La rana Gustavo lo tiene bien claro. PXHERE
El mundo vinícola ha creado una jerga y una épica tan estupenda que aleja a los aficionados, en lugar de atraerlos: no dejarse amilanar es básico para seguir disfrutando de esta bebida con alegría.
Vas a cenar con un grupo de amigos a un buen restaurante. Después de daros la carta de viandas, llega el sumiller y os ofrece la carta de vinos. “¿Quién va a elegir?”. Os miráis como si hubiera preguntado quién es el que no se ha duchado. Ante el silencio, que no recordabas igual de cortante desde que os hablaron de sexo en la clase de Religión, el sumiller deja la carta en la mesa, que va pasando de mano en mano cual recurso ante el Tribunal Constitucional. Al final, te toca la china, la patata abrasadora. ¿Qué haces? Pues avisar: “Esto… yo no tengo ni puñetera idea de vinos”.
No lo sabes, pero estás mintiendo: todos sabemos de vino, porque todos sabemos el vino que nos gusta y entender de vino consiste en eso: en satisfacer tu gusto. Punto pelota. Si cuando aparece el sumiller le cuentas cuál es tu vino favorito, aunque sea ese que compras a dos euros en el supermercado, sin amilanarte por ello, les estarás dando pistas para que te recomiende y descubra otros en la misma línea. Aunque tu referencia sea un lineal. ¿Te atreverías a hacerlo, aguantarías las caras pasmadas de alrededor? Difícil, ¿eh? Nunca te avergüences de lo que te gusta, ni con el vino, ni con el sexo ni con nada en realidad.
La trampa del esnobismo
El mundo del vino ha edificado un castillo de solemnidad tan insoportable que, en lugar de invitar a los aficionados o a los jóvenes, los expulsa por mediocres, por salvajes. Parece que es necesaria una titulación en bioquímica y otra en geología para hablar con propiedad, amén de una memoria enciclopédica para denominaciones y etiquetas y una querencia poética para ensalzar con elegancia la formidable épica de la vid. Si no distingues entre variedades de uva con solo atisbar la copa, entre fermentaciones, entre tipos de calizas y arcillas, entre robles y secuoyas o entre el olor de una grosella bañada por el rocío del amanecer y el de una zarzamora que a todas horas llora que llora, no puedes abrir la boca siquiera para que los excelsos caldos de bodegas antológicas toquen tu miserable paladar. Aparta, bruto, que tienes delante un prodigio.
Lo que nos da ganas de hacer a todas cuando empiezan con palabros raros.
El vino se ha convertido en el último reducto del esnobismo culinario, en una secta con una jerga inextricable que nos empuja a todos los que lo disfrutamos a anticipar la consabida confesión de ignorancia, que es absurda. Primero, porque se trata de “la más amable de todas las bebidas”, como la definió el maestro de todos los glotones, Jean Anthelme Brillat-Savarin, en su capital Fisiología del gusto. El vino casi siempre está rico, el vino alegra. Mejora cualquier comida, acerca en el mantel y enciende la conversación. Contribuye a esa gran democracia que propicia la alimentación cuando se comparte como placer. Hasta el borracho fino después del café bebe vino, según reza el refrán, uno de tantos que atesoramos sobre una bebida que nos tragamos hasta consagrada desde hace siglos.
Ni taninos ni taninis
Exigir un conocimiento científico para sonreír con una copa en la mano es una patochada tan amplia como reclamarle un máster en forja de acero y aluminio a un carnicero. El vino es un vehículo para ser felices, como el cuchillo es una herramienta para extraer las mejores tajadas posibles. Así que tenemos que empezar a hablar del vino con otro lenguaje distinto al de los taninos, los retrogustos, las maderas y los olores estandarizados por las cajas de aromas que utilizan los sumilleres, y que obviamente solo ellos entienden. Los profesionales son los responsables de aportarte esos datos, junto con las historias de cada botella, su origen y sus métodos, para que quien quiera educarse aprenda a disfrutar más. Más aún, más todavía de lo que, a pecho descubierto de complejos, el vino solaza por sí mismo.
El que hace ver que los entiende pero pasa total.
