Aunque en Argentina abundan las confiterías (que son como una especie de panadería), sus productos son distintos a los consumidos en Venezuela, sin que ello impida que opciones como el cachito, minilunch y los pastelitos se abran paso en la escena porteña
En Argentina el día arranca con algo dulce. Al característico mate o una buena taza de café se los acompaña con croissants, conocidos como medialunas, o con facturas —masitas con rellenos como dulce de leche, crema pastelera o membrillo— en lo que suele ser el desayuno predilecto. Las empanadas son para el almuerzo o cena, igual que otras opciones que incluyan huevos o tocineta.
Hay, sin embargo, un lugar que fue creado con la idea de ofrecer desayunos diferentes y en cual, con el tiempo, cada vez más argentinos dejan de lado su costumbre para comerse un cachito o algún pastelito de hojaldre, bien sea de jamón y queso o quesocrema.
—Y esto, ¿qué es?
—Se llaman minilunch, señor.
—Bueno, me das uno para probar…. ¡Pero qué rico que está esto! —delibera, pasados unos segundos, tras el primer bocado.
Se trata de uno de los diálogos más comunes en la Panadería Venezolana Donna, ubicada en el barrio porteño de Recoleta, con clientes locales que ven, en la vitrina, distintas opciones que quizá no hayan conocido antes. A este señor lo atienden luego de que un padre le comprara a sus hijas la merienda para que llevaran a la escuela. Y no faltan, por supuesto, venezolanos con acentos de lugares como San Cristóbal y Maracaibo que también llegan al local para saborear cosas de su tierra, impensables dentro de una confitería argentina.
“Los argentinos son muy abiertos a probar cosas nuevas. Nos llena de satisfacción cuando vienen a comer empanadas de pabellón o pastelitos de queso crema cuando para ellos el desayuno es dulce. Han venido y se han enganchado con los sabores venezolanos, que son salados”, comentó Lisabeth Rangel, fundadora de la Panadería Venezolana Donna, en declaraciones para El Diario.
En su oferta gastronómica hay panes como las canillas, el camaleón andino, y por supuesto, dulces como los golfeados con queso, las bombas rellenas o las piñitas. Y tequeños y empanadas, que por lo general no suelen formar parte del menú de estos locales en Venezuela.
Aunque no hay, por ejemplo, los sándwiches de miga, de milanesa, o la pastafrola, Rangel sí las conoce de primera mano, pues cuando emergió este proyecto, en abril de 2018, lo hizo con un panadero y un menú argentinos, que luego viraron hacia lo venezolano en el último trimestre de aquel año, en lo que fue empezar de cero luego de haber arrancado desde cero, o lo que es lo mismo, volver a empezar cuantas veces se considere necesario.
En búsqueda de aventuras
En Venezuela, la vida de Lisabeth jamás estuvo ligada a la panadería, ni siquiera con la gastronomía. Licenciada en Administración egresada de la Universidad Santa María y con un posgrado como Project Manager de la Universidad Monte Ávila, Rangel trabajaba en una consultora.
Cuando era joven, tenía el anhelo de vivir en otros países para conocer otras culturas y realidades, y con dos hijas —hoy una de 17 años de edad, la otra de 25 — decidió brindarles esa experiencia, aun con los riesgos que pudiera conllevar.
“Les dije que esto era una aventura en la que nos podía ir bien o mal, pero había que salir”, rememoró Rangel sobre aquel momento, en 2017.
La familia vivía en la urbanización de El Paraíso, al oeste de Caracas. A Lisabeth la secuestraron en dos oportunidades y temía por la inseguridad, sobre todo en los alrededores de la Cota 905, donde desde hace años abundan bandas de crimen organizado con armamento de guerra.
En ese entonces, con 46 años de edad, decidió vender todo lo que tenía para poner en marcha la aventura familiar. Pudieron haber ido en dirección a Costa Rica, donde su madre había estado por cuestiones laborales, pero a las hijas no les sedujo mucho la idea. Por trabajo, y con algunos conocidos, también había pasado antes por Buenos Aires, una ciudad con múltiples opciones para estudiantes de todos los niveles, pero sobre todo el universitario, por lo que esta vez, sí, les cerró la idea.
Escogido el destino, ahora tocaba definir cómo volver a arrancar. “Con esa edad, sin que te conozca nadie ni sepan de tu trayectoria, es difícil, por eso pensaba en emprender algo”, analizó Rangel.
Pero primero, entre esas vueltas que da la vida de los migrantes, en los que los planes no siempre salen como o cuando se tienen previstos, consiguió trabajo en una empresa como administradora.
Le sirvió, eso sí, para empaparse de la idiosincrasia y conocer, de primera mano, la cultura argentina, algo que considera fundamental para poder explorar el mercado, saber qué ofrecer.
“Estaba buscando lugares y vi una panadería que estaban vendiendo. Compramos (junto con su hermana y social, Jenny) el fondo de comercio. Nunca se nos pasó por la cabeza montar algo como esto, pero el dueño, que era argentino, nos ayudó con el tema de los proveedores y conocer más del asunto”, contó Rangel.
Meterse en el sistema… y en el barro
Emprender no es cosa sencilla. Para hacerlo hay que tener conocimientos sobre el rubro, formarse, estudiar y aprender de los que saben. Toca estar siempre disponible, de lunes a domingo, para atender y mantenerse al día con el local, la mercancía, los empleados, la contabilidad, los impuestos. Y entre una cosa y la otra, se descansa muy poco. Son estas algunas de las conclusiones a las que ha llegado Rangel luego de años de experiencia en los que arrancó con un equipo inferior a cinco personas y que hoy cuenta con 22 empleados. O que supo llevar a cabo una mudanza, aunque fuera a un par de cuadras del sitio original, para preservar a una clientela fiel en el barrio porteño de Recoleta.
Una de las diferencias de esta panadería, donde se puede comer dentro, sentado a la barra con vistas a la calle, o en alguna de las mesas que están afuera sobre la vereda, está precisamente en la fortuna, para ellos, de contar con una sede física.
Es que en una época en la que han florecido emprendimientos que ofrecen sus productos por redes sociales para únicamente vender a domicilio, hay personas que prefieren salir de casa y tener un lugar dónde reunirse para comer y tomar algo. Y a eso, añade Rangel, se agrega la necesidad de contar con una cocina y maquinarias que también requieren espacio, por más que en un principio haya quienes puedan preparar algo desde casa para luego ofrecerlo a sus clientes.
“El primer año no es fácil, hay que tener un buen colchón de dinero. Cuando toca asumir los requisitos de alquiler o comprar maquinaria no hay que verlo como un gasto sino como inversión. Y en lo legal, lo contable y lo cultural hay que empaparse”, sugiere Lisabeth.
Con una de las cargas impositivas más fuertes del mundo según el Banco Mundial, una inflación interanual de 50 % en 2021 y proyecciones aún peores para finales de 2022, los venezolanos, argentinos e inversores en general perciben a Argentina como un país riesgoso. No en vano la pobreza marcó 37 % en el segundo semestre de 2021 según el Instituto Nacional de Estadística y Censos y la tasa de desempleo fue de 7 % en el cuarto trimestre de 2021.
A pesar de ese contexto, Rangel insiste en que la clave por la que creció su negocio, más allá de la venta de sus productos, fue el haberse insertado dentro del sistema, lo cual conlleva, por un lado, una alta carga en impuestos para tener a todos sus empleados contratados en relación de dependencia, o el hecho mismo de declarar siempre sus ganancias al fisco o exigir factura a sus proveedores —muchos negocios saltan este paso al comprar y pagar en efectivo— pero por otro, por ejemplo, puede ofrecer todos los medios de pago al público.
“Hay que meterse en el sistema. Al hacerlo se puede tener acceso al crédito con los bancos para invertir y crecer más, o tener publicidad en la calle. Argentina es un país de oportunidades donde con todo y la presión fiscal, si tienes una idea y te organizas bien la puedes desarrollar”, comentó, desde la que ha sido su experiencia como emprendedora.
Por tratarse de venta de alimentos, además, suelen ser visitados por inspectores de la Ciudad de Buenos Aires, además de personal de la Agencia Federal de Ingresos Públicos, precisamente para verificar que estén en regla con sus empleados y en asuntos contables.
En comparación con Venezuela resalta que gran parte de los requisitos para registrar una marca, comenzar un proyecto o dar de alta a empleados puede hacerse digitalmente, por lo cual se ahorra bastante tiempo, especialmente en lo burocrático.
“No es verdad que cualquiera monta cualquier cosa y le va bien. Como todo en la vida es cuestión de enfocarse y ser persistente: buscar trabajo, estudiar, emprender. Y formarse, actualizar conocimientos constantemente”, agregó.
El otro paso fundamental, en el caso de personas como ella, que deciden apostar por un rubro en el cual no tienen conocimiento previo, es hacer todo lo posible por conocerlo a profundidad.
Hay que meterse en el barro. Por comodidad, hay gente que cree que se puede quedar en lo estratégico, lo administrativo. Pero no: hay que meterse para poder hacer las cosas con propiedad, criterio, conocer el producto. ¿Por qué este pan quedó así? ¿Quedó bien, mal, se puede mejorar? Sirve para todo. El dueño del negocio tiene que saber todo”, advirtió.
Con ganas de crecer más
Cuando las restricciones por el covid-19 obligaron a mantener cerrado gran parte de los comercios en Argentina, Panadería Venezolana Donna no apagó sus hornos ni detuvo su producción. Fue un momento clave para darse a conocer en redes sociales y habilitar distintos canales digitales de venta y delivery, no solo con aplicaciones sino también propio. Se trató, quizá, de uno de los momentos clave para demostrarse a sí mismos que estaban listos para adaptarse a nuevos retos y salir adelante.
Ahora, con esa misma mentalidad, no paran de pensar en el futuro ni descartan, en algún momento, abrir una nueva sede o vender algunos de sus productos a otros locales afines.
El menú, además, está en expansión: tras varias semanas de prueba, cada vez falta menos para sumar el pan campesino a sus opciones. Y sacan cuentas para adquirir más herramientas de trabajo, como un camión para transportar mercancías o una máquina de café.
Cuando a Lisabeth y su equipo ven para atrás se reconfortan con lo que han logrado, pero al proyectarse hacia adelante, confían, ahora es que les queda margen para crecer y consolidarse, con su panadería venezolana, como un bastión gastronómico para quienes extrañan su tierra o, en el caso de quienes no la conocen, prueben sus sabores, aun cuando pueda suponer, en un principio, un pequeño desafío desayunarse con algo salado en lugar del dulce de leche o las medialunas.
Luis Pico
Fuente: El Diario
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