Me apasiona el vino, no lo puedo evitar, sobre todo los buenos. Pero ¿qué es un buen vino? Aquel que nos hace disfrutar, independientemente de su precio, variedad o zona de elaboración.
Los vinos deberíamos probarlos sin ver la etiqueta porque esa es la puerta de acceso a nuestros prejuicios. ¿Alguien se atreve a despotricar contra un Vega Sicilia aunque esté oxidado? ¿O a comparar un Vino de Cangas con un borgoña si está viendo en la etiqueta que es un vino de Asturias?
Me he propuesto elaborar una lista con las 10 cosas que más me desesperan del mundo del vino y me ha salido un recorrido ironico-vinícola sobre el maravilloso mundo de las uvas embotelladas. A ver qué os parece:
- Los aires de superioridad de algunos sumilleres. Se ha dignificado la profesión, es genial tener una persona experta en vinos en la sala, pero no hace falta que te lo recuerde a cada palabra que suelta por la boca. Asesorar no es imponer, armonizar no tiene porque ir vinculado a infravalorar al cliente y, por supuesto, mucho menos, a humillarle. La ‘h’ y la ‘u’ también forman parte de la palabra humildad, mucho más bonita e interesante.
- Que se estén elaborando vinos con chips de madera y no podamos conocer esa información. No estoy en contra de los trocitos que están tan de moda para aromatizar los vinos, pero sí quiero saber qué caldos han pasado por madera y cuáles no, qué vinos han tenido una crianza oxidativa lógica y cuáles han estado en un depósito de acero con los chips durante unas semanas. No se están vendiendo al mismo precio y se está penalizando la calidad. El saber no ocupa lugar, ¿no?
- El que se acabe tu primera botella siendo un grupo y no te avisen de que no tienen más de la misma marca. Es un fallo típico y fácilmente subsanable pero sigue siendo muy habitual. Y desespera. ¡Vaya si desespera!
- Que te dejen la botella lejos de la mesa y no te sigan el ritmo. No hay nada peor que un mal servicio del vino. Si el restaurante tiene mucho ajetreo es más conveniente dejar la botella sobre la mesa y que sea el cliente el que se sirva. Hacer una excursión desde la mesa hasta el aparador más cercano porque tu copa lleva vacía diez minutos es síntoma de desgobierno en sala.
- Las combinaciones dogmáticas: el blanco-con-pescado y tinto-con-carne de siempre. Prefiero ser irreverente. Después de superar esa primera fase me envalentoné y ahora combino grandes reservas con mariscos o Pedro Ximénez con queso de Cabrales, con interesantes resultados. No hay más límite que evitar las grandes confrontaciones que, en ocasiones, derivan en grandes catástrofes. Una fabada con un tinto superestructurado es una saturación de las papilas, mientras que si optamos por un vino más frutal y fresco nos hará más placentera la comida. Y en caso de duda, siempre armonización por limpieza. Los cavas y champagnes casi nunca fallan.
- El miedo a las catas ciegas. No hay nada más bonito que implementar tu ignorancia y dar fe de que el mundo del análisis sensorial es realmente difícil pero muy placentero. Es un juego de adivinanzas basado en tu experiencia y tu memoria que parece haber sido reseteada cinco minutos antes de haber comenzado la cata. Surgen 1.000 dudas, luego existes. No aciertas, luego eres humano y no un robot parametrizado.
- Los márgenes abusivos. Cada uno en su casa pone el precio que quiere a las cosas pero flaco favor se le hace al sector y a determinadas marcas con la multiplicación del precio de compra por tres o cuatro. El posicionamiento está muy bien pero seguro que la mayoría de las bodegas prefieren la rotación al estancamiento.
- Una mala apertura de la botella, especialmente cuando la giran en el aire como si fuera una peonza. También que suene la salida del corcho como si estuviéramos en las fiestas del pueblo y, sobre todo, que corten la cápsula por encima del gollete. Eso me desespera, entre otras razones, porque en su mayoría contienen plomo y no aportan nada bueno a nuestro organismo cuando las gotas, tras el servicio, quedan enganchadas a la cápsula y se deslizan con las partículas de plomo en el siguiente vertido hacia la copa.
- Los posos en la copa. Aunque antaño era el bien más preciado de la bodega y el anfitrión los ofrecía en un recipiente especial a sus invitados, y aunque son habitualmente sinónimo de vinos poco filtrados o de una larga maduración en botella, no necesito verlos repartidos por toda mi copa descendiendo cuál cascada de color picota.
- Que nunca tengan el vino que pido. ¿De verdad es tan difícil llamar al distribuidor antes de que se acaben las existencias o, en su defecto, imprimir de nuevo la hoja correspondiente sin el vino agotado? Es quizás lo que peor llevo porque en ocasiones he llegado a pedir tres vinos seguidos sin éxito… y eso agota. Un buen profesional, si sabe que no tiene una serie de vinos, enseguida recomienda otro del estilo del primero solicitado para evitar incomodidades.
Son errores que suceden en algunos lugares de vez en cuando pero, por suerte, no son la norma de la hostelería del país. Los camareros, maîtres, sumilleres y jefes de sala son los culpables, la mayoría de las veces, de que disfrutemos en los restaurantes. Son la extensión de la cocina, la amabilidad, los psicólogos que interpretan con maestría los deseos del cliente.
* Fotos: Getty.
Acerca de David Fernández-Prada
David Fernández-Prada Rodríguez es un periodista gastronómico asturiano, inquieto, creativo, amante de la radio y que se ha especializado en la organización de saraos gastronómicos con su empresa Gustatio. Le apasiona lo que hace y lo transmite. Es autor del libro 'Dime con quién comes y te diré dónde ir', ha sido presentador del Concurso Nacional de Sumilleres, jurado del Olio Awards de Hamburgo, colabora con revistas nacionales de gastronomía, con Madrid Fusión, escribe en www.pasionhabanos.com... y organiza en Asturias el Famous Wine Festival, Gin Planet y Burbujas. Un bon vivant con pintas.
Fuente: blogs.cadenaser.com/tinta de calamar
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