POR ALFREDO RAMÍREZ NÁRDIZ
Hubo un tiempo en el que los españoles tomábamos vino y bebíamos chocolate. Una época en la que los pasodobles hablaban del vinillo de Rioja y las familias se reunían para compartir chocolate hecho con agua, nunca con leche. Hubo un tiempo en el que no se conocía la cerveza y en el que el café, negro, solo, desesperado, era cosa de americanos. Épocas en las que los conquistadores, hombres rudos, fieros, crueles, llenaban para su Rey galeones que cruzaban el océano con un nuevo fruto llamado cacao con el que los monjes crearon una bebida de piel negra y corazón ardiente.
Hubo un tiempo en el que el labriego, el herrero y el literato se reunían a tomar vinos en una mesa a las puertas de una taberna madrileña o vallisoletana bebiendo de cuartillo en cuartillo porque el fruto de la vid era para gozar, pero nunca para emborracharse hasta caer de la silla. Siglos hubo en los reinos hispanos en los que daba igual la lengua en la que se expresaran sus paisanos, o que se reunieran debajo de un soleado olivo o de un lluvioso roble, pero en los que no había pueblo o villa que no presumiera de que sus caldos eran los mejores de todo el país, casa que no ofreciera, fuera cual fuera su riqueza y pecunio, el mejor chocolate de la localidad, hogar que no tuviera churros, porras o picatostes, anfitrión que no dispusiera la loza y el barro para su invitado. Momentos pretéritos en los que a los niños se les ofrecía de merienda pan con chocolate y en las que los obreros y los campesinos le daban a la bota, pellejo hinchado de zumo de uva, bajo el sol hirviente del orgulloso y pobre secarral hispano.
Vino y chocolate. Chocolate y vino. Cuando no éramos europeos y la cerveza era cosa de extranjeros. Cuando sólo éramos españoles y el café era agua sucia. Pero pasaron los años. Volaron los siglos. Se tiraron los sombreros. Se dejó de saludar a los sacerdotes. Ya no se abrió más la puerta a los mayores. Desaparecieron los buenos días y las buenas noches. El usted se transformó en tú. Y el denso y cálido chocolate fue substituido por un pobre intento de recordar lo que él ya no nos daba y al que vinimos a llamar con mil nombres distintos porque, en eso sí seguimos siendo los de siempre, en España nadie toma el mismo café que su vecino. El vino fue arrastrado por un aluvión de brebajes amarillentos y extraños procedentes de más allá de las montañas. España se modernizó y todos nos olvidamos de quiénes fuimos.
Y aquí estamos hoy. Bebiendo café como si nos lo regalaran. Tomando cañas en el aperitivo, en la comida, en la cena, con los amigos, con los compañeros del trabajo, con la familia, hasta con las señoras de la parroquia. El vino se ha convertido en mero acompañamiento de comidas y cenas. Apenas un artículo que, en no pocas ocasiones, más se valora por el apellido y la región de la que procede que por su sabor, en un esnob intento de no bebernos el contenido, sino la etiqueta. El chocolate ha pasado a ser una bebida residual para momentos y fechas muy determinados y más se toma en forma de bombones o pastillas (creaciones ambas foráneas y varios siglos posteriores) que en la forma líquida y espesa en que la idearon sus creadores en el interior de un monasterio.
El chocolate reconforta y fortalece. El café excita y crispa. El vino alegra y tonifica. La cerveza entumece y embota. El chocolate llama al pan y a los bollos pariendo un tranquilo y pleno desayuno, imposible mejor manera de empezar el día. El café invita a correr, beber de pie saliendo de casa, no tener tiempo ni de besar a los que intentan besarnos. El vino llama a la amistad y a la sana charla. La cerveza se bebe a litros y busca la borrachera y olvidarse de uno mismo empapándose en alcohol. ¿Por qué abandonamos las que durante siglos fueron nuestras bebidas nacionales? ¿Por qué nos entregamos con los brazos abiertos a otras ajenas a nuestra tradición, a nuestro clima y circunstancias? ¿Cuántas tristes circunstancias que nos suceden ahora y que tanto sufrimiento generan entre nosotros no son sino el fruto de la misma miopía y error que nos llevaron a considerar como viejo, malo y vulgar todo lo nuestro por el mero hecho de ser nuestro y moderno, bueno y especial todo aquello que nos vendieron desde fuera —o desde dentro— como el no va más?
El día en que se dejó de ir al bar de tapas de toda la vida para saltar alegres y ufanos a la comida de autor. El día en que los restaurantes dejaron de tener nombres de pueblos y mujeres castizas y pasaron a nombrarse con palabras que suenan mal, que casi nadie sabe qué significan y que no hay quién conozca cómo se pronuncian. ¡El día en que nos bebimos una tortilla de patatas! Muerto se quedaría el cocinero del general Zumalacárregui, ínclito carlista irredento que inventó el genial plato ibérico en pleno asedio de Bilbao, si supiera de semejante desafuero. Tales afrentas al sentido común comenzaron a pasar no hace tanto. Apenas un poco más allá el vino y el chocolate seguían siendo nuestras bebidas por excelencia. No podemos olvidar lo que fuimos. Lo que seguimos siendo aunque nos empeñemos en disimular y aprender idiomas.
Recuperemos lo que siempre hemos sido. Disfrutemos de lo que tanto nos gustaba. Volvamos a identificarnos en el espejo. Tomemos chocolate. Bebamos vino. Seamos nosotros una vez más.
Fuente: laopiniondemurcia.es
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