Según cuenta el gastrónomo Néstor Luján, apoyándose en documentos del siglo X, en la citada abadía elaboraban tres clases de cerveza: una muy débil, que destinaban a los pobres y peregrinos que llamaban a la puerta pidiendo un mendrugo de pan y algo que beber; otra de mayor graduación alcohólica para uso del convento, y una tercera, deliciosa y capaz de quitar todas las penas, que se reservaban para los visitantes eclesiásticos de linaje.
Todo monje y monja (reinaba en aquel tiempo la igualdad en múltiples circunstancias conventuales) tenía derecho a disponer diariamente de dos litros de cerveza. Penitencias aparte, al espíritu lo fortalecían con la espumeante bebida; y si San Magnus era el patrón de los cerveceros suizos y alemanes, Saint Arnault lo fue de los franceses.
El lúpulo (cuya utilización data del siglo XI) fue descubierto, según la tradición, por Santa Ilegarda, fundadora y abadesa del monasterio de San Ruperto, quien tuvo el acierto de darle un punto amargo a la cerveza, que hasta entonces pecaba de dulzona.
Por supuesto, estos santos tan dados a beber, también tienen sus milagros. Saint Arnault (Arnoldo para nosotros), cuando trasladaban sus reliquias en una procesión barroca y calurosa, hizo que de una sola jarra de cerveza pudieran saciar su sed más de doscientos fieles que las acompañaban. Fue una cerveza fresca, riquísima, inolvidable. Cantaron y rezaron como nunca; y además con la ventaja de que ningún control policial iba a medirles la alcoholemia.
Era una santa cerveza, que hoy no existe.
A tenerlo en cuenta
Mª ÁNGELES ARAZO
Fuente: Las Provincias
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