Alexandra Torro (Unsplash)
Los orange wines no son, como puede parecer, vinos aromatizados con este cítrico, sino un tipo de blancos vinificados con sus pieles
El vino naranja es lo último entre los wine lovers. En realidad, viene siéndolo desde hace algunos años, pero estas tendencias no llegan al gran público hasta que ya (casi) están pasadas de moda.
¿Naranja, hemos dicho? Pues sí, efectivamente. Ahora el vino, además de blanco, rosado y tinto, puede ser naranja, que es el modo en que al importador británico David Harvey se le ocurrió catalogar en 2004 a los blancos de maceración pelicular. Y de aquellas aguas vienen estos lodos. Pero nos estamos adelantando…
En España, siempre existió un vino naranja diferente del que vamos a hablar aquí, al cual se refiere Juan Ramon Jiménez en Platero y yo (1914): «Llegado septiembre, si el diablo no agua la fiesta, se colma esta copa, hasta el borde, de vino naranja y se derrama casi siempre como un corazón generoso». A su manera, el poeta onubense estaba describiendo el vino de su pueblo natal de Moguer, Bollullos Par del Condado y otros ocho municipios colindantes: una rareza que viene elaborándose desde mediados del siglo XIX con uvas de Pedro Ximénez o con la variedad local zalema.
¿Por qué lo llaman naranja? Pues porque, una vez fermentado, el vino se endulza con mosto concentrado y luego se fortifica con un alcohol vínico en el que se han dejado en remojo, durante al menos seis meses, numerosas cáscaras de naranjas amargas. Luego la mezcla pasa por una crianza oxidativa de más de dos años, siguiendo un sistema de soleras y criaderas similar a los olorosos jerezanos. Y así obtener un néctar adictivo y asaz original.
Una bebida «única en su género»
Esta bebida única en su género, que algunos comparan al vermut, la he probado yo como trago de sobremesa o de aperitivo -con un poco de hielo y una rodaja de naranja- y todavía no ha sido suficientemente reivindicada en el gremio de la coctelería, ni mucho menos por los sumilleres españoles, que deberían a veces explorar más el fondo de armario de la botillería patria secular antes de lanzarse a cantar las alabanzas de cualquier producto nuevo foráneo. Si tienen ustedes curiosidad, busquen alguna botella de la marca pionera Diezmo Nuevo o bien de otras casas vecinas igualmente fiables como Marqués de Villalúa, Sauci, Privilegio del Condado o Bodegas del Socorro.
En cuanto al vino naranja que triunfa en nuestros días en las enotecas y restaurantes gastronómicos de medio mundo, es un estilo de vinificación cuyas raíces se remontan al Cáucaso, hace 6000 años, y que había caído en el olvido en las últimas décadas, salvo en su tierra natal (Georgia, Armenia) o en zonas muy concretas de Eslovenia y el Collio del Friuli italiano, donde figuras a contracorriente como Stanko Radikon, Dario Princic, Paolo Vodopevic o el maestro Joško Gravner decidieron tercamente seguir la tradición, produciendo unos blancos tan diferentes que hubo que buscarles pronto un nombre, ya que no se parecían ni en color, ni en aroma ni en estructura a ningún blanco digamos estándar.
«Se fermentan como si fueran tintos»
La principal diferencia es que los orange wines -como son conocidos internacionalmente- no siguen el sistema de vinificación típico de los blancos, que consiste en la extracción del mosto mediante un prensado de las uvas previamente despalilladas, sino que se fermentan como si fueran tintos, macerándolos con sus pieles durante semanas o meses, lo cual les confiere una tonalidad ambarina, así como una peculiar textura. Si a esto añadimos que, muchas veces, los vinos naranjas se elaboran en tinaja, siguiendo el método antiguo, su sabor resulta aún más marcado y su boca se vuelve levemente tánica.
