El artificioso enfrentamiento entre cocina tradicional y de vanguardia planteado por Santi Santamaría del restaurante Can Fabes es interesante abordarlo desde la fisiología sensorial más que como confrontación ideológica o de preferencias gastronómicas personales, procesos puramente subjetivos e incomestibles. Los órganos de los sentidos se clasifican según su mecanismo de funcionamiento en químicos y físicos. Los primeros, basados en la detección de pequeñas moléculas volátiles (olfato) o solubles en agua (gusto), nacieron para eludir tóxicos, rechazar lo desagradable, escoger lo apetitoso y regular la supervivencia de las especies mediante la atracción sexual entre el macho y la hembra; por estos motivos principalmente condicionan procesos de aversión o adicción, algunos de ellos inconscientes, y están muy ligados a la memoria olfativo-gustativa de cada individuo.
Un hecho esencial del olfato, y en menor medida del gusto, es que su capacidad para acumular nuevas experiencias en el cerebro se agota con la edad, sobre todo porque progresivamente van muriendo los quimiorreceptores de la pituitaria. En este sentido, la prestigiosa enóloga norteamericana Ann Noble ha sido muy expresiva: «...déjenme darles una noticia mala y otra buena: dispónganse a experimentar una pérdida progresiva del olfato a partir de los treinta años, pero prepárense también para disfrutar cada vez más del olor de sus recuerdos». ¡El olor de nuestros recuerdos!; esta en mi opinión es la clave de la controversia suscitada por Santamaría y última razón por la cual los incondicionales de la cocina tradicional no ansían nuevas experiencias gastronómicas; les basta con recordar los potentes aromas y sabores del pasado a través de las sin duda más vagas sensaciones del presente. De ahí que muchos de los partidarios de la cocina de memoria gustativa lleven a gala que la mejor cocinera del mundo es su madre (o su abuela), algo plasmado como efecto «ratatouille» en la excelente aunque muy conservadora película del mismo nombre, donde paradójicamente se aplica este primitivo efecto emocional a un crítico gastronómico que por su reconocida profesionalidad debiera tener contrastada independencia de su propia memoria gustativa infantil.
Los órganos de los sentidos de fundamento físico que perciben las radiaciones luminosas (vista), sónicas (oído) o los impulsos de presión y temperatura (tacto) evolutivamente nacieron con misiones de defensa y protección frente al medio ambiente hostil. La progresiva desaparición de predadores propiciada por la civilización ha hecho evolucionar a estos sentidos hacia el disfrute espiritual (observar pinturas o paisajes, escuchar música, acariciarse, etc.), donde la memoria es menos trascendente que la emocionante novedad intelectual de lo percibido («todos los días perdiz, cansa», apostilla el refranero). En este proceso intelectual, la técnica del cocinero actúa como máximo acicate para el placer que produce la gastronomía, algo que ha sido usado por todos los chef de la historia para sorprender y conmover al comensal. Y como quiera que los cocineros españoles de vanguardia son maestros en dicho arte el término de cocina tecnoemocional ha hecho fortuna para designarlo. Pero conviene no olvidar que fue la nouvelle cuisine francesa, que este año cumple su cuadragésimo aniversario, la que a través del lema «los sentidos frente a las reglas […de Escoffier]» trasformó al chef en artífice de una culinaria donde primaba la belleza, la innovación técnica, la pureza de los sabores y la elegancia de los aromas (muchos de ellos de allende los mares y fuera de la memoria gustativa de la época). Por este motivo es sorprendente que Santi Santamaría, quien parece compartir muchas de las ideas de Paul Bocusse, Michel Guèrard, Alain Senderens, los hermanos Troisgros y Alain Chapel, sea incapaz de asumir que Ferran Adrià ha sido clave en la revolución gastronómica que dejó pendiente la nouvelle cuisine: el imprescindible cambio de la textura de los alimentos para que los sentidos de fundamento físico (vista, tacto bucal y oído) alcanzasen un protagonismo gastronómico similar al que ya juegan en otras facetas de la cultura del ocio del siglo XXI (popularización de la ópera y la música clásica, turismo exótico y panoramas para todos, la caricia y el sexo como clave del comportamiento humano, etc.).
Pese a lo dicho, si la discrepancia ideológica con la novedosa tecnología culinaria de vanguardia puede ser admisible como dialéctica de trabajo en la búsqueda de una identidad propia, utilizar la descalificación de los polímeros hidrocarbonados en general y de la metilcelulosa en particular como argumento fundamental del debate no es afortunado, y roza el esperpento cuando para ello se aduce que pueden perjudicar a la salud del comensal. Algunos datos objetivos que demuestran lo disparatado de dicha afirmación son: 1) a excepción de la metilcelulosa (que es un producto completamente atóxico procedente de la transformación química de la celulosa), los hidrocoloides empleados en la cocina de vanguardia (agar agar, alginatos, carragenanos, etc.) se obtienen a partir de algas naturales, que curiosamente son utilizadas con profusión en la carta del restaurante Can Fabes y constituyen la base de la cocina japonesa, una de las más tradicionales y sanas del mundo; 2) la diferencia principal entre los hidrocoloides de las algas y el almidón de los cereales (estructuralmente bastante similares), es que los primeros son acalóricos e insípidos, mientras que el segundo tiene gran poder energético (es decir, engorda) y cierto sabor dulce puesto que la enzima amilasa de la saliva lo trasforma en glucosa y 3) por este último motivo, los hidropolímeros coloidales son una sólida alternativa para la dieta en la diabetes y la obesidad, que son las dos plagas más amenazadoras para la civilización del siglo XXI. En este sentido, recientemente se ha demostrado que la ingestión continuada de metilcelulosa a dosis de 4 g/día disminuye los niveles de glucosa en la sangre y mejora la resistencia a la insulina de los pacientes obesos, previniendo el desarrollo de la diabetes mellitus de tipo II (Journal of Nutrition, 2008; 138(2):292-6).
La supuesta acción laxante de la metilcelulosa argüida para oponerse a su empleo en cocina, donde se usa a dosis tan bajas como 250 mg por plato (para detalles exhaustivos sobre el uso culinario de la metilcelulosa no es sino un «efecto fibra» equivalente al producido por la celulosa y que en condiciones normales es muy positivo para la mejora del tránsito intestinal (el estreñimiento es otro de los males de nuestra sedentaria civilización). Además, una virtud sobreañadida de los coloides poliméricos procedentes de algas es que por su carácter hidrosoluble tienen la propiedad de adsorber mayor cantidad de tóxicos carcinogénicos intestinales procedentes de la digestión de las proteínas que la celulosa. Finalmente y como la mayoría de ellos no son fermentables por la flora intestinal no producen flatulencia, a diferencia de lo que ocurre con la mayoría de los oligosacáridos procedentes de las legumbres. En definitiva, que si los hidropolímeros coloidales tienen efectos benefactores como los mencionados y además las aportaciones sensoriales propiciadas por la cocina española de vanguardia enriquecen el conocimiento gastronómico y emocionan a muchos comensales, ¿por qué no dejar que el público disfrute alternativamente de la entrañable cocina de memoria gustativa, de la cocina tecnoemocional contemporánea, o de ambas propuestas entremezcladas pues para gustos hay colores? En definitiva, que todo tiene su encanto , un gran abrazo.
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