“Esa escena de la mesa en la que nadie quiere elegir el vino la he vivido y la vivo muchas veces”, dice riendo Eric Vicente, sumiller en Cinc Sentits, restaurante barcelonés con dos estrellas Michelin. “A veces eligen un vino y, cuando se lo das a probar, dicen que les gusta, pero por su cara ya sabes que no es así”, añade. A ver quién es el guapo que devuelve la botella porque le parece demasiado ácida, o brusca o dulce; o porque no te dice nada. “Yo siempre doy a probar una copa, y la retiro y ofrezco otra en cuanto intuyo que no les va”. El buen sumiller se adecúa al gusto de quien tiene delante, porque solo si sale complacido volverá.
“Hemos complicado muchísimo el vino para el consumidor, y más ahora, que aparte de las denominaciones hay de todo, viñedos singulares, viñedos de pago…” La lista de distinciones que las bodegas adosan para destacarse en un mercado de alta competencia actúa como un laberinto. ¿Cuál es la diferencia entre un vino de pago y uno de parcela? ¿El de parcela se ha cultivado cerca de una piscina? ¿El de pago es premium? “Tenemos que ser transparentes y desdramatizar la elección. Se critica mucho a vinos que se consideran vulgares, cuando muchas veces son los que permiten que la gente empiece a aficionarse”. A Eric, de hecho, le parece mucho más complicado elegir en el supermercado, “donde nadie te puede ayudar”. Cuántas veces echamos al carro una botella porque su etiqueta nos ha molado especialmente entre la estantería. ¿Eso es un pecado? Por supuesto que no. Mi carro, my rules.
Tienes que pelear por tu derecho a fiestear
Eric defiende el vino como una fiesta que nada puede enturbiar, mucho menos la exigencia de un carné. Propagar ese amor resulta ya especialmente difícil en una sociedad que ha dejado de cocinar y que, de la misma forma que ha cambiado el mantel por la bandeja individual en el sofá, también ha eliminado el consumo diario de una copa de vino como parte de la liturgia de la comida familiar. Maxi Rodríguez Marina, sumiller asturiano que ha trabajado en restaurantes y comercios -que también ha recomendado vinos en columnas periodísticas donde contaba sus historias e intríngulis-, añade la pérdida de otras costumbres plebeyas que normalizaban la afición, como el uso del porrón, ese artefacto desenfadado y colectivo que suprime el olfato, pero que hace de todas las bocas una comunión. Por no hablar de las risas que dispara conforme los lamparones engalanan al grupo que lo comparte. Lo mismo que la bota, la que colgábamos al hombro junto a la azada cuando Robert Parker no había nacido, cuando su nombre hubiera parecido el de un actor de Hollywood.
Maxi apunta otro aspecto que conoce por familia: “En Francia se sigue bebiendo en casa vino habitualmente y se les da a los niños en cuanto tienen ciertos años, para educarles”. Y esa escuela resulta más eficaz que “las aburridas notas de cata” o por supuesto que aguantar al típico cuñao que todo grupo de amigos adopta y que siempre, siempre, ha probado un vino mucho mejor que el que acabas de elegir. “En España además tenemos uvas como la garnacha, con vinos golosos, que son perfectos para que la gente joven se anime”, señala Maxi, haciendo bandera de lo sencillo como colegio y refugio.
Esa misma garnacha que tantos aplaudimos, por cierto, fue durante décadas denostada por los expertos como mera uva de relleno para los tintos que luego envejecían durante sexenios, cual momias faraónicas, en barriles de ásperas maderas. Porque el esnobismo no se ha inventado hoy: España lleva aguantando cuñados desde que un señorito se atusó el bigote al entrar en una fonda de pobres y escupió al suelo el trago que le sirvieron. Somos un país de listos, como bien sabe MediaMarkt.
El vino como bisagra
“Yo entiendo el vino como la comida, con una concepción mediterránea de comer: un acto social, donde influye la apetencia, el gusto, el momento y sobre todo con quién estás”, resume Álvaro Mokobodzk, al frente del restaurante La Zorra, en Sitges. Especializado en vinos naturales, Álvaro piensa que toda la parafernalia que rodea el lenguaje y el comercio funciona cuando se usa correctamente, cuando no pretende engalanar a sacerdotes culinarios para encumbrarlos por encima de la plebe. “Las denominaciones de origen, por ejemplo: bien entendidas son un sello de calidad, una seguridad para el consumidor, pero cuando se convierten en Villa Burocracia dejan de perder sentido”. Y cuántas han enfilado ese camino, ay, dando marchamos sin ton ni son. “Yo trabajo con pequeños productores, con muchos, y me costaría darte una lista de diez que estén en una denominación, algunos porque no pueden, pero la mayoría porque no quieren”.
No obstante, Álvaro es optimista. Cree que el cliente ya se sitúa en dos variantes: el listillo, que va de profesional y que compone un sanedrín cada vez más reducido, “y el cliente que pasa de todo olímpicamente, que solo quiere pasarlo bien”. Y estos son cada vez más abundantes. “En Francia, donde el vino tiene toda la pompa del mundo, la gente sabe lo que quiere, y por eso tienen vinos para todo el mundo y de todos los precios”. A ese escenario caminamos, a su entender, pues Álvaro cuestiona que se haya dejado de beber totalmente en casa y también que la gente joven no se acerque al vino: “Es verdad que tenemos uno de los viñedos más grandes del mundo y que el consumo per cápita es bajo. Pero hay mucho autoconsumo. Solo se cuenta el vino que entra en el circuito comercial”.
Sobre ese clásico que
señala a la cerveza como una bebida más llana, a la que es más fácil
aproximarse, lo mismo: “No conozco a nadie a quien le encantara el primer trago
de cerveza, o de whisky”. Y sin embargo, míranos en los bares, encadenando cañas
y chupitos. El vino, paradójicamente, permite un acceso más amable.
Que las barras vuelvan a estar llenas de chatos, las despensas de botellas, y los restaurantes de gente brindando sin complejos depende en buena medida de que recuperemos una relación natural con la alimentación. El vino es patrimonio y esfuerzo, pero ante todo es diversión. “El consumo del vino implica movimientos humanos hacia un éxito tan sofisticado como es crear un líquido no para apagar la sed, sino para saborearlo y añadir a la sangre del cuerpo energía de cambio o afirmación de personalidad”, dice Manuel Vázquez Montalbán en Contra los gourmets.
El vino, como todo lo bueno de la vida, sirve para conocernos y para mejorarnos. Si alguien quiere usarlo para separarnos, para dividirnos en patricios y plebeyos, estamos obligados a sumergirlo en una cuba y no sacarlo de ella hasta que acaben las fiestas del pueblo o hasta que se reconozca como un hortera emperejilado. Así que abramos la botella, sirvamos y tatuémonos la máxima de Rob Fleming en Alta fidelidad: “Lo importante no es lo que te gustaría ser. Lo importante es lo que te gusta”.
Vino sí, vino siempre, vino en todas partes, vino para todos
Que las barras vuelvan a estar llenas de chatos, las despensas de botellas, y los restaurantes de gente brindando sin complejos depende en buena medida de que recuperemos una relación natural con la alimentación. El vino es patrimonio y esfuerzo, pero ante todo es diversión. “El consumo del vino implica movimientos humanos hacia un éxito tan sofisticado como es crear un líquido no para apagar la sed, sino para saborearlo y añadir a la sangre del cuerpo energía de cambio o afirmación de personalidad”, dice Manuel Vázquez Montalbán en Contra los gourmets.
El vino, como todo lo bueno de la vida, sirve para conocernos y para mejorarnos. Si alguien quiere usarlo para separarnos, para dividirnos en patricios y plebeyos, estamos obligados a sumergirlo en una cuba y no sacarlo de ella hasta que acaben las fiestas del pueblo o hasta que se reconozca como un hortera emperejilado. Así que abramos la botella, sirvamos y tatuémonos la máxima de Rob Fleming en Alta fidelidad: “Lo importante no es lo que te gustaría ser. Lo importante es lo que te gusta”.
DAVID REMARTÍNEZ
Fuente: El Comidista - El País
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