Los que suelen cuestionar el valor de la gastronomía chilena, son los mismos que no conocen Paredones y su quinua, las cholgas ahumadas chilotas, el orégano de Putre, el chagual de El Maule, ni el pajarete de Huasco. Son los que comen cazuela, charquicán y porotos granados en su casas, pero cuando les cae visita extranjera, les llevan a restaurantes peruanos, españoles o italianos, y celebran fiestas ofreciendo a sus invitados quesos franceses, jamón serrano, sushi o comida mexicana.
Dejar la vergüenza por nuestra cocina y cultivar el orgullo por ella, sería el primer paso para que Chile se pusiera en el mapa. Aunque esto no será nunca posible si no nos volcamos decididamente a conocer nuestras cocinas, sus historias y los alcances culturales y etnográficos que giran en torno a ellas.
Hemos de dejar de hablar de la cocina chilena en singular y pequeñito y asumir que son plurales, diversas y grandiosas. Chile tiene una indiscutible supremacía en la producción alimentaria mundial y eso se debe traducir en el plato. ¿Cómo puede ser que seamos una destacada potencia exportadora y no seamos un destacado país gastronómico? ¿Cuándo se cortó ese lazo indisoluble?
Esto nos obliga a asumir compromisos. Institucionales, con políticas públicas que pongan – de verdad- a la gastronomía y el turismo en el lugar que merece. Gremiales, para que el grupo de los “lord” deje de
mirarse el ombligo y asuma que su representatividad está entre dicho, si no participan del gremio figuras contemporáneas relevantes, cocineras jóvenes, cocineras patrimoniales, cocineros de regiones. Formativos, porque los nuevos cocineros deben estar decididos a cocinar el paisaje, de norte a sur y de cordillera de mar. Favorecer el regreso a las mesas públicas de las patascas atacameñas, las papas con mote, las pantrucas con piure, los catutos, las ensaladas de pencas.
Es imperioso que las nuevas generaciones de profesionales vuelvan al campo, reconecten con el producto, desempolven los recetarios, los abracen con cariño y los pongan en actualidad.
Para que la gastronomía tenga un lugar, es vital reconocer a quienes abrieron el camino, como Guillermo Rodríguez, o nuestras portadoras de tradición, defensoras del sabor y del saber, así como respaldar a los cocineros que sí están haciendo la tarea, que hablan orgullosos de la fecundidad de nuestro mar, de la variedad de legumbres, de las raíces ancestrales, del majestuoso desierto, de la agricultura familiar campesina.
A Boragó, Food and Wine, DePatio, 040, Ambrosía, Cazador, 99, Aurora, Travesías, Fuente Chilena, Las Lanzas, entre otros, le debemos mucho. Son restaurantes que han tenido una influencia determinante en la pérdida de complejos, en la forma de mirar nuestra comida. Ellos mostraron nuestra riqueza alimentaria al mundo, el mundo lo aplaudió y nosotros lo hemos empezado a creer. Y eso inspira.
Por eso ahora hay muchos más, como La Calma, Demo, Pulpería Santa Elvira, El Abasto, Fresa Salvaje, Borra, María María, La Caperucita y el Lobo, Tres Peces, La Barra de Pickles, Fractal, Rayuela. El restaurante como altavoz, el restaurante como embajador, el restaurante para cambiar las narrativas. ¡Qué sería del devenir de las cocinas si los de antes y los de ahora trabajaran juntos en pos del desarrollo gastronómico del país!
Por último, le toca a los clientes, los chilenos de a pie, el lector y lectora que decide el restaurante de la celebración, que compra el vino para el domingo al almuerzo, que va a la feria, que decide qué comer en casa, asumir su parte. Que sepan, que el alimento conecta con casi todo lo que importa: con la tierra, con el clima y la estación, con quienes trabajan para producirla y llevarla a su mesa, con la salud pública de la sociedad y con la economía que la rodea.
Nuestras cocinas desnudan nuestras emociones, nuestro carácter, representan la esencia de nuestra identidad. La despensa chilena es diversa, sabrosa e infinita, como lo es nuestra geografía. Lo primero no puede ser sin lo segundo. Valles, desiertos, costa, secano, glaciares, estepas, alturas, planicies, definen eso que comemos, eso que somos. Y somos, un país sabroso.
Pamela Villagra
Fuente: El Mostrador
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