«Desde la antigüedad, la elaboración de este tipo de vino ha estado ligada a las prácticas ancestrales, a la producción manual y natural más primitiva. Resulta lógico pensar que mucho antes de las barricas de madera o los depósitos de acero inoxidable, las ánforas de terracota fueran el recipiente fundamental para la fermentación y la maduración de la uva. Actualmente, son muchas las bodegas que han querido recuperar este viejo sistema de crianza, aunque se elaboran vinos naranjas también en otros recipientes por todo el planeta. Estas grandes tinajas de barro cocido enterradas en el suelo en la bodega o en el viñedo están preparadas para las largas maceraciones y permiten mantener una temperatura fresca constante. Con la parte superior abierta resultan además más fáciles las tareas de removidos y roturas del sombrero. ¿Y esto en qué se traduce? Muy sencillo, en la preservación natural del vino ante uno de los problemas más temidos: la oxidación. Las maceraciones largas crean durante la fermentación mayor cantidad de sulfitos naturales y hacen que el vino no se oxide sin necesidad de usar conservantes», explica Laura S. Lara en un simpático artículo publicado en El Español.
A estas alturas, ya se habrán percatado de que buena parte de los orange wines están adscritos al movimiento de los vinos naturales. Lo cual significa que llevan un paso más allá los preceptos ecológicos o biodinámicos, reivindicando las levaduras autóctonas y el añadido mínimo (o nulo) de sulfuroso a modo de protección. Tampoco suelen realizarse clarificados ni filtrados antes del embotellado, así que no se me asusten si la copa que les sirven presenta una apariencia algo turbia. Es una minucia que no debería afectar el disfrute de un fermentado tan fascinante.
En cuanto los descubrieron, los sumilleres de los restaurantes de vanguardia cayeron rendidos porque la marcada personalidad de estos vinos -debidamente servidos entre 12 y 15 grados de temperatura- les proporcionaba infinitas variantes para armonizar con los sabores más extremos: desde los pescados en salazón hasta las carnes más grasas, pasando por los quesos viejísimos de pasta dura, las cocinas exóticas más picantes o verduras indómitas como la berenjena, el espárrago o la alcachofa. En cambio, como aperitivo, se nos antojan un tanto impertinentes. Pero hay gente para todo…
Una categoría extraoficial
Volviendo al nombre genérico, que no suele aparecer en muchas de las etiquetas por no estar reglamentado, antes de que el citado Harvey lograse extender el concepto de orange, solían emplearse el término inglés skin contact o el francés macération pelliculaire, pero ninguno de los dos resultaba tan directo, internacional y fácil de entender. «Puede que el nombre no sea ideal, pero este estilo de vino necesitaba su propia categoría», ha declarado Saša Radikon al periodista Chris Wilson de la revista inglesa Decanter. «Si un cliente pide un vino blanco y lo que le sirven presenta este color oscuro tan sorprendente, es posible que no salga muy contento».
La idea se le ocurrió al jefe de la oficina londinense de la importadora Raeburn Wines mientras estaba trabajando con Frank Cornelissen en Sicilia en 2004. Empezó a usar regularmente dicho descriptivo en catas y encuentros y pronto se lo contagió a colegas del sector como Alice Ferling o Jamie Goode. En abril de 2008, Jancis Robinson lo usó por primera vez en un artículo sobre los vinos del Etna. Desde 2015, los vinos naranjas tienen una entrada específica en la enciclopedia The Oxford Companion to Wine, que redactó el propio David Harvey para la cuarta edición. Desde 2018, cuentan también con una monografía, Amber Revolution: How the World Learned to Love Orange Wine, firmada por Simon J. Woolf, que cuenta la lucha por la supervivencia de un estilo de vinos en peligro de extinción e incluye los perfiles de 180 de sus mejores productores procedentes de 20 países, desde el Cáucaso hasta el Adriático, pasando por el hemisferio sur.
¿Hemos dicho 20 países? Efectivamente, porque la llama de este movimiento de recuperación de una práctica ancestral se ha propagado con fuerza en los rincones más insospechados, donde una nueva generación de bodegueros aventureros se ha puesto a elaborar estos vinos robustos y audaces, donde el estilo pesa más que el terruño y que ofrecen intensos aromas de cera de abejas y avellanas, compota de manzana, aceite de linaza, enebro, masa madre y cáscara de naranja seca.
Por si tienen el alma viajera, aquí les dejo una sucinta lista de destinos con sus productores más recomendables. En Georgia, donde empezó todo, hay una nutrida nómina: Pheasant’s Tears, Alaverdi, Dakishvili,Tbilvino, Lagvinari… Eslovenia, por su parte, abunda en casas respetadas como Simcic, Klinec, Movía o Côtar. En Austria, busquen nombres como Strohmeier, Zillinger, Werlitsch o Maria & Sepp Muster. En Grecia, no fallan elaboradores como Glinavos Paleokerisio, Agelakis Winery, Tatsis, Troupis, Sclavos o Tetramythos (en la foto que ilustra este artículo). En Italia, además de los nombres friulianos antes citados, no olviden darse una vuelta por Sicilia para probar el COS Pithos, el Vigneri de Salvo Foti o el Munjebel de Cornelissen. Y hay muchos más: Gelveri en Turquía, Mythopia en Suiza, Maurer en Serbia, Milan Nestarec en la República Checa…
Para los lectores que prefieran iniciarse en estos vinos echando mano de la oferta nacional, diremos que cada vez son más los productores de la piel de toro que experimentan con las maceraciones peliculares y la vasija de barro. Entre mis favoritos se hallan el Pureza de Pepe Mendoza, un monovarietal de Moscatel de Alejandría de la DO Alicante; El Escocés Volante Manda Huevos Con Pieles que hace Norrel Robertson con macabeo y garnacha blanca en el municipio de Villarroya (Calatayud); el Microbio Kilómetro Cero de Ismael Gozalo, a base de verdejo en tierras de Nieva (Segovia), así como el SiurAlta Orange de Alfredo Arribas, un vino desnudo producido a partir de garnacha blanca, malvasía y cariñena blanca, en el Parque Natural de la Sierra del Montsant (Tarragona).
No apto para todos los públicos
Aviso a navegantes: si un día se encuentran con una etiqueta que dice brisat, sepan que se trata del término tradicional con el que se designaba esta clase de vinos en algunas zonas de los Países Catalanes, de los cuales mis preferidos son el Celler de les Aus Orange de la DO Alella y el Terroir Sense Fronteres Brisat que elabora Dominik Hubert (Terroir al Límit) en el Montsant. Así que ya saben a qué atenerse.
Del mismo modo, si en el distintivo figura la palabra curtimenta, sepan que es el modo portugués más ortodoxo -pero no el único- para referirse a un blanco macerado con sus pieles. Y es que en el país vecino ha cuajado, tanto o más que en España, la tendencia anaranjada hasta el punto de que muchos productores reconocidos, desde Anselmo Mendes (Vinho Verde) hasta Jorge Moreira (Douro), se han animado a probar fortuna en esta categoría. Algunos agregan una pizca de humor a la hora de bautizar el vino, como António Mançanita (Alentejo) y su Fita Preta A Laranja Mecánica, que rinde tributo a la novela futurista de Anthony Burgess, llevada al cine en 1971 por Stanley Kubrick. Al margen de estos guiños moderniquis, mis orange lusitanos de referencia -por si desean buscarlos- son el Húmus Curtimenta de Rodrigo Felipe (Lisboa), el Rufia Orange de João Tavares (Dão) y el Branco de Curtimenta de Quinta do Infantado (Douro).
Llámense brisat, curtimenta, skin contact, macération pelliculaire, orange o naranja, estos vinos no tienen vocación de efímeros y tal vez no sean para todos los públicos, pero han (re)aparecido para quedarse. Tómense la molestia de catarlos si no quieren quedar como gañanes la próxima vez que cenen con esos amigos foodies tan esnobs. Y no se preocupen si la primera impresión les descoloca. Recuerden, en tal caso, la frase recurrente de Bernard Le Coq, aquel simpático francés gafudo que protagonizaba los spots televisivos de tónica Schweppes en los 80: «Si no te gusta, es que lo has probado poco».
Juan Manuel Bellver
Fuente: The Objective
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