnos aromas a chocolate, cacao, humo, vainilla o coco. ¿Y si no encontramos absolutamente ninguno de todos estos aromas? A oler, oler y oler conscientemente. Que los aromas primero tenemos que conocerlos para luego reconocerlos en nuestras copas.
Claro que llevar el vino a la boca es el momento más esperado. Así que ahora llevaremos un pequeño sorbo de vino que haremos que se pasee por todo nuestro paladar. En el segundo sorbito sumaremos una pequeña cantidad de aire y haremos una especie de gárgara para que el vino se airee, como hicimos al mover el vino antes de olerlo. Así los aromas de boca, que sentimos vía retronasal, nos inundarán el paladar con su concierto de aromas. Y además de los aromas, cada vino nos dejará el sello del gusto salado (que suele ser ínfimo, excepto en vinos que provienen de zonas costeras), ácido (que nos da la sensación de frescura aportada justamente por los ácidos provenientes de la uva y la fermentación), dulce (como consecuencia de la presencia del alcohol y del azúcar residual) y amargo (producido por la presencia del tanino, en el caso del tinto, o del contacto con la madera). También en la boca pueden aparecer sensaciones como la aspereza (producida por la presencia de taninos que aportarán textura)0 vinosidad (determinada por la presencia de alcohol, es decir, el etanol que proviene de la fermentación alcohólica), entre otras. Eso sí, todo lo que percibamos en nuestra boca tiene que ser equilibrado, redondo, tan amalgamado que quizá no podamos distinguir cada uno de los sabores o sensaciones pero que nos regalen en su equilibrio una perfecta sensación de placer.
A partir de este momento cada vez que probemos un vino soltemos la primera palabra que se nos aparezca en la mente. Desde un me gusta, no me gusta, es fuerte, suave, fresco o lo que sea. Palabras nuestras, que nos resuenen a nosotros. La idea no es que usemos palabras rimbombantes de expertos que después no tengan una conexión con el vino que estamos probando. Este ejercicio nos ayudará a ejercitar nuestra memoria que comenzará a registrar conscientemente las características de los vinos que más nos gustan más, para volver a encontrarlos una y otra vez. Porque de eso se trata el mundo del vino, de regalarnos placer en cada copa.
1. Mirar el vino
Lo primero que vamos a hacer es abrir el vino que más nos guste y tengamos en casa. Nos servimos un tercio de nuestra copa y la inclinamos (idealmente sobre un fondo blanco para que el vino contraste). ¿Qué tenemos que mirar? Vamos a empezar por el brillo. Los vinos cuánto más jóvenes, más brillan. Y a medida que pasan los años van volviéndose un tanto más opacos. La limpidez, es decir, que el vino esté perfectamente límpido y sin presentar ninguna partícula a la vista, actualmente no es condición sine qua non de calidad de un vino. Porque cada vez más hay vinos que nos llegan sin filtrar o vinos más naturales que eligen eliminar algunos procesos que, por ejemplo, limpian el vino en pos de que no pierdan su esencia en aromas y sabores. Así que a no asustarse si un vino joven presenta algún tipo de partícula a la vista. Siempre leamos con mucha atención las etiquetas que nos suelen advertir si el vino es natural, no fue filtrado o directamente que puede presentar algún tipo de sedimento.
2. Mover el vino
Ahora vamos a mover suavemente el vino, con movimientos circulares, para observar la densidad del vino. ¡Sé que nunca miramos cómo se mueve el vino en nuestras copas! Pero realmente mirar el vino nos da mucha información. Así, un vino que se mueva más rápido y ligero, será justamente un vino con esas mismas características en la boca. Por el contrario, los vinos más densos (y lentos) serán los que en boca tendrán un peso más marcado por la mayor presencia de alcohol. Otro factor que incide en la densidad del vino es la presencia de azúcar residual. A mayor cantidad de azúcar (y de dulzor) el vino se moverá más lento en nuestras copas. Al hacer bailar el vino veremos que en las paredes de la copa pueden aparecer las llamadas piernas o lágrimas del vino, que justamente, aparecen debido a la concentración de alcohol, azúcar y/o pigmentación del vino. Así, los vinos más intensos "pintarán" lágrimas más oscuras.
3. Oler el vino
Vamos a seguir moviendo el vino con los movimientos circulares pero esta vez vamos a acercar nuestra nariz a la copa. Así mediremos la intensidad aromática del vino. Hay vinos que apenas comenzamos a moverlos desprenden una cantidad de aroma impresionante y hay otros que aunque acerquemos (o directamente adentremos) nuestra nariz a la copa nos susurrarán suavemente sus aromas. Lo más importante es que el vino huela a vino, así nos aseguramos que el vino esté en perfectas condiciones para que sigamos adelante. ¿A qué puede oler el vino si tiene un defecto? Desde vinagre, pasando por humedad y llegando hasta a huevo o cebolla podrida. Son olores muy desagradables que cualquiera de nosotros detectará apenas nos acerquemos al vino. Pero claro, que si el vino está en buen estado, oler un vino es una de las cosas más apasionantes que podemos hacer. Porque los aromas nos trasladan en tiempo y espacio y nos conectan con las emociones que nos provocan cada uno de esos aromas. Dentro de los aromas primarios, los que están intrínsecos en el ADN de cada uva, podemos encontrar pimiento verde en un Cabernet Sauvignon o una nota a manzana en un Chardonnay. Los aromas secundarios, los que se suman naturalmente al vino durante su proceso de elaboración, nos agregarán sensaciones que van de la manteca, a la levadura y llegando a los recuerdos lácticos. Por último, los aromas terciarios, son los que aporta la crianza del vino. Así el roble podrá darnos aromas a chocolate, cacao, humo, vainilla o coco. ¿Y si no encontramos absolutamente ninguno de todos estos aromas? A oler, oler y oler conscientemente. Que los aromas primero tenemos que conocerlos para luego reconocerlos en nuestras copas.
4. Saborear el vino
Claro que llevar el vino a la boca es el momento más esperado. Así que ahora llevaremos un pequeño sorbo de vino que haremos que se pasee por todo nuestro paladar. En el segundo sorbito sumaremos una pequeña cantidad de aire y haremos una especie de gárgara para que el vino se airee, como hicimos al mover el vino antes de olerlo. Así los aromas de boca, que sentimos vía retronasal, nos inundarán el paladar con su concierto de aromas. Y además de los aromas, cada vino nos dejará el sello del gusto salado (que suele ser ínfimo, excepto en vinos que provienen de zonas costeras), ácido (que nos da la sensación de frescura aportada justamente por los ácidos provenientes de la uva y la fermentación), dulce (como consecuencia de la presencia del alcohol y del azúcar residual) y amargo (producido por la presencia del tanino, en el caso del tinto, o del contacto con la madera). También en la boca pueden aparecer sensaciones como la aspereza (producida por la presencia de taninos que aportarán textura)0 vinosidad (determinada por la presencia de alcohol, es decir, el etanol que proviene de la fermentación alcohólica), entre otras. Eso sí, todo lo que percibamos en nuestra boca tiene que ser equilibrado, redondo, tan amalgamado que quizá no podamos distinguir cada uno de los sabores o sensaciones pero que nos regalen en su equilibrio una perfecta sensación de placer.
5. Definir el vino en una sola palabra
A partir de este momento cada vez que probemos un vino soltemos la primera palabra que se nos aparezca en la mente. Desde un me gusta, no me gusta, es fuerte, suave, fresco o lo que sea. Palabras nuestras, que nos resuenen a nosotros. La idea no es que usemos palabras rimbombantes de expertos que después no tengan una conexión con el vino que estamos probando. Este ejercicio nos ayudará a ejercitar nuestra memoria que comenzará a registrar conscientemente las características de los vinos que más nos gustan más, para volver a encontrarlos una y otra vez. Porque de eso se trata el mundo del vino, de regalarnos placer en cada copa.
MARIANA GIL JUNCAL
Fuente: Vinetur